Por Alejandro Salamone
En los principios de los ´80 Don Paco tenía unos 50 años, estatura media, algo canoso y siempre prolijamente peinado a la gomina con raya al costado. Era amable con los vecinos, los saludaba a todos atentamente pero difícilmente entablara una conversación con alguno. Era osco con los niños, no le gustaba que jugáramos al fútbol en la calle ni en la vereda y si lo hacíamos enseguida nos mandaba al Estadio Provincial: «Lo tienen acá a cinco cuadras, por qué no van, acá pueden romper alguna ventana», nos decía no con buen tono. Y nos teníamos que ir. Vivíamos en 36 entre 17 y 18, Don Paco vivía a mitad de cuadra con su familia. Era militar. Por eso se manejaba con poder e impunidad en el barrio, aunque a decir verdad no molestaba demasiado al resto del vecindario. Hasta que un buen día…
A Don Paco se le ocurrió en 1981 adoptar una mascota. ¿Un perro? ¿Un gato? ¿Un lorito?, en aquellas épocas créase o no había gente que tenía monos tití en sus casas, pero tampoco era un mono. El militar trajo a un puma al barrio. En las tardes de verano, como todavía sucedía en esa época, salía con su silla a la vereda ¿con su silla sola? no, no, con su silla y el puma al que tenía atado con una correa a su lado, tal como si se tratara de una mascota domesticable, mansa y nada peligrosa.
El puma era cachorro. Claro, cachorro hasta que creció. Y en poco tiempo, en unos meses, se convirtió en el terror de todo el barrio, y más aún de los pibes y pibas que cuidaban celosamente a sus mascotas. Es que cualquier perro que pasaba cerca del animal, podía terminar mal y, en el peor de los casos, sucedió en dos ocasiones, terminaban debajo de las garras del «pequeño gatito», en medio de un escándalo vecinal por tratar de salvarlo.
Don Paco era terco, no le importaba nada lo que dijeran o, peor aún, lo que pudiera ocurrir no sólo con el resto de los animales, sino con las personas. ¿Ustedes pasarían por una vereda donde hay un tipo sentado y al lado un puma? Nosotros, con nuestros amigos, nos preguntábamos si en su casa lo dejaba en el patio, lo ataba o dormía con él al lado de su cama. Volaba nuestra imaginación de cómo era tener un puma de mascota.
A la tardecita cuando Don Paco se acomodaba en la vereda, con la bestia al lado (no sabíamos cómo le había puesto de nombre, para el vecindario era simplemente el puma de Don Paco), los perros y las personas prácticamente desaparecíamos de la cuadra, los mandados se hacían más temprano o cuando el tipo se dignaba a entrar a su casa, espiábamos, veíamos la oportunidad y salíamos a comprar al almacén del gordo Ochoa que quedaba al lado y tenía las libretas de fiado que se pagaba a fin de mes. Ochoa estaba molesto porque cayeron las ventas, lo odiaba a Don Paco.
Un día los vecinos se reunieron para tratar este problema. No todos participaron de esa reunión. Don Paco era militar y sí, muchos le tenían miedo y tenían miedo en general, era una época oscura, de desapariciones y muertes, todavía faltaban dos años para la vuelta de la democracia. Contaban con el control, el poder, la impunidad…imagínense, tener un puma y salir a la calle con el animal, para un tipo como éste, era algo normal, aunque para el resto resultara una verdadera locura.
Pero la reunión se hizo y se decidió, entre varios vecinos, en rigor tres, ir a hablar con Don Paco y hacerle entender que tener un puma en la vereda, era peligroso para la gente, ya no para el resto de las mascotas, sino para los chicos que jugaban en la cuadra y ni siquiera podían salir.
Los adultos se encargaron después de contar el resultado de ese encuentro. Don Paco los miró y les dijo, «pero este es un animal manso, ¿algunos de ustedes fue atacado?» A decir verdad todavía no se habían dado ataques a personas, pero eso era porque no pasaban ni a 50 metros del puma, en cambio sí habían sido atacados dos perros, de los cuales uno, lamentablemente no resistió las heridas y murió.
No fue larga la conversación y el reclamo de los vecinos con Don Paco. Uno de ellos se animó a decirle: «Mire señor, creemos que lo correcto y lo mejor para la vida de todos los que estamos en esta cuadra es que usted no tenga este animal, al menos en la vereda, no podemos esperar que ataque a una persona, no es domesticable un puma y sólo con un zarpazo alguien puede terminar en el hospital. Fíjese, la gente no quiere ni salir a la calle cuando usted está en la vereda». El dueño del felino asintió con la cabeza y, sin mediar más palabras, entró a su casa.
La decisión que iba a tomar Don Paco después del planteo, enérgico pero educado, de los vecinos que se acercaron a hablar con él, era una incógnita. Lo cierto es que desde ese mismo día, Don Paco salía a la vereda, tomaba algún vermouth con soda, apoyaba ambas botellas al lado de la silla, como hacía siempre, pero ya sin el puma.
Era una época en la que nos gustaba mucho ir al Zoológico en familia. Era un clásico. Los domingos, en medio de los partidos del Lobo o del Pincha en La Plata, el Zoo se llenaba de público. Teníamos la posibilidad de conocer exóticos animales y otros de nuestras pampas, que no estaban a nuestro alcance por la geografía que nos toca, recuerdo a la elefanta «Pelusa», a la jirfa «Galli», al hipopótamo…Y sí, ¿a que no saben? también estaba allí el puma de Don Paco, quien se decidió a entregarlo al Zoológico para la tranquilidad y el alivio del barrio.
Por este gesto, los vecinos fueron a darle las gracias. Don Paco los miró…apenas dijo «de nada», cerró la puerta de su casa y siguió saliendo a la vereda, pero solo. Alguien bromeó y no tanto: «La verdad que mete más miedo éste que el puma».
FIN
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