“No fueron los 70 años de peronismo, son los 120 años de oligarquía”.
La sentencia la firmó Alan Beattie. ¿Quién es Alan Beattie? Un liberal británico, ex economista del Bank of England (Banco de Inglaterra) y actual editorialista del Financial Times. Tiene una maestría en economía de la Universidad de Cambridge y una licenciatura en historia de la Universidad de Oxford.
¿Y qué es el Financial Times? Un periódico inglés especializado en temas económicos, fundado en 1888. Al FT y al estadounidense The Wall Street Journal (creado en 1889) se los considera como “las dos biblias” que consultan a diario los grandes hombres de negocios del mundo. En cristiano: quienes mueven los hilos de la economía planetaria.
Dicho esto (es decir, habiendo despejado cualquier duda de “populismo” en la génesis de la categórica frase, e incluso parándonos en el centro de la cuna del liberalismo económico), podemos afirmar que el redactor editorialista del FT y economista de vasta trayectoria en el corazón de las finanzas británicas y europeas (es miembro del Instituto Real de Asuntos Internacionales junto con el programa de Economía y Finanzas Globales y el programa de Europa), disparó con munición gruesa, o sea, al estilo de la imperial armada inglesa, sobre la línea de flotación de la eterna discusión argentina: ¿fuimos prósperos (con una violenta exclusión de la mayor parte de la población) por ser el granero del mundo o somos subdesarrollados por no habernos industrializado?
El dilema argentino está mucho más allá de una “grieta”, la cual abonan cada día en la TV personajes que dan verguenza ajena -de uno y otro lado-, sino que tiene sus raíces en 1810. No por nada, la primera acción pública de los granaderos a caballo del General San Martín no se dio en la batalla de San Lorenzo, sino en la actual Plaza de Mayo para “apoyar” a quienes hicieron renunciar a la Primera Junta, por haberse apartado de los objetivos revolucionarios e independentistas (ver La voz del gran jefe, de Felipe Pigna). Pero ese es otro tema.
Volvamos a Alan Beattie, quien en su libro “Falsa economía: una sorprendente historia económica del mundo”, dedicó un capítulo a la Argentina. Allí se preguntó “porqué Argentina no fue Estados Unidos”. Y concluyó que “mientras EEUU repartió la tierra en parcelas pequeñas, Argentina se la dio a unas pocas familias”.
“Los Estados Unidos favorecieron a colonos squatters (ocupantes ilegales o usurpadores), Argentina, a terratenientes”, describió, para apuntar que “el resultado inmediato fue que mientras en EEUU la poca tierra obligaba a la innovación para optimizar y mejorar ganancias, al latifundio argentino le alcanzaba con vacas, ovejas y alambre de púa”.
“Las economías rara vez se hacen ricas sólo con agricultura. Gran Bretaña había mostrado el camino: industrialización. Pero las élites argentinas rechazaron la industrialización para seguir mamando de la teta de la explotación agropecuaria latifundista”, puntulizó el economista liberal (vale decir que el FT apoyó las políticas ultraliberales de Margaret Tatcher, que hasta hoy son consideradas por la mitad de los británicos como las causas de todos sus males. Esta aclaración no es un piropo a la postura del emblemático periódico, sino que reafirma desde dónde parte el análisis de Alan Beattie).
El influyente editorialista y ex economista del Bank of England refirió que “entre 1880 y 1914, el sistema político norteamericano se adecuó dinámicamente a los cambios y las demandas de su población. El sistema argentino, en cambio, permaneció obstinadamente dominado por una minoría autocomplaciente”. Esa minoría la constituían unas pocas familias que se venían apropiando, por medio non sanctos, de miles y miles de hectáreas de tierras para, exportando granos y carne justamente al Imperio Británico -que hacía, como siempre, su propio juego- poder vivir como los nobles europeos. Y así vivieron (¿y viven?) mientras la inmensa mayoría de la población trabajaba en negro, por muy poca plata y durante unas 12 a 16 horas diarias. Hasta que un día, en la Patagonia, se rebelaron. Por lo cual fueron fusilados sin piedad (ver el filme La Patagonia rebelde).
