Por Pico Sanzone
Contar en tiempo tripero historias de penales memorables es un desafío a la administración de poco. Es que son tantos más los que se le han negado, por decisión de tantos y tantos referis ladrones, que aquellos que se les han concedido con justicia. Hay, sin embargo entre los plieges de la memoria, algunos penales locos de esos que se invitan solos a la sobremesa, a la charla nerviosa del entretiempo o a los largos viajes de visitante, en aquellos tiempos dorados que quizá algún día volverán. De todos ellos, rescato uno realmente mágico: el que pateó don Vicente Salamone en el último minuto de aquella noche de Quilmes en 2005, exactamente el 15 de diciembre de 2005.
Dirá el lector seguramente: «Este se desayunó con ginebra. Todo el mundo sabe que ese penal lo pateó Lucas Lobos ¿Quién lo conoce al Salamone ese?». Y tendrá razón. A medias. O no la tendrá cuando termine de leer esta historia.
A nadie le caben dudas que aquel era un partido clave y chivo. El establishmen del fútbol, la corpo afista, esperaban agazapados para voltear de una vez por todas a aquel Lobo insolente que se atrevía a desafiar a aquel Boca macrista que hasta tuvo el descaro de parar el campeonato para hacer descansar a sus matungos.
La cancha era, como suele decirse, «una cancha de mierda» y hasta los chorizos despedían olor a podrido. Y no exagero: recuerdo que con mi compañero y amigo Alejandro Salamone ni bien nos acercamos a las parrillas salimos espantados por el vaho a cosa descompuesta.
Hambreados, condenados a engañar la panza con semillitas, buscamos un lugar en cabecera visitante de aquella cancha que tiempo después conocería el frío polar irradiado por un inquilino indeseable.
El partido fue, como se esperaba, muy chivo. Y el empate tenía sabor a poco. El tristemente célebre Sargento Giménez expulsó a dos jugadores triperos. Once contra nueve y así y todo, el Lobo iba. Mucho se habló del penal que el ex milico cobró sobre la hora. Algunos se animaron a bautizar aquel fallo como
«El Crímen Perfecto». Como sea, había sido penal y estaba cobrado. A la explosión de alegría que generó el pitazo, después de ese grito largo y acompasado que anunciaba «penaaal», se hizo un silencio tan profundo, tan denso, que pareció que quien maneja el control remoto del Universo había apretado «mute».
Silencio espeso cortado por ruidos de cadenas de fantasmas que se paseaban agitando entre las sábanas un mensaje macabro: «lo erra o se lo atajan».
En el resplandor de la noche eléctrica, aquellos miles en la cabecera nos miramos el temor que desbordaba en los ojos y nos chorreaba por las mandíbulas apretadas.
Ya estaba todo listo para la ejecución y de repente ocurrió algo mágico como esas cosas que sólo describe el realismo mágico tripero.
Alejandro Salamone, mi compañero en aquella aventura, miró al cielo y fijandose en la estrella que le pareció más brillante, pidió: «Patealo, vos Vicente, patealo vos». Se necesitará un congreso de literatos o de hábiles redactores para superar aquella capacidad de síntesis expuesta en aquel pedido al cielo.
Estaba claro que Vicente, estaba ahi, en esa estrella brillante que su hijo miraba ahora desde la cabecera visitante de Quilmes.
Don Vicente Salamone, laburante, empedernido buen tipo, padrazo y tripero hasta la inconciencia, se había ido un tiempo atrás dejando en sus amores ese sabor amargo que invade cuando El de Arriba, pudiendo elegir, se lleva a los buenos y deja a los malos.
«Patealo, vos Vicente», rogó Alejandro. Y no exagero si digo que miles de cabezas se dieron vuelta para mirarlo y entender su ruego.
Voy a llevar toda la vida esas imágenes. Como el de la piba rubiecita que soltó el abrazo del novio y con las manos en rezo miró a la estrella de Vicente y pidió también: «patealo vos, patealo vos».
Y fuimos miles en el mismo ruego sin saber la mayoría quien era aquel Vicente pero con la tranqulizadora certeza de que era uno de los nuestros.
Sabíamos que Vicente estaba allá, arriba, balconeando desde su estrella en aquella noche plateada.
Sabíamos, teníamos la certeza de que había escuchado el pedido de su hijo amado.
«Patealo vos, Vicente, patealo vos», insistió una vez más Alejandro y los que estábamos ahi soltamos lágrimas sin pudor, sin sabernos, sin conocernos.
Y sin habernos visto nunca en nuestras vidas nos abrazamos para compartir el mismo ruego. «Patealo vos, Vicente, patealo vos».
Y Vicente, lo pateó.
Y fiel a su estilo jodón y campechano, alguna de las de él se tenía que mandar. Por eso no nos extrañó cuando Vicente picó la pelota para hacerla entrar. Recién gritamos gol cuando los huevos (y los ovarios) se nos bajaron de la garganta. Juro que hacían cola para abrazarlo a Alejandro. Porque, claro, era como abrazar a Vicente. Y muchos gritaban y lloraban pero las lágrimas de los que estabamos ahí tenían un valor agregado.
Podrán decir con justa razón que aquel penal memorable lo pateó Lucas Lobos a los 45 minutos del segundo tiempo. Pero los que estuvimos ahi, en esa provisoria sucursal del paraíso que fue esa cabecera visitante, sabemos muy bien lo que sabemos.
Sabemos que lo pateó Vicente y que para joder, como era su forma, la picó para hacerla entrar, despacio, por el medio del arco.
Quién más sino.
FIN