El Cine Güemes, ubicado donde hoy se encuentra el “Museo de Bellas Artes”, cerraba definitivamente sus puertas el 3 de marzo de 1951. Terminaba así la historia de una sala de espectáculos popular, barata y nutrida de películas de acción, abundante suspenso, con peligrosas escenas que encendían el entusiasmo de los espectadores. Público sin pretensiones, que pagaba treinta o cuarenta centavos para ver “cintas” (así se le decía en aquella época), en familia, envenenando la atmósfera con el humo de cientos de cigarrillos y bebiendo las sidrales frescas que se adquirían en la entrada. En el intervalo, compraban las masas, la fruta, los sándwiches especiales de queso o de salame para sobrellevar con mayor ánimo las aventuras de Gary Cooper o las vibrantes actitudes de Marlene Dietrich. Estaba en un local donde en un tiempo desenvolvió sus actividades un bazar en un salón cuadrado y corto, sin niveles, en donde la fuerza del bajo precio llenaba las plateas de espectadores, rumorosos, joviales, divertidos y participativos.
En la misma cuadra de 51 entre 5 y 6 se encontraba el Cine América. Para esas dos inolvidables salas de 51 que conformaban su concurrencia con los muchachos del mercado, ferroviarios, hijos de pequeños comerciantes y con todos los raboneros del Colegio Nacional, la Escuela Industrial o cualquier otro establecimiento educativo aledaño y, a veces, iban en verdaderas bandadas, sobre todo cuando se daba alguna cinta de aventuras o una película excitante, que daría tema para larguísimas charlas y discusiones
A veces, también, se registraron anécdotas inolvidables, como aquella vez en que en «La Momia» representada por Lon Chaney, el monstruo que había regresado de las arenas egipcias iba a agredir a «la muchacha», y alguien grita desde el fondo «Guarda, nena, que hace tres mil años que no hace el amor», o algo muy parecido de nivel más irreproducible. Aquella ocasión en que alguien expelió gases del estómago por la boca tan sonoramente que se armó una gritería, pues todos querían saber quién era ese «campeón».
Y no podemos dejar de lado otra anécdota curiosa, referida a las películas de «cowboys», quizás única en los anales de la cinematografía mundial, y que se refería, también, al hecho de que un día de la semana se proyectaban tres películas del género y, como a veces una de las tres no llegaba a tiempo a la sala, en la cabina estaba «Misterio del Rancho Bar-C «, con Buck Janes del año 1935, la suplente que reemplazaba a la ausente. Y, por supuesto los espectadores se la sabían de memoria, y narraba como un pueblo de individuos se unía para enfrentar a los forajidos de siempre, que asaltaban al villorrio entrando a los balazos por la calle principal, aunque, en realidad, era la única que se veía siempre.
Y allí «el muchacho» bajaba de un certero disparo al «malo » que merecía los silbidos y las maldiciones, por llamarlas de algún modo, que vociferaba el público concurrente. Y en ese preciso instante, y con una increíble puntería, alguien de ese público se levantó de su asiento y lo derribó de un naranjazo, lo que motivó un aplauso entusiasta y la carcajada de todos.
Hoy evocamos al Güemes y su cierre lejano, pero el tiempo se llevó estas dos salas tan particulares y únicas de nuestra ciudad. Y guardamos gratitud por esa gente anónima, sin rostro pero con voz, que iba a estos dos míticos cines buscando en sus jornadas duras y difíciles un poco de sueños, ilusiones y diversión.