El 16 de enero de 1959, minutos después de las ocho de la noche, los dueños de Austral Líneas Aéreas habrán destapado una botella de champán. Acababa de despegar, desde el aeroparque porteño, el primer avión que uniría Buenos Aires y Bahía Blanca, con escala en Mar del Plata. Todo un hito.
En el avión Curtiss C-46 viajaban 46 pasajeros y 5 tripulantes. La primera compañía aérea privada del país había nacido en 1957 con el objetivo de unir Buenos Aires con la Patagonia, de ahí su nombre y el logo: un pingüino. ¿Sus dueños? Las familias Braun y Menéndez -creadores de La Anónima– y Reynal. ¿Su historia? Turbia, si las hay. Pero ese es otro tema.
Uno de los 46 pasajeros se llamaba Roberto Servente, de 39 años. Era viernes y había decidido sacar un pasaje en aquel vuelo inaugural para llegar más rápido a la ciudad balnearia, donde veraneaba junto con su familia: su esposa Zaira y sus hijos Ricardo, Liliana y Eduardo.
Roberto era heredero de una constructora nacida en 1890. Seguía trabajando de lunes a viernes e iba a La Feliz los fines de semana, donde Zaira y los chicos estaban de vacaciones; paraban en una casa familiar cerca de Playa Varese.
Le tocó uno de los últimos asientos, cerca de la cola. A medida que el avión -que era producto de una adaptación de una aeronave que había servido en la Segunda Guerra- se acercaba a destino, comenzó a moverse. Cada vez más. Demasiado.
En el aeropuerto de Camet, la esposa de Roberto y su hijo mayor lo estaban esperando junto a familiares de los otros pasajeros. Zaira estaba sentada junto a la madre de una de las azafatas del vuelo. Entablaron una buena relación. De paso, la charla las distraía: la tormenta era tremenda y los nervios estaban a flor de piel.
Ni hablar dentro del avión. Algunos dicen que, por ser ingeniero, Roberto estuvo entre los más racionales y, dentro de lo posible, tranquilos. Aunque está claro que la reacción ante un avión que parece haber perdido el control no se estudia en ninguna universidad.
Cerca de las diez de la noche, la aeronave intentó aterrizar. No pudo. Y retomó altura nuevamente. En segundos, los familiares de los pasajeros la perdieron de vista. La “tranquilidad” volvió cuando personal de la empresa se acercó y les dijo que, debido a las muy adversas condiciones climáticas, el piloto recibió la orden de regresar a Buenos Aires. (Lo cierto es que desde las diez menos cuarto se había perdido contacto con la tripulación).
Zaira, Ricardo y la madre de la azafata se despidieron y prometieron llamarse ante cualquier novedad.
los milagros de mar del plata roberto servente
En ese mismo momento, el primer avión de Austral que uniría Buenos Aires con Mar del Plata intentaba dar la vuelta y retomar la ruta a Buenos Aires. Sin suerte. Se estrelló contra el mar embravecido. Perdió el ala derecha. El techo se partió en dos. El diario del lunes diría que el impacto fue tan violento que la inmensa mayoría se desnucó en el instante del choque contra el mar. Cinco quedaron con vida. Uno de ellos fue Roberto Servente, quien al cumplir 68 años, durante una entrevista con el diario La Nación, detalló que se hizo un “bollito”, poniendo su cabeza entre las piernas.
El accidente ocurrió a las diez y media de la noche. Nadie sabía nada en Mar del Plata. Hasta que en la casa de veraneo de los Servente sonó el teléfono. Atendió Zaira. Del otro lado de la línea, la mamá de la azafata le comunicó entre sollozos que el avión había caído al mar y que, según le habían dicho, no había sobrevivientes.
