Era mayo de 1997. El siguiente mes cumpliría dos años en el diario El Día de La Plata incluyendo los tres meses de pasantía. Trabajaba como cronista en la sección de noticias platenses, a la que se llamaba, sencillamente, “locales”. Pero desde hacía unos meses, Marisa Álvarez, la prosecretaria de redacción, me venía pidiendo otro tipo de trabajos. Hasta que una mañana, ni bien llegué a la redacción, me llamó y me dijo: “Carlos, tenés que ir a Jujuy”. Me informó que ya tenía pasaje para la tarde/tardecita, me dijo que fuese a tesorería a pedir equis dinero para gastos y me preguntó si tenía credencial de periodista. Le respondí que no y me aconsejó hacerme una (ese “detalle” me salvó el viaje, como se verá).
En ese mes de ese año, ir a Jujuy no implicaba hacer una nota de turismo contando, entre otras maravillas de la provincia norteña, las bellezas de Humahuaca. Se había desatado un estallido social de enormes proporciones, algo que no era inédito en la historia argentina pero sí para quienes en 1983, año del retorno a la democracia, contábamos con 18 años recién cumplidos.
El estallido en Jujuy siguió a los de Neuquén (junio de 1996 y abril de 1997) y al de Salta (7 al 14 de mayo de 1997). Si bien hubo uno muy importante y violento en Santiago del Estero en 1993, el que estaba fresco en la memoria colectiva era el de Cutral Có, en tierras neuquinas, pues allí comenzaron a quedar en evidencia las gravísimas consecuencias de la privatización (o remate) de YPF y se adoptó el corte de ruta (piquete) como una forma de protesta que persiste hasta hoy: los actuales denostados y estigmatizados ‘piqueteros’ fueron en su origen pueblos enteros del interior del país que salieron a cortar rutas troncales porque no había nada de nada de trabajo y sus familias pasaban hambre, literalmente.
El Jujeñazo de mayo de 1997 me permitió comprobar, en persona y en toda su dimensión, el gigantesco daño que el menemismo – neoliberal le estaba ocasionando al país
Vale recordar que en 1996, 1997, no habían pasado dos siglos desde la reelección de Carlos Menem como presidente de la Nación, sino apenas dos años, y que el líder del Partido Justicialista, devenido en liberal a ultranza tras la primera y mayor estafa electoral que conoció la sociedad argentina desde el retorno a la democracia, ya había hecho (casi) todo el daño posible en su primera presidencia: privatización a precios de remate de las principales empresas públicas, indulto a los responsables del terrorismo de estado ‘76-’83 y a cabecillas de organizaciones guerrilleras, “creación” del desocupado como sujeto social -algo inexistente hasta entonces-, reforma educativa que terminó de pulverizar la escuela pública de excelencia que tuvo Argentina hasta la dictadura, pulverización de la salud pública, aumento del desempleo (17% cuando se celebraron las elecciones presidenciales de mayo de 1995), incremento de la pobreza y la indigencia, alto endeudamiento externo, consolidación de la economía financiera en lugar de la economía productiva (lo cual también empezó con el golpe de 1976), un proceso brutal de desculturalización de la sociedad, corrupción a diestra y siniestra, y un largo etcétera.
¿Por qué, entonces, ganó con el 49,98% de los votos? Porque la mitad de la sociedad prefirió no reparar en todo lo anterior a cambio de que se mantuviese la mentira de 1 peso = 1 dólar por una ley argentina. Ese ancla que frenó una hiperinflación imposible en 1991 (3.079,5% en 1989 y 2.314% en 1990, según datos del Indec) tendría que haber sido levantada progresivamente, pero como daba réditos electorales y a los poderosos les permitía hacer pingües negocios, se mantuvo contranatura. Es más, el radical Fernando de la Rúa ganó los comicios de 1999 prometiendo que con él seguiría el 1 a 1, minutos después de que el peronista Eduardo Duhalde blanqueara en la campaña que iba a salir de ese esquema.
La otra Jujuy
Entre 1973 y 1975, cuando yo contaba con 8, 9, 10 años, realizamos dos largos y maravillosos viajes al norte con mi familia. Mi viejo era fanático de los viajes, que en aquel entonces se asemejaban mucho al “turismo aventura”: le tomaba meses preparar el Chevrolet 400 para travesías que, en su inmensa mayoría, se hacían en carreteras de ripio sin señalización ni nada de nada: dos ruedas de auxilio, un protector para el vidrio delantero hecho por un buen herrero para evitar que una piedra que mordiera con una rueda un auto o camión que venía en sentido contrario lo destroce, y mil cosas más que por el tiempo transcurrido y mi corta edad en esos años ni recuerdo.
