El primer hecho a destacar es que la escalada de la crisis no puede tomar por sorpresa a nadie. Desde Rusia se viene insistiendo desde hace años, que no permitirá que sus países vecinos se sumen a la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN), por considerarlo como una amenaza a su propio territorio.
Hay que entender un punto saliente en este conflicto. La ex Unión Soviética con Rusia a la cabeza fue el país que más víctimas registró durante la Segunda Guerra Mundial, con un mínimo de 20 millones de personas, pero que otras fuentes hacen trepar a 37 millones. De allí que la seguridad es un tema que bajo ningún concepto puede olvidarse al momento de analizar las reacciones de Moscú.
Otro punto saliente, es que el presidente ruso, Vladimir Putin es un nacionalista que condena la revolución bolchevique y a su máximo líder Vladímir Ilich Uliánov (Lenin) -al que acusa de una visión internacionalista propia del comunismo- de haber permitido la disolución del imperio ruso de los zares, que tenía a Ucrania como a una de sus regiones.
Cuando los bolcheviques llegaron al poder, no sólo tuvieron que formar un gobierno para dirigir Rusia sino todo el gigantesco imperio zarista que agrupaba a alrededor de 100 nacionalidades, la mayoría de las cuales habían sido incorporadas a la fuerza. La creación de la Unión Soviética en el año 1922, que llegó a tener 15 repúblicas socialistas, 20 repúblicas autónomas, y 125 provincias, fue el intento diseñado por los bolcheviques para resolver el problema de las nacionalidades y darle a cada una la representación que merecía.
Fue esa decisión la que permitió a los ucranianos tener por primera vez un Estado nacional, aunque integrado a la Unión Soviética. De allí, que al nacionalista Putin le cueste digerir que en territorios que alguna vez formaron parte del imperio de los zares y de la URSS, ahora sea la plataforma desde la cual se pueden lanzar misiles, incluso con capacidad nuclear sobre su territorio.
OTRAS RAZONES HISTÓRICAS
Además hay otras razones históricas, porque el origen más remoto de Rusia se halla en Ucrania. Fue allí donde diversas tribus eslavas, finesas y bálticas formaron el germen de lo que, en el siglo IX, fue llamado la Rus de Kiev. Rus era el nombre que sus habitantes se habían dado a sí mismos, y Kiev su capital. Y con el correr de los siglos esa nueva entidad territorial se mantuvo más o menos unida, pese a las diferencias culturales y lingüísticas hasta conformar la poderosa Rusia zarista.
Por eso, cuando el actual mandatario ucraniano Volodimir Zelenski, un capocómico muy popular en su país, que llegó a la presidencia por el voto mayoritario, se generó este nuevo conflicto que alcanza ahora dimensiones imprevisibles.
Es que Zelemski llegó al gobierno tras un golpe de estado que destituyó al mandatario prorruso Víktor Yanukóvich en 2014, luego de una serie de protestas sociales –conocidas como Euromaidán– que contaron al menos con la simpatía, cuando no el apoyo explícito, de Washington y varias capitales europeas.
Así el acercamiento a Europa Occidental que había propuesto Yanukóvich, pero que fue frenado de plano desde Moscú, tampoco se profundizó durante los gobiernos que le sucedieron, envueltos en una serie de escándalos de corrupción que generaron una enorme inestabilidad política y económica en el segundo país más grande de Europa, que de alguna forma se zanjaron con la llegada del prooccidental Zelenski a la presidencia.
Como Crimea, estas dos autoproclamadas repúblicas independientes el 6 de abril de 2014 mantienen un prolongado conflicto con el ejército ucraniano que no reconoce su separación, lo que ya ha provocado al menos 14.000 muertos.
PUTIN NO CEDE A LA OTAN
Para Putin, Ucrania era una línea roja que no estaba dispuesto a ceder ante la presencia cada vez más cercana a sus fronteras de la OTAN, la organización militar creada para frenar el poderío militar soviético en el inicio de la Guerra Fría, pero que no se disolvió, pese a las promesas con el fin del Pacto de Varsovia, la contracara militar de la URSS y sus aliados.
La influencia de la OTAN se ha ido expandiendo hacia el este desde la desaparición de la Unión Soviética, pese a que en 1997, Boris Yeltsin, llegó a nuevos acuerdos con la Alianza Atlántica, que permitieron que en 2004, ya con Putin en el poder, los países bálticos entrasen dentro de la organización. También por entonces Ucrania aceptó desmantelar su arsenal nuclear provisto por Moscú.
La Alianza Atlántica prometió a Gorbachov, cuando la URSS emprendía su camino final, que no ampliaría su influencia hacia el este y desde Rusia se considera que este pacto no se ha cumplido, desde ese momento la OTAN incorporó a Eslovenia, Eslovaquia, Rumanía, Bulgaria y las ex repúblicas soviéticas bálticas de Estonia, Letonia y Lituania.
Asi, Putin repitió el mismo criterio empleado en Georgia en 2008, cuando Rusia reconoció la independencia de las secesionistas Abjasia y Osetia del Sur, después de que sus tropas expulsaran al ejército de esta otra ex república soviética.
Pero a diferencia de entonces, Putin decidió profundizar la ofensiva con una invasión generalizada a territorio ucraniano, que difícilmente las sanciones económicas que le impondrán Estados Unidos, la Unión Europea y Japón lo disuadan.
En especial porque la movida, aunque no en forma explícita, tiene el guiño de China, que como Rusia está alarmada por la creciente presencia militar occidental en sus zonas de influencia y el respaldo a Taiwán, un territorio escindido del gigante asiático, que sólo se sustenta por el respaldo militar y financiero occidental.
La explicación de las razones de Putin para invadir Ucrania, por cierto no justifica el inicio de las acciones bélicas, en especial cuando se generalizaron a todo el territorio de su país vecino. Así, una jugada que en principio pareció brillante por parte del líder ruso, al reconocer la independencia de las provincias rusoparlantes de Donestsk y Lugansk, para marcar un límite a la avanzada de la OTAN hacia sus fronteras y dejar en claro que el multilateralismo debe imponerse como nueva correlación de fuerzas en el Siglo XXI, se transformó en una arriesgada maniobra de consecuencias imprevisibles, como cada vez que las armas se imponen a las soluciones negociadas.