Hasta mediados de los años 70, esta no era una pregunta sino una afirmación. Habitualmente la hacían los padres de la clase trabajadora a sus hijos cuando estos alcanzaban cierta madurez. Podía ser a mitad del secundario, si el joven no mostraba mucho interés en la escuela, o al final del ciclo. Pero era una opción plausible en una sociedad de pleno empleo como era la Argentina de aquellos años, antes de que la Dictadura Militar comenzara el desguace del formato nacional del Estado de Bienestar vigente desde la década del 40. Como señaló con premonitoria lucidez Rodolfo Walsh en su famosa carta a la Junta Militar, el “proceso de reorganización nacional” era parte de una estrategia mundial de transferencia de riqueza, empezando por el 40% de los ingresos que los trabajadores perdieron sólo en aquel ominoso año 1976.
Hoy sabemos que este formidable ajuste no sólo ocurría en Argentina. Basta leer el reciente trabajo de la historiadora británica Selina Todd (2019), “El pueblo. Auge y caída de la clase obrera 1910-2010”, para comprender que, a mediados de los años setenta, el capitalismo internacional comenzaba un proceso de reingeniería global. Si en Inglaterra fue Margaret Thatcher su cara visible y acá las oscuras juntas militares, sólo es explicable por la resistencia popular que hubiera provocado. Como también lo demuestra el voluminoso trabajo de Thomas Piketty (2018), “El capital en el siglo XXI”, en los años 70 finaliza el ciclo redistributivo de la economía mundial, por el cual los beneficios de la riqueza producida vuelven a los sectores concentrados como ocurría hasta principios del siglo XX.
Evidentemente, este ajuste global trajo aparejado un sinfín de cambios. En los modos de producción, presagiados por Daniel Bell (1960) en su libro “La sociedad posindustrial”, en los modos de comunicarnos, como los describió Manuel Castells (1996) en “La era de la información”, y en los modos de vivir, que tan bien describe, por ejemplo, José Van Dick (2019), en “La cultura de la conectividad”. Hoy ya es evidente que aquella reingeniería tenía un carácter civilizatorio y que ha producido un mundo diferente.
Veamos algunos datos. El 25% de la economía mundial no deviene de la elaboración y consumo de mercancías, sino de la generación de “experiencias” (como fue el turismo hasta el año pasado); gran parte de la producción ya no requiere manos humanas para su elaboración sino que la ejecutan precisos y sofisticados robots; las grandes fábricas que generaban miles de empleos en la etapa del fordismo ya son nostalgia y las empresas económicamente más rentables de la actualidad tienen apenas un puñado de empleados; como advierte Martín Ford (2016) en “El auge de los robots”, cuando Google compró Youtube por la friolera de 1.650 millones dólares, sólo tenía 65 empleados. De este modo, es evidente que las transformaciones que imponen la tríada de digitalizacion social, de automatización productiva y expansión de la Inteligencia Artificial, ponen al empleo en jaque. Como lo señala el último informe de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) en Argentina, “Cambio tecnológico y futuro del trabajo” (2019), el impacto puede generar nuevas oportunidades. Si tenemos en cuenta que la Argentina es un país de industrialización moderada, aunque con una estructura productiva todavía anclada sobre viejas tecnologías, cuenta con un fuerte potencial en sus instituciones formativas como en el capital científico tecnológico de sus centros de investigación.
Ante este panorama, la pregunta que dio pie a estas reflexiones se vuelve una paradoja. ¿Sigue siendo una antinomia, como suponía aquella afirmación, el trabajo y la escuela? Si la mayor parte del trabajo futuro se articula alrededor del conocimiento y la información, ¿no podría dar paso este proceso a una nueva arquitectura de la escuela?. En las recomendaciones de Pierre Bourdieu al gobierno de Mitterrand en 1985 sobre la reforma escolar, el afamado sociólogo reconocía la necesaria articulación de cambio y tradición que la educación exigía. Necesitaba abrirse a nuevos saberes, pero sin olvidar el lugar de los clásicos. Debía centrarse en conocimientos básicos comunes, pero también abrirse a la comunicad y al mundo; tenía que sostenerse en las tradiciones científicas modernas, pero no concebirlas como verdades absolutas. Pero además, la escuela no era el único ámbito de transferencia del conocimiento: los medios de comunicación, los museos, las manifestaciones artísticas, también eran parte de ese acervo cultural necesario para la formación de las nuevas generaciones.
Por supuesto que han pasado casi 35 años desde aquellas observaciones, pero el fondo de sus propuestas sigue siendo útil. La escuela debe abrirse al mundo y transformarse sin perder su legado histórico. Como señala el informe de la OIT, “las exigencias aplicadas a la fuerza laboral cambiarán profundamente. Las habilidades sociales y blandas, así como las creativas y cognitivas, tendrán mayor protagonismo en detrimento de las habilidades rutinarias. Las nuevas tareas requerirán competencias construidas con conocimientos multidisciplinarios y se modificarán cada vez más rápido, en respuesta a una adaptación continua del trabajador” (1).
En poco tiempo, las escuelas volverán a abrir sus puertas. Sería bueno que además de encontrarnos, recuperar conocimientos y seguir produciéndolos, estemos también abiertos a los nuevos desafíos. Y uno de esos desafíos es la formación para el trabajo.
- Luciano Sanguinetti es director del Observatorio de Calidad Educativa
(1) Christoph Ernst y Verónica Robert (2019), Cambio tecnológico y futuro del trabajo. Competencias laborales y habilidades colectivas para una nueva matriz productiva en la Argentina, OIT, Argentina.