Alan Beattie también puntualizó que “EEUU pudo ser como la Argentina si, en la guerra civil, el sur racista confederado, partidario de seguir siendo una colonia británica, hubiese ganado la Guerra Civil”.
(Una profesora de Historia de la Escuela de Arte de nuestra región, hacia 1989 planteó en una clase esa teoría. Nos resultó, entonces, novedosa. Dijo que el norte, en la guerra civil estadounidense, representaba las ideas que luego aquí sostuvieron los federales del interior (además de Belgrano y San Martín, por caso), mientras que el sur esgrimía los postulados que posteriormente -con sus más y sus menos, claro está- guiaron el ideario de los unitarios vencedores).
“Al final de la Primera Guerra (1918), las exportaciones de granos y carnes desde la Argentina cayeron con fuerza. Y al final de los años ’20 del siglo XX, ya habían mermado un 66 por ciento (en relación a la época de vacas gordas de la segunda mitad del siglo XIX y del país del Centenario). EEUU, por el contrario, ya había comenzado un proceso de recambio económico que las élites argentinas rechazaron”, postuló Beattie.
Más aún: “EEUU había comenzado su recambio económico con industrialización, y al final de la Primera Guerra invirtió ahorros propios en quedarse con industria europea (sin recursos después del gran conflicto bélico) y se posicionó como potencia mundial. La Argentina oligárquica desapareció del mundo”, definió, sin concesiones, para añadir que “(EEUU) además de haber invertido sus primeros años de bonanza en un recambio industrial y usar esos recursos para adueñarse de la industria del mundo destruida por la guerra, ya era una economía de escala. Argentina no fue nada de eso”.
Desde el sitio AgendAR comentaron que “ese capítulo del libro de Beattie está basado en un artículo suyo para el Financial Times de mayo de 2009, titulado Argentina: the superpower that never was (Argentina: la superpotencia que nunca fue)”.
Luego, refiere que en El mito de la decadencia argentina, Díaz Bonilla traza “con más rigor estadístico la interrupción del crecimiento de la base industrial argentina, hasta ese momento muy respetable de acuerdo a los estándares internacionales, en las políticas antiindustrialistas aplicadas por la dictadura cívico-militar de 1976-1983”. Esa línea de análisis, tremendamente válida por cierto y en gran parte abordada en la nota La “mayor estafa” argentina no tiene ningún responsable, publicada en 90lineas.com el 6 de diciembre último, también vale otra nota de fondo o informe.
Lo cierto es que aquí habría que recordar cómo las familias patricias argentinas se apropiaron, desde 1820 y con el aval de los gobiernos de entonces, de extensiones insultantes de tierras, en un proceso muy anterior a la mal llamada Conquista del Desierto (pues no había ningún desierto sino sitios poblados por comunidades aborígenes), la cual, no obstante, puso el broche de oro a esa configuración de un país latifundista, que empezó a quedarse muy pero muy lejos de la modernidad que ya sobrevolaba a la propia Gran Bretaña y a EEUU.
A punto tal que el propio Domingo Faustino Sarmiento, como veremos, hizo ese planteo crítico hacia la nación-granero del mundo. Y ni hablar de Carlos Pellegrini, un miembro de la clase alta con profunda vocación industrialista, así como lo fue Exequiel Ramos Mejía en la época del Centenario (1910). Ellos, junto a otros, constituyeron una “línea interna” (permítase la expresión) dentro de la oligarquía terrateniente, que no prosperó por ser minoritaria.
Ergo: Lejos de empezar un 17 de octubre de 1945, los proyectos de utilizar la enorme riqueza que generaba el campo para convertir a la Argentina en una potencia industrial (se la veía como el otro EEUU, pero al sur, de acuerdo a sus enormes posibilidades y a las grandes similitudes territoriales y en materia de recursos), reconocen sus orígenes en los nacionalistas del siglo XIX y en varios de los aristócratas de fines de ese siglo y principios del siglo XX.
