Tolosa tiene su rectángulo de convicciones graníticas

Entre la historia del Adoquín y la defensa del patrimonio arquitectónico

TOLOSA Y LOS DEFENSORES DEL ADOQUIN

Los adoquines le vienen como pieza de puzzle perfecto a Tolosa, barrio o localidad, según quieran considerarla, que se ha acostumbrado a defender los espacios culturares, los movimientos vivos de la zona, y que acepta y no desespera cuando ve que por quinta vez en el año un tren de carga se descarrilló frente a la casa de Don Antonio, o que el moho del paso del tiempo crece como perfecta estampa de lo vivido junto a los eternos adoquines de la calle 115.

Y no es que en Tolosa no existan, como llama el Negro Alejandro Dolina en su “Crónicas del Angel Gris, los Refutadores de Leyendas, que “son personajes suspicaces y necios, representantes de las instituciones, que se dedican a negar los episodios fantásticos que ocurren en el barrio”.

Por el contrario, lo que sucede es que este rincón del Partido de La Plata tiene un buen número de “Hombres Sensibles” que aborrecen la idea de un “mundo racional y científico” y están dispuestos a pelear por cada causa que crean justa de proclamar.

Y entre tantas muchas, está “la defensa del adoquín”, ese cubo de granito pulido que ya tienen más de 25 siglos de historia, y que el intendente Julio Garro con su séquito de tecnócratas mandó tapar con esa mezcla de brea con arena o gravilla que no es, ni más ni menos, que la capa asfáltica.

“Soy un fragmento de mapa que guarda en forma de recuerdos la geografía del barrio. No me ofende que mi nombre se use para llamar a una persona torpe. ¿O me van a decir que nunca se burlaron diciendo: “¡Qué pedazo de adoquín!”? En cambio, sí me molesta la indiferencia de quienes creen que progreso es sinónimo de desecho”, asegura desde la sabiduría de su antigüedad, el Señor Adoquín.

Y es que como bien lo dijo otro “Negro”, en este caso Roberto Fontonarrosa, el Adoquín pasó a ser con el tiempo marca de barrio y por ello sabe de lo vivido en él. “Las calles suelen ser un desierto cuando la pelota rueda entre los corazones de los que, divididos según los colores que pintan el alma, agotan sus gargantas entre los nervios esperando el grito sagrado. Los adoquines no hablan de fútbol, pero saben mucho de él, del barrio y de la pasión que trasciende al tiempo”.

Y miren si sabrán los cuadraditos graníticos, que al verlos acomodados en las calles, muy pocos se animarán a asegurar que saben que esa técnica cuenta ya con más de 2000 años de antigüedad.

UN CUBITO CON HISTORIA

Antes de que se comenzara a escribir sobre Cristo, se empleaban piedras para formar vías de tránsito. De este modo, era posible fijar las rutas más seguras y directas entre dos puntos que, por ejemplo, tuvieran tratos comerciales recurrentes. No obstante, las piedras empleadas en la construcción de dichas rutas no permitían un desplazamiento rápido, ya que no estaban talladas. De ahí que surgiera la idea de comenzar a trabajarlas y a pulirlas.

Según cuentan los historiadores, los que comenzaron a emplear este método para mejorar la circulación de personas y mercancías fueron los romanos y los cartaginenses. No en vano ambos pueblos son enormemente conocidos como constructores de calzadas. Y para que no tome desprevenido a nadie en el correlato de esta nota, vale destacar que muchos de estos caminos, precisamente gracias a la técnica del adoquinado, perviven todavía hoy.

De ahí en adelante en la historia de los adoquines empezaron a emplearse simplemente a modo de pavimento. A lo largo de los siglos XIX y del XX, con la llegada de la Revolución Industrial, la aparición del automóvil y el auge de las grandes metrópolis, jugaron un gran papel a la hora de facilitar desplazamientos de todo tipo a lo largo de las calles, plazas y avenidas, hasta que llegó “la modernidad”, el vivir apurado, y la idea de que nada de lo viejo sirve, incluso “los ancianos”.

“CONFESIONES DE UN ADOQUIN”

“No esperen que les hable con modestia, me presento como ciudadano del mundo desde hace siglos, tantos que ya ni me acuerdo. Conocí la Roma Imperial y me amparó nada menos que Napoleón. Sin embargo, de todas las calles del mundo, las porteñas me atraparon. Y sí, ya todos cantamos, aunque nunca podamos finalmente develar ese qué se yo que tienen las callecitas de Buenos Aires. Sin embargo, y sabrán disculparme la arrogancia, antes de que desembarcara en este Puerto, transitar por aquí era casi imposible. En verano… pura polvareda; en época de lluvias… lodo infinito. Los virreyes Vértiz y Arredondo fueron mis primeros anfitriones por estos pagos”.

“En 1800 la Reina del Plata ya contaba con sus principales calles empedradas. En 1868, el Congreso propuso la “construcción de las obras de adoquinado, caños de desagüe y aguas corrientes”. También por esa época se dispuso sobre mis materiales y dimensiones. “Serán de piedra sólida y compacta, midiendo cada uno de ocho a nueve pulgadas de largo, sobre tres a cinco pulgadas de ancho y cinco de profundidad”. Igual, nunca dejé de tener esta pinta irresistible, pero ¿hacía falta que a mi forma se le llame “paralelepípedo”? ¡Habrase visto! Por ese entonces, viajaba desde Inglaterra ¡Había que hacer ese trayecto, se las regalo hoy en día, que todo es a las corridas! Sin embargo, al poco tiempo se dieron cuenta que podían fabricarme acá nomás, en la Isla Martín García. Al principio extrañaba un poco la neblina aristocrática y misteriosa. Pero ¡no hay con qué darle al olorcito a río!”

