Silvia era flaquita. Pelo negro, lacio, bastante largo. No hablaba mucho. Presumo que era tímida. Eso sí, en el grupo juvenil trabajaba muchísimo. Vivía en una muy humilde casa ubicada en el Pasaje Wilde, a sólo media cuadra de la Capilla Puerta del Cielo.
El grupo juvenil de la capilla que quedaba -en rigor, queda- “al fondo” de la histórica Calle Nueva York de Berisso se formó en 1979. Un par de años antes, sin saber porqué a mis inocentes 12 años, seguí a mis viejos en su “cambio de iglesia”. Íbamos a la iglesia principal de Berisso, la parroquia María Auxiliadora, hasta que un día, tras una charla muy amena que tuvieron con el cura, Rubén Capitanio, nos “mudamos” a la capilla del barrio Nueva York.
Allí, uniendo dos piezas de un viejo conventillo de madera y zinc, habían hecho una capilla muy humilde. Hermosamente humilde. Y el padre Luis, que estaba al frente de la misma, vivía en el resto del conventillo. En forma muy humilde.
El tiempo me enseñó que el padre Luis era un sacerdote jesuita tercermundista. Y hoy leo en La Mañana de Neuquén una nota del 29 de febrero de 2024 titulada “Quién es el reconocido sacerdote que se sumó al gabinete de Rolando Figueroa”, es decir, el gobernador de Neuquén. En el párrafo 13, dice: “En 1975 Capitanio se ordenó sacerdote en La Plata. El 4 de agosto de 1976, cuando Capitanio era párroco en Berisso, recibió una llamada telefónica de Antonio José Plaza, por entonces arzobispo de La Plata y cercano a la dictadura militar, advirtiéndole que no durmiera en La Plata esa noche. Su padre ya había sido secuestrado y torturado durante unos días y su hermano había sido golpeado. Capitanio fue obligado a trasladarse al sur del país. El 7 de agosto de 1976, como le dijo el obispo Jaime De Nevares, Neuquén lo estaba ‘esperando con los brazos abiertos’”.
De ahí aquella pregunta de mi viejo al entonces joven cura Rubén: “Nunca tuvimos un sacerdote como usted acá. Si se marcha, ¿a dónde iremos?”. Y la recomendación fue la Capilla Puerta del Cielo. Claro, allí había otro cura “del palo”.
A mis 14, 15, 16 años, lo percibía pero no lo entendía. ¿Qué cosa? El miedo. Hoy, pese a la distancia, lo puedo sentir. En el barrio de los frigoríficos, un barrio donde había prevalecido el peronismo combativo, los “años de plomo” fueron durísimos.
Desde la capilla, donde se formó un grupo juvenil muy heterogéneo y un grupo de mayores donde estaban mis viejos, se comenzó a hacer un trabajo religioso y social que el barrio desconocía. Pero, rápidamente, lo fueron aceptando y se fueron sumando. No éramos pocos los “extranjeros”, los que llegábamos del centro de Berisso, los que proveníamos de familias clasemedieras. Pero allí nos juntamos, como en la escuela pública de entonces, todos y todas sin distinción, trabamos relaciones de amistad duraderas y laburamos mucho.
Aquello duró hasta mis 18, 19 años. Para entonces ya corría la transición democrática. El 30 de octubre de 1983 ganó Alfonsín y empezó otra historia, no exenta de peligros, pero nada comparado con aquellos años ‘79, ‘80, ‘81…
Con Silvia nunca entablamos una amistad. Sí éramos buenos compañeros en el grupo juvenil. El tiempo también me enseñó que el Pasaje Wilde era un sitio cargado de historia. Si bien desde la capilla se podía entrar por la callecita de tierra paralela a la calle Nueva York, desde ésta se observaba, imponente, la entrada de material que rezaba Mansión de los Obreros – 1920.
En la nota “Calle Nueva York, o la Argentina que pudo ser”, describimos que en la época de oro de los frigoríficos -años ‘30, ‘40, ‘50- “en los hospedajes que albergaba la mansión llegaron a funcionar las denominadas ‘camas calientes’. Como los frigoríficos funcionaban las 24 horas, sobre todo los obreros recién llegados alquilaban una cama, dormían, y cuando se levantaban para ir a trabajar la ocupaba otro”.
A los 18, 19 años, con el grupo juvenil prácticamente disuelto, me enteré que Silvia había empezado a estudiar el profesorado de Historia en la UNLP. Unos años después, alguien me comentó que se había graduado.
No era necesario ser muy suspicaz para comprender que a Silvia le había cambiado la vida.
Para entonces, cuando escuchábamos que Fulanito o Menganita habían entrado a la Universidad nos alegrábamos. Y mucho. No nos planteábamos esto de la “igualdad de oportunidades”, menos aún de “la puerta de entrada a la movilidad social ascendente”. Nos alegrábamos sin más. Automáticamente, si vale la expresión. Todo lo demás estaba implícito.
No todo lo que brilla es oro
El paso -veloz en cierto modo- de la niñez/adolescencia a la juventud también me enseñó que yo no había nacido en una familia de clase media porque sí. Mi viejo, Raúl Rosario, era hijo único y vivía con su madre, o sea, mi abuela, en la casa de sus abuelos maternos. Y es que cuando apenas tenía dos años perdió al padre.
Así las cosas, al terminar la escuela primaria, su madre le dijo: “Si querés seguir estudiando tenés que trabajar, yo no puedo pagarte los estudios”. Cuestión que de los 13 a los 14 años trabajó en el almacén de sus abuelos; a los 14 entró como aprendiz a la Unión Telefónica, y a los 18 al frigorífico Swift como administrativo. Así cursó el secundario en el Colegio Nacional y la carrera de Medicina en la UNLP. Ergo, a mi viejo también la Universidad Pública le cambió la vida.
Como a Lilian, esa maravillosa mujer que vivía en el barrio Nueva York y que, a través del grupo de mayores de la capilla, se hizo íntima amiga de mi vieja y, con el tiempo, de toda la familia. Ella se graduó de Psicóloga.
Escribiendo estas líneas se me vienen tantos y tantos casos a la cabeza que podría hacer una lista infinita. Compañeros y compañeras de primaria, amigos y amigas del barrio, de la vida.
¿Para qué tantas universidades en el conurbano si todos sabemos que los pobres no van a la universidad? Algo así dijo “la Vidal”, ¿no? Cabeza de una de las peores gobernaciones de la historia bonaerense. Hace nada, el violento y soberbio José Luis Espert retomó ese falso argumento de los que quieren una universidad para pocos porque, en el fondo, desean con el alma un país para pocos, o sea, el que están construyendo.
Pero una historia, dos o tres, alcanzan. Sobran.
A Silvia le cambió la vida. La Universidad Pública le cambió la vida. Y a mi viejo. Y a Lilian.
¿Cuántas Silvias, Silvios, Juanas, Pedros, Pablos y Hermenegildas hubo y hay de La Quiaca a Ushuaia y de la cordillera al mar? Millones y millones.
Eso es lo que les jode.