Lo que sí recuerdo es que el norte argentino era un paraíso. Tucumán, La Rioja, Catamarca, Salta, Jujuy… Pero a mí, como a mi vieja, no sé porqué me quedó grabado a fuego Jujuy. Será por la Quebrada de Humahuaca. Es muy posible. O el cerro de siete colores, inolvidable pasen los años que pasen.
Era la Argentina del pleno empleo (2,7% en 1974), la de los mejores índices de industrialización de la historia (dicho en 2015 por el entonces presidente de la UIA, Héctor Méndez), la Argentina culta con una escuela pública de excelencia, con 8% de pobreza y casi 10% de informalidad laboral. Y Jujuy aunaba todo eso con paisajes cautivantes, colores enceguecedores, comida y música tan propias y tan distintas a las del actual AMBA. Jujuy tenía los Altos Hornos Zapla, emblema de la nación industrial que, en los ‘90, fueron vendidos a precio de remate.
“No sé si podrá pasar…”
“…La pueblada de Libertador conocida como el Ledesmazo, que abrió curso hacia el Jujeñazo, comenzó el 19 de mayo de 1997 (cinco días después de terminada la pueblada de Tartagal y Mosconi en Salta) y duró 12 días. Luego de una brutal represión a un pequeño corte en la ciudad de Ledesma (Departamento de Libertador General San Martín) se fueron convocando miles de personas indignadas en la ruta Nº 34. Fueron ferozmente reprimidas durante tres días, situación que conmovió profundamente a la provincia de Jujuy y al país, que seguía los acontecimientos por cadena nacional. Se derrotó a la gendarmería en esa pequeña fracción del país, con decenas de miles de pobladores que se sumaron a la rebelión. Y como una onda expansiva salieron a cortar calles, puentes y rutas los pobladores de las ocho principales ciudades de Jujuy. Se cortaron las tres rutas cardinales de la provincia (34, 66 y 9) y se contabilizaron 17 piquetes. La Provincia quedó al borde de la parálisis. Los gobiernos provinciales y nacionales tuvieron que responder, no sólo a los reclamos de Ledesma, sino al conjunto de petitorios de los diversos sectores que intervinieron en toda la provincia” (Las puebladas de la década de 1990. Conflicto, actores y agencia – Alejandro Manuel Quiñonez, Universidad Nacional de Quilmes).
La pueblada
El avión salió de aeroparque a la tardecita y llegó al aeropuerto jujeño a la noche. Recuerdo que no se veía casi nada. Apenas una luz mortecina a lo lejos, en el pequeño edificio principal, empezaba a avisar que habíamos llegado a un lugar donde las cosas pintaban oscuras. Me acerqué a un grupo de 3 ó 4 hombres que estaban apoyados en una suerte de mostrador; único signo de vida en todo el aeropuerto. Eran taxistas o remiseros. Les dije que era periodista de La Plata y que tenía que ir al centro de San Salvador.
-Imposible -lanzó uno-. Está la ruta cortada y no dejan pasar a nadie -agregó.
-La única posibilidad es tomar el camino viejo, de ripio, pero es largo y el viaje te va a costar carísimo -sugirió otro, que enseguida me preguntó: ¿Dijiste que sos periodista?
-Sí
-¿Tenés credencial?
-Sí
-Entonces voy a probar, a los periodistas los dejan pasar -le comentó a los compañeros.
En el viaje, en un camino sin una luz, me fue contando que la provincia estaba explotada, aunque con otras palabras. Y me fue advirtiendo lo que teníamos que hacer: él iba a estacionar a un costado ni bien viera las primeras piedras, ya que había montones de piedras bastante antes del lugar donde estaba la gente; que alguien se acercaría y que yo debía tener la credencial a mano. “Y a ver qué pasa…”, dejó caer.
Fue tal cual, paramos casi a un kilómetro de la concentración de gente, que era muchísima, familias y familias enteras, y se acercaron dos muchachos muy respetuosos: la credencial fue clave, nos dejaron pasar y cerca de la una de la madrugada entré a la redacción del diario El Tribuno, en pleno centro de San Salvador, ya que mi amigo y colega Omar Giménez me había pasado un par de contactos que logró allí cuando fue a cubrir un caso policial que involucró a un ingeniero platense.