Roberto Servente logró zafar del avión destrozado que se iba a pique. No lo sabía, claro, pero en medio del temporal, estaba a unos 1.200 metros de la costa. Costa que Roberto no tenía idea si estaba a la derecha, a la izquierda, o en ningún lado. Mil pensamientos invadieron su cabeza mientras trataba de mantenerse a flote, aunque le resultaba sumamente difícil. Le dolía hasta el alma y el mar era un auténtico enemigo en esas condiciones. Hasta que se dejó llevar por el sentido común: las olas suelen ir hacia la playa; pues bien, las olas, en el mejor de los casos, me depositarán en la playa. Tampoco podía hacer mucho más.
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Zaira no se quedó quieta ni mucho menos. Junto a otros familiares comenzó a recorrer hospitales, comisarías, cualquier lugar donde pudieran darle información.
Mientras, Roberto trataba de no ceder al cansancio supino que lo abrazaba y que podía significar su final. De hecho, aunque él no lo sabía, los otros cuatro sobrevivientes ya habían muerto, ahogados. Se mantuvo a flote. En un momento vio una luz. ¿De la costa? ¿O de un barco? Vaya a saber. Él no se apartó de su único plan: que decidan las olas.
Al tiempo que Zaira recorría Mar del Plata y Roberto libraba una batalla desigual contra el mar y el clima, el cura y capellán de la policía pensó que si el avión se estrelló frente a las playas de Camet, cualquier sobreviviente sería llevado por el oleaje hasta allí. Se subió a un jeep con un ayudante y con su perro, que, como en las películas, fue clave en esta historia…de película.
Contó el colega Jorge Fernández Díaz: “Servente nadaba sin monstruos en medio de las tinieblas. Y cuatro horas después de que el Curtiss se clavara en el mar, divisó en la oscuridad una línea blanca: la rompiente. Ese ruido y esa visión lo despabilaron. Siguió el movimiento de la marea, con paciencia infinita, y de repente tocó algo sólido: una roca. Se aferró a ella como pudo, y subió y se sentó unos minutos a descansar. Estaba en camisa y corbata, y calzaba todavía sus zapatos de cuero. Pero el viento tormentoso de aquella noche de enero de 1959 era tan frío que lo ametrallaba… Tenía la ropa mojada y sentía alfilerazos por todo el cuerpo. Bajó de nuevo al agua, que estaba más templada, y siguió nadando y arrastrándose y gateando en la arena. Y al final percibió que se hallaba en una solitaria playa del norte, cerrada por la pared de un acantilado. Por suerte, el mar había cavado cuevas en los pies de esa pared, así que el náufrago se metió en una de ellas buscando algún tipo de reparo”.
El cura seguía el camino que dibujaba la playa. Frenaba, alumbraba con su linterna, prestaba atención a la reacción del perro, y seguía. Hasta que su mejor amigo empezó a ladrar de otra forma, y estaba desesperado por bajar por el acantilado. Fue entonces cuando la linterna del sacerdote iluminó dos piernas que, vaya a saber porqué, Roberto Servente no encogió pese a que se metió en una de las cuevas.
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¿Por qué podía nadar sólo de un lado? ¿Por qué cuando salió del agua templada y lo sacudió el viento frío sintió que le clavaban mil espadas? “Aunque no lo sabía, tenía rotos la tibia, el peroné, varias costillas y una clavícula, y tenía un enorme tajo sangrante en la cabeza. Pero Servente no registraba esos desperfectos del cuerpo; ni siquiera sentía dolor. Sólo saboreaba el oxígeno y la ‘droga’ de la felicidad del sobreviviente”, narró Fernández Díaz.
Su hijo menor, Eduardo, de apenas cuatro años en aquel 1959, con el tiempo relató que le preguntaron:
-¿Fue un milagro?
–No. Porque un milagro no alcanza. Fue una sucesión de milagros -respondió.
(Roberto Servente fue el único sobreviviente de la tremenda tragedia. Su hijo contó que nunca pudo hablar con ningún familiar de otros pasajeros: “sentía culpa por no haber muerto esa noche”).
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