Hace un par de años, en un extenso y minucioso artículo publicado por la Agencia Periodística Patagónica, Claudio García hizo mención a un informe de Oxfam (confederación internacional formada por 19 ONGs que realizan labores para combatir la pobreza en 90 países), el cual daba cuenta de que “el 0,94% de los dueños de las grandes extensiones productivas maneja el 33,89% del total del territorio argentino”.
“Desde nuestros orígenes como Nación, especialmente en la etapa de consolidación del Estado nacional a fines del siglo XIX, algo que nos ha caracterizado es la concentración de la tierra en pocas manos, proceso asociado a la venta y los negociados sin escrúpulos de la tierra pública. Como señaló Sarmiento en sus últimos años de vida, la concentración de la tierra en pocas manos era quizás el problema central “que nos impidía ser norteamericanos”, en el sentido de superar el atraso y sentar las bases de un desarrollo industrial”, agregó García.
“Allá, miles de colonos accedían a tierra. Acá, se imponía el latifundio”, puntualizó, para resaltar que todo empezó mucho antes de la Generación del ’80 y el genocidio de la Conquista del Desierto.
Ya a principios de 1820, el interés británico por nuestros cueros fue de la mano con el interés creciente de ‘los viejos hacendados’ en la tierra pública, como señaló el historiador V.F. López. La Ley de Enfiteusis de Rivadavia, aunque teóricamente proponía la distribución racional de la tierra para fomentar la agricultura y una multiplicación de colonos, en la práctica produjo lo contrario. Fueron “los grandes terratenientes y hacendados que ya tenían tierras desde la época de la colonia” los que se aprovecharon. Y “253 personas tomaron en propiedad 1.264 leguas cuadradas de tierra”, como escribió J.J. Sebreli en “La saga de los Anchorena”. La lista de enfiteutas fue encabezada por apellidos famosos, como Anchorena, Alvear, Azcuénaga, Alzaga, Rosas, Lacarra, Borrego, Díaz Vélez, Otamendi, Lezica, entre otros”.
“La tierra distribuida fue poco a poco a caer en manos de acaparadores que nunca colonizaron”, escribió Jacinto Oddone, y así la pampa “se convirtió en feudo de pocas familias”.
En un discurso ante la Cámara de Diputados de la Nación, el 14 de septiembre de 1875, Carlos Pellegrini, el precursor de las ideas industrialistas en Argentina y “el presidente que tuvo que afrontar la crisis de 1890” (El Historiador, Felipe Pigna), subrayó: “La protección del desarrollo industrial no es otra cosa que una extensión de los principios que rigen el desarrollo de la vida” (hablaba entonces de proteccionismo, como en su momento Belgrano y San Martín).
Pellegrini continuó: “el libre cambio es la última aspiración de la industria, que solamente puede encontrar en ella su pleno desarrollo, como la planta busca el aire libre para adquirir elevada talla y frondosa copa (es decir, primero proteccionismo y desarrollo industrial, recién después libre mercado, como hicieron todos los países desarrollados del hemisferio norte que, paradójicamente, hasta hoy son puestos como ejemplo por los liberales de cabotaje)”.
“Pero del hecho de que la planta necesita el aire libre para alcanzar su mayor crecimiento -siguió Pellegrini-, no se deduce que no debamos abrigarla al nacer, porque lo que es un elemento de vida para el árbol crecido, puede ser elemento de muerte para la planta que nace. Es decir, si el libre cambio desarrolla la industria que (ya) ha adquirido cierto vigor y le permite alcanzar todo el esplendor posible, el libre cambio (a su vez) mata a la industria naciente”.
En la Argentina del Centenario, en 1910, nació un ambicioso proyecto industrialista promovido por el entonces ministro Exequiel Ramos Mejía, quien llegó a contratar a los ingenieros que habían convertido los desiertos del oeste de EEUU en ciudades pujantes. Pero también fue abortado por los terratenientes que nunca quisieron salir del esquema fácil de exportación de granos y carnes a cambio de una vida a la altura de los nobles europeos. “Argentina no pudo ser EEUU por (culpa de) su burguesía”, definió alguna vez el historiador Felipe Pigna (ver nota El Proyecto de una Argentina industrial abortado en 1910).