Arana: la historia de la mayor tragedia de la aviación local

Fue la noche del 13 de junio de 1988. Hubo ocho muertos y un solo sobreviviente. Misterios y conjeturas detrás de la caída del bimotor “Dove De Havilland” que se precipitó en las afueras de La Plata tras despegar del aeropuerto local. Conmoción en la calma pueblerina de la capital bonaerense, en aquellos agitados meses de hiperinflación y levantamientos carapintadas

tragedia de la aviación

El fuselaje quebrado, sobre la tierra de calle 132

Tragedia de la aviación (Primera Parte)

Los relatos de época de los vecinos de Arana son coincidentes; vecinos de la por entonces vieja “Estación Arana”, la misma que hasta hacía pocos años, asomados en presente de aquel invierno de 1988, aún veía pasar, por el terraplén ferroviario de calle 30, los trenes que unían la capital provincial con Pipinas y pueblos como Correas, Bavio, Arditti o Payró.

“Vimos venir la avioneta de modo rasante sobre un gran galpón de la zona. Hasta que la vi caer a tierra”, narraba un tal Fuentes, testigo directo del mayor accidente de la aviación platense, ante el apuro privilegiado del cronista de ocasión. O un tal Taborda, otro quintero de esa zona hoy expandida del Gran La Plata: “Vi al avión como ladeándose de un costado al otro, a baja altura, hasta que hubo una violenta explosión, que fue el ruido de la avioneta al tocar y chocar con tierra. No me lo olvido más. Fue terrible”.

El lunes 13 de junio de 1988, pasadas las 18.30 y ya anocheciendo en un benévolo invierno de La Plata, un avión particular pedía pista para decolar y despegar del Aeródromo Provincial, sobre avenida 7 y 610. Lo comendaba su dueño, el comisario Néstor Benito Ibáñez. Era un antiguo y legendario bimotor Dove De Havilland. Británico, fechado en 1949, matrícula LVY-AJ.

El hijo de Ibáñez, el piloto, y una de las tripulantes, al llegar a los terrenos de Arana a constatar el deceso de sus familiares

Viajaban el piloto y otros ocho pasajeros. Hubo un solo sobreviviente. Los otros ocho tripulantes, incluyendo Ibáñez, fallecerían en el acto con el destructivo impacto del bimotor al golpear una hélice del avión contra la tierra de la rural calle 132, mientras el piloto buscaba evitar lo que íntimamente sabía inevitable.

El avión despegó desde la pista de avenida 7 con dirección sur hacia el poblado de Parque Sicardi. Una maniobra habitual para cualquier máquina de corto alcance que vuela desde el aeropuerto local. Pero fueron apenas unos minutos: el piloto advirtió, enseguida, con el avión apenas despegado del asfalto, la falla inexorable de uno los motores. Recién entraba a sobrevolar las casas bajas de Arana. Pidió emergencia y pista de regreso inmediata a la torre de control del Aeródromo. Fue en vano: al intentar volver y con la aeronave piloteando a baja altura, sabiendo la inminencia de la tragedia, Ibáñez quiso un último recurso: aterrizar sobre la huella de tierra de calle 132 a la altura de 645. La maniobra hizo golpear la hélice del Havilland contra el piso. Y el fuselaje se quebró, literalmente, en dos partes. Hubo cuerpos calcinados, otros explotados por la fuerza del impacto. Acá nomás, en Arana. Y un solo sobreviviente: Walter Córdoba, de 42 años.

La crónica del después

El acontecimiento conmocionó a la ciudad y fue crónica diaria de medios gráficos y radiales en las sucesivas semanas, mientras se ordenaban las primeras medidas de investigación a cargo del reconocido juez federal, con competencia penal y electoral, Manuel Humberto Blanco: “El Negro Blanco”.

Conjeturas y misterios que envolvieron a la trágica trama: ¿Hacia dónde iba el vuelo? ¿Fue autorizado como despegue de prueba? ¿Qué relación tenían, entre sí, algunos de los tripulantes? Preguntas olvidadas que con el tiempo perdieron fuerza de respuesta.

Las pericias judiciales preliminares, en base a testimonios de testigos y personal de mantenimiento que conocía la experiencia del comisario piloto, indicaban una presunta falla del avión antes del despegue. Decían que el De Havilland había sido reparado por el propio Ibáñez en las adyacencias del Aeródromo, donde permanecía estacionado rutinariamente; que, incluso, en el momento del acarreo de la nave por la pista, indicadores del tablero habían comenzado a marcar anomalías en modo precautorio; y hasta que al avión “le había costado despegar”. Otros atestiguaron que esos trabajos mecánicos eran “chequeos de rutina” para aeronaves de ese calibre antes de cualquier despegue, porque “los cilindros invertidos de estas naves obligan a limpiar los escapes de la persistente salida de aceite”.

Tapa del diario El Día con la cobertura del accidente

Un motor fallido y una distribución fallida de carga

No hubo dudas de que el avión se estrelló, minutos después de despegar del aeródromo, con el funcionamiento de uno solo de sus dos motores. Falla que, de ninguna forma, confirma la hipótesis del accidente ya que es habitual que estos bimotores puedan desplazarse y llegar a aterrizar con el funcionamiento pleno de solo uno de estos. Ante esto, coincidían expertos aeronáuticos, es clave que el piloto mantenga el equilibrio de carga y de pasajeros dentro de la aeronave para no cambiar “el centro de gravedad” y que el avión se voltee hacia alguno de los costados y pierda el equilibrio.

En los días subsiguientes, abonando esta hipótesis, el propio diario El Día brindó un informe donde narraba la experiencia de dos de sus periodistas y un fotógrafo. Volvían desde Rosario hacia el aeropuerto de La Plata, en 1978, tras cubrir el título de Quilmes en el Campeonato Metropolitano, en un modelo similar al Dove De Havilland, que había llegado con el funcionamiento de uno solo de sus motores -en “vuelo de emergencia”, con el “motor plantado”, como suele decirse en la jerga aeronáutica- aunque respetando el equilibrio de carga previsto para estos casos para llegar a destino y no morir en el intento…

Un «Dove De Havilland», carreteando una pista

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