La Escuela tiene un secreto guardado. A diario en los días de clases cientos de niños subían o bajaban los escalones primeros, esos que están en la entrada, lo hacían desconociendo que allí se escondía el tesoro más grande que uno podía tener. Ahora tratamos de diseñar el mejor protocolo para la vuelta a clases. Lo pienso e inmediatamente lo que surge es un discurso de despedida de lo que alguna vez fue la escuela clásica.
Es comprensible entender que a pesar de los peligros por el Covid-19 se quieran abrir las aulas. Es porque allí está guardada la máquina del tiempo.
Siendo alumno creía que conocía cada sitio, que todos los lugares eran para mí como una parte de uno mismo, como si fuera natural correr en el pasillo para ganar el patio, luego del sonido puntual de la campana. Como si la estalagmita que se formaba en los días crudos del invierno, a través de las gotas de agua que dejaba caer la canilla de bronce, fuera un hecho que por repetido parecía absolutamente natural. Como si la hilera de árboles a metros del paredón del costado, no fueran más que escondrijos de escondidas que duraban el tiempo del recreo.
Al decir la palabra tiempo, ingreso en la primera parte del secreto. Porque es bajo su regla que todo se transforma, que adquiere un modo único y que día a día, sol a sol, va embebiendo los lugares y todos los detalles. Como si fuera un viento, que se cuela en la risa de los niños, mientas juegan los minutos del receso, que baila entre los tecitos en las manos de las señoritas, en los sonidos de las tizas al frotar el pizarrón, bajo las patas de las sillas, en los guardapolvos, en el olor a polvo que se levantaba por las correrías al salir al patio, en el frío de las paredes en los días sin sol, o cuando la primavera regalaba cielos celestes que fundían la bandera infinitamente.
El tiempo en cada segundo, iba haciendo eso, sin alterar y con la prisa que sólo él podía tener. Capaz de agitar el viento como si una máquina lo hiciera. No podíamos pensar que en un futuro lejano una era Covid se forjaba, así como un anillo que lo domina todo. Que nos despojaría de recuerdos y nos alejara para siempre.
Solo la escuela posee la máquina del tiempo. No importa la edad que uno puede tener. Para entrar solo se necesita subir los escalones que están antes de la puerta de ingreso. Una vez adentro la máquina se pone a andar.
Quizás uno puede encontrar cosas cambiadas, puede que donde antes había pupitres ahora haya mesas y sillas, o que aulas nuevas ocupen espacios, incluso que el mismo patio no parezca tan grande como lo creíamos antes. Todo puede suceder. Pero una vez allí algo increíble le pasa a nuestro cuerpo, porque son el alma y el corazón los que inician el viaje, que hasta ese momento parecía imposible, pero que sin lugar a dudas no lo es.
Viajamos hacia atrás indefectiblemente, porque el perfume de la escuela nos empapa con imperiosa evidencia, y allí nos movemos como siempre, como si nunca nos hubiéramos ido. Sabemos dónde está el aula de primero, de segundo, de tercero, de cuarto, de quinto, sexto, todas. Conocemos la altura correcta del picaporte de las puertas de madera y vidrio, mientras que, sin ver, estamos al corriente de hacia dónde miran los grandes ventanales de las aulas.
Si hay construcciones nuevas, como sortilegio podemos percibir lo que antes había, incluso conociendo con exactitud los detalles de lo que ya ha cambiado o no está. La esencia de las cosas es como un reflejo y el alma que inició el viaje nos devuelve el niño que somos, y ahí nos damos cuenta que el viento de la escuela nos impregnó tanto, pero tanto, que hizo de nuestra huella una marca para siempre.
La Escuela guarda el secreto invariablemente. Cada vez que he ido pude subirme a su máquina del tiempo, lo he hecho en algunos actos o en días de elecciones. Confieso que estando en el cuarto oscuro en votaciones me he sentado en el mismo sitio que cuando niño ocupaba, también cada vez que pude, he ido hasta el justo sitio bajo la campana, para hacerla sonar. Entonces uno puede sentir esa música que ha tocado en algunos casos por más de cien años.
Creo no hay mejor sitio para auscultar lo que a todos nos ha hecho el viento, que sempiterno, siempre ha ocupado los espacios de todos los niños, para que luego un día, otra vez podamos sentir el sonido, el perfume, la brisa, el encantamiento, la alquimia, el conjuro, el corazón, que indefectiblemente nos entrega intacto el viaje del alma en el tiempo.