Los colegas jujeños me atendieron espléndidamente, y me fui a un hotel que me recomendaron como “bueno y en precio” con un montón de teléfonos para empezar a trabajar. Ya iban cinco días desde el estallido inicial en la ciudad de Libertador General San Martín, la provincia estaba prácticamente paralizada por -de acuerdo a lo que se decía en todos lados- más de 30 cortes de rutas. Faltaba una semana para que terminara el conflicto, aunque, demás está decirlo, nadie lo sabía en ese momento. Es más, nadie sabía nada, porque aquello era inédito: el Jujeñazo del ‘71, como coletazo del Cordobazo del ‘69, fue en otro contexto socioeconómico y político (dictadura de Lanusse). Este surgió a raíz del “no va más” de todo un pueblo hambreado por el neoliberalismo que arrancó en el ‘76, mucho no varió en los ‘80 y se profundizó hasta el infinito en los ‘90.
Un domingo fatal
El día siguiente era domingo. En el hotel estaba parando la delegación de Racing, que tenía que jugar frente al Gimnasia jujeño. El partido estuvo a nada de suspenderse, pero finalmente se disputó. Aproveché el día para “deprimirme” de un modo que jamás hubiese esperado, al comprobar que aquel Jujuy reluciente, maravilloso y pujante de la Argentina industrial del 73/74 estaba literalmente arrasado. Hablé por teléfono -desde un locutorio, no había entonces celulares ni internet ni nada parecido- con mi vieja, que, como dije arriba, había quedado enamorada como yo de la provincia norteña.
-¡Ay, qué lindo! ¿Estás allá? Contame algo -me dijo, embelesada por los recuerdos.
-No mamá, olvidate. Lamentablemente, esto es todo lo contrario a lo que conocimos. Con decirte que los pastos en la plaza que está frente a la Casa de Gobierno miden medio metro, y las calles que la circundan están todas rotas. Parece un lugar… No parece, es un lugar abandonado. Quedate con aquellos recuerdos -fueron, más o menos, mis palabras cargadas de angustia.
En los días siguientes hablé con manifestantes de diferentes ciudades -quienes estaban a años luz de esa imagen de “casi terroristas” que nos vendían por la TV en el AMBA-, con un historiador jujeño, con el Perro Santillán -gremialista combativo al que rechazaron hasta en Libertador, porque no querían saber nada con nadie: aquello era el pueblo contra el resto del mundo, sin exagerar-, con el vicegobernador Eduardo Fellner, con el líder del radicalismo local Gerardo Morales (¿les suena?), con el arzobispo jujeño, el hacedor de la paz.
Fellner, que había quedado a cargo de la gobernación porque el mandatario provincial Carlos Ferraro sufrió un ataque de pánico cuando un grupo de manifestantes entró a su despacho, me dijo algo muy esclarecedor: “Esto fue una pueblada, una auténtica pueblada. Vos con los gremios negociás, pero acá no había negociación posible. En Libertador hay 5 mil desocupados, y cuando les preguntamos qué querían, nos respondieron ‘5.000 puestos de trabajo’. Entonces hablamos con Nación y nos ofrecieron 2.500 subsidios… ‘No, 5 mil puestos de trabajo’… Al otro día les llevamos la promesa de 3.500 subsidios… ‘No, 5 mil puestos de trabajo’… Intransigencia absoluta. Si no fuese por la intermediación de la Iglesia católica, a la que la gente le tiene un gran respeto por su labor social, esto no se resuelve más”.
Acá, en el hoy llamado AMBA, las cosas se confunden. Había desocupación y pobreza, como hoy, pero al convivir sectores de clase media y al haber más posibilidades de “rebusque”, se disimulaba un poco el deterioro. Por eso, el Jujeñazo de mayo de 1997 me permitió comprobar, en persona y en toda su dimensión, el gigantesco daño que el neoliberalismo le estaba ocasionando al país.
Ahora me pregunto, ¿cómo es posible que estemos recorriendo el mismo camino, aunque a mayor velocidad, a sabiendas de que al final del túnel hay un tremendo precipicio? ¿Somos una sociedad sin memoria o tenemos una clase dirigente dueña de una incapacidad supina? ¿O ambas cosas a la vez?