“Desde 1883, con la llegada del ferrocarril a Tandil, comenzaron a fabricarme allí. En diez horas de viaje, estaba en Buenos Aires. Pero también vinieron otros cambios: además del granito también empezaron a producirme con madera. ¡Y eso que en el tango soy puro firulete! Mi corazón empezó a latir a ritmo de caldén o quebracho. ¡Claro que acá hay buena madera! Según algunos historiadores (aunque mejor tomarlo con pinzas porque suelen ser muy charletas) a principios de 1900, Buenos Aires contaba con 424 cuadras de adoquín de madera y 1402 cuadras de adoquín de granito sobre base de arena. ¡No caben dudas que siempre fui un tipo versátil!”

“Es cierto que el mundo cambió, que ya no estoy para cubrir el ajetreo de tanta velocidad. Pero los barrios pierden misterio si no los recorro. Y les puedo asegurar que si Malena bailaba el tango como ninguna, ¡yo guiaba sus pasos! ¿Y quién mejor que yo habrá sostenido los pies del Morocho para que cada día cantara mejor?” (extraído de https://pulperiaquilapan.com/confesiones-de-un-adoquin/)

TOLOSA Y LOS DEFENSORES DEL ADOQUIN

Cuando en 2018 el intendente Julio Garro decidió exterminar la Ordenanza 9008 del año 1998 que protegió el adoquinado por considerarlo integrante del Patrimonio Arquitectónico y Cultural de la ciudad debido a su relevancia histórica y con el objetivo de evitar afectar o destruir el valor cultural que representa, algunos vecinos de Tolosa, encabezados por Pablo Pérez, un dirigente radical de Tolosa conocido por todos los vecinos como “Colo”, o como su sobrenombre al revés “Loco”, aunque muchos dicen que “lo es”, y otros que “se hace”.

Pero más allá de uno de los personajes tolosanos que encabezó la movida, lo cierto es que hubo “hombres sensibles” de Tolosa que salieron a bancar al cuadradito y levantaron polvareda, valga el anacronismo.

“Los tolosanos ya hemos perdido mucho de nuestra identidad como barrio para que ahora quieran quitar el empedrado de calles históricas, empedrado casi centenario que forma parte del paisaje urbano característico de la localidad, aseguraba por entonces Pablo Pérez a la prensa platense. “Muchas veces hemos reclamado por su estado y el cumplimiento de la ordenanza 9.008 que habla de su conservación” aseguró.

Y lo que lo Garro logró pisoteando dicha ordenanza y tapando los adoquines en las avenidas platenses, no lo logró en las históricas calles de Tolosa, que no son solo recorridas por sus vecinos en sus automóviles, sino también a pie y al ritmo de los parches calientes que le dan acogida a las llamadas candomberas.

Los vecinos se movilizaron y juntaron firmas para que el empedrado histórico del rectángulo conformado por las calles 115 bis a 1 y de 528 bis a 532, mantenga su histórica postal, Y la fuerza del asfalto no los venció. El intendente y su equipo de tecnócratas se quedaron con las ganas de  tapar la historia como un claro refutador de leyendas.

Y hablando de estos últimos, un vecino, al ver a este periodista sacar fotos y filmar el adoquinado, se acercó respetuosamente y dejó su parecer: “Tengo más de 60 años y soy nacido y domiciliado en Tolosa, sobre esta calle adoquinada (la 529). Estoy completamente en desacuerdo con esa decisión de mantener los adoquines. Sólo sirven para los mecánicos porque rompen el tren delantero y la amortiguación de los autos. Es bueno conservar el patrimonio arquitectónico como el puente y la estación; los antiguos talleres; el monumento a la madre, pero casi nadie se preocupa por su mantenimiento ni puesta en valor. Mantener los adoquines no implica quedarse en una historia que no sirve, sino cerrarle la puerta al progreso y la tecnología. Estoy muy de acuerdo en casi todo lo que propone siempre el «Colo» Perez y lo he apoyado; pero no lo apoyé en ese reclamo porque refleja la opinión de un sector minoritario del barrio y, además, él no padece el adoquinado ya que él ingresa y egresa de su domicilio por todas calles asfaltadas, tal como lo hacen muchos de los que opinan a favor”.

Un “hombre sensible” de Tolosa, al escucharlo, pidió la palabra y dio su parecer: “No sé qué apuro tiene el vecino en entrar a su domicilio a toda velocidad. El adoquinado, si se transita en la velocidad adecuada para circular como se debe por el barrio, no le va a romper el tren delantero a ningún auto, ni va a hacer perder el equilibrio de ningún ciclista. El paisaje de ver las figuras que se arman en la calle, el ruido particular al transitarlo, y la cadencia que le da a estas callecitas, no tiene precio. Mientras en el mundo las grandes ciudades apuestan a mantener todo aquello que forma parte de su patrimonio arquitectónico, aquí tratamos de destruirlo, no se puede creer. Y lo hacen en nombre del progreso. Es una sinrazón”.

Mientras tanto, de entre los adoquines brota vida. 

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