cuidar en la emergencia
* Por una mamá y un papá en la trinchera
En la Argentina de hoy, hablar de “discapacidad en emergencia” ya no alcanza. Las cifras oficiales, las movilizaciones frente al Congreso, los recortes, las demoras en los pagos y los ajustes sin anestesia han llenado titulares. Pero hay una parte de esta crisis que no se ve en los informes: el desgaste emocional, físico y económico de las familias. Lo sabemos porque lo vivimos.
Somos una mamá y un papá con dos hijas con discapacidad. Empezamos los trámites para sus terapias los primeros días de febrero. Hoy es junio, y recién ahora algunas obras sociales nos están dando el “ok” para comenzar, aunque algunas autorizaciones tienen apenas tres meses de vigencia. Otros terapeutas ya no pudieron sostener los espacios: hicieron un corte después de semanas sin pagos ni respuestas, y no nos pudieron esperar. Perdimos horarios. Perdimos meses.
Sabíamos que iba a ser difícil. Tenemos experiencia, recursos, y lo más importante: estamos juntos. Pero hay días en los que no alcanza. Porque la paciencia se agota, porque la cabeza estalla, y porque este sistema te exige estar lúcido, prolijo y rápido… justo cuando más te está rompiendo.
El laberinto sin salida
La burocracia es una trampa: te exige que todos los papeles estén listos en tiempo y forma, que consigas firmas, sellos, presupuestos, certificados, turnos. Y todo eso lo tenés que hacer corriendo detrás de más de un profesional, a veces en diferentes puntos de la ciudad, con horarios que no coinciden, con mails que no responden. Y si un solo papel llega mal o tarde, perdés la cobertura y asumís la deuda.
Y eso es lo que pasa: que los terapeutas, para no dejarte sin atención, arrancan igual. Pero si la obra social no aprueba o rechaza después de meses, esos honorarios caen sobre vos. Porque alguien tiene que pagar. Y terminamos siendo las familias, con lo que tenemos, con lo que podemos, con lo que ya no alcanza.
Pero además de esto, está todo lo que no se dice. Porque cuidar a una niña o un niño con discapacidad no se limita a las terapias y los papeles. Vivimos en reuniones constantes con jardines y escuelas, gestionando el espacio donde nuestros hijos tienen que poder estar, crecer, aprender y jugar. No basta con una vacante: hay que garantizar un proyecto de inclusión que funcione, y eso implica hablar, explicar, defender derechos, armar estrategias, coordinar con el equipo que acompaña. Hay instituciones que orientan, hay otras que exigen -más horas, más acompañantes, más informes-, como si no supieran todo lo que eso implica para nosotros.
[Más de una vez, incluso con la mejor intención, nos han preguntado -profesionales, directivos de jardín, equipos de inclusión- si nuestras hijas hacen alguna actividad “extra”. Se refieren a fútbol, danza, patín, pintura… actividades que hacen tantos chicos, y que claramente son valiosas. Pero cuando eso se plantea como algo que deberíamos estar haciendo, como una necesidad más que no estamos cumpliendo, sentimos que otra presión se suma a una mochila que ya está al límite. Porque sí, también quisiéramos que ellas puedan bailar, jugar, explorar. Pero hoy, en este contexto, simplemente no llegamos. Y no llegar también duele].
No todo es un papel
Y después está lo humano. Porque los terapeutas, los acompañantes, los profesionales no son casilleros para llenar en una planilla. Son personas que construyen o no vínculo con nuestros hijos. Que logran o no leerlos, entenderlos, acompañarlos. A veces uno elige con toda la esperanza del mundo, pero no hay conexión, no hay filin, no hay confianza. Y entonces hay que empezar de nuevo: buscar, entrevistar, probar, esperar. Y mientras tanto, las terapias no suceden. O suceden mal. Y nuestros hijos lo sienten.
El sistema parece hecho para quienes pueden separar todo en partes: trámites por un lado, atención por otro, emociones aparte. Pero las familias no vivimos así. No tenemos esa división. Lo vivimos todo junto. Dormimos mal, hacemos malabares con el trabajo, gestionamos agendas imposibles, y muchas veces -muchas- nos sentimos solos.
Una salud mental que nadie considera
Y en medio de todo eso, ¿quién piensa en la salud mental de quienes cuidamos? Porque no somos solo “acompañantes de nuestros hijos”. También somos personas. Personas que se cansan, que se angustian, que se frustran, que necesitan ayuda. Pero no hay dispositivos públicos que nos escuchen, que nos contengan, que nos sostengan.
Nosotros, que alguna vez pensamos que con herramientas emocionales podíamos bancar este camino, hoy lloramos. Gritamos. Nos sentimos decepcionados y solos. Porque incluso cuando ya sabés cómo es el circuito, el sistema siempre encuentra una forma nueva de quebrarte.
Y se vuelve todavía más difícil cuando hasta algunos profesionales, que deberían ser parte de la solución, también caen en la lógica del negocio. Cuando cobran por fuera, cuando hacen dos sesiones y te facturan una más, cuando prometen continuidad pero después desaparecen. No todos, claro. Hay muchos que acompañan con el corazón. Pero cuando confiás y te fallan, la herida es más profunda.
No somos la excepción
Lo nuestro no es una historia aislada. El 4 de junio, miles de personas se manifestaron frente al Congreso. Personas con discapacidad, familias, prestadores. Todos gritando lo mismo: que ya no se puede más. Que hay traslados suspendidos, terapias interrumpidas, prestadores que no cobran hace cuatro meses. Que la emergencia no es una palabra: es la vida diaria de miles.
Y mientras tanto, el presidente responde con burlas. A Ian Moche, un nene autista de 12 años que se animó a hablar, lo atacaron en redes. El gobierno, lejos de defenderlo, lo expuso aún más. No hay empatía. No hay escucha. No hay voluntad real de sostener.
¿Quién cuida a quienes cuidan?
La pregunta que nos hacemos cada noche, cuando logramos que nuestras hijas duerman, es simple: ¿Hasta cuándo? ¿Hasta cuándo tenemos que resistir con todo el cuerpo, con toda la cabeza, con todo el bolsillo?
Cuidar en la Argentina de hoy es un acto de militancia íntima y cotidiana. Una batalla sin aplausos, sin descanso, sin garantías. Por eso pedimos algo básico: que el Estado esté. Que las obras sociales dejen de patear autorizaciones. Que los prestadores trabajen con compromiso y no con lógica de mercado. Que las instituciones educativas dejen de tercerizar su responsabilidad y empiecen a ser parte real del entramado de cuidado.
Y que alguien, al menos uno, nos mire y nos diga: no están solos.
Porque eso es lo que más necesitamos. No solo plata, no solo autorizaciones. Necesitamos que nos cuiden también a nosotros. Porque sin salud mental, sin contención, sin una red real, no hay cuerpo que aguante. Y sin familias, este sistema colapsa. Lo está haciendo. Pero todavía estamos de pie.
Y mientras tanto, nuestra vida también se desarma
Pero detrás de esta vorágine de trámites, llamados, frustraciones y esperas eternas, también hay algo más silencioso que se va quebrando: nuestra vida cotidiana. La propia. La íntima. La que no sale en ningún informe, ni se mide en autorizaciones.
En medio de esta lucha por sostener lo indispensable, muchas otras cosas quedan relegadas, postergadas, corridas de lugar. Somos padres que hemos dejado de lado actividades de ocio -no solo por el dinero que ya no alcanza, sino también por el tiempo que no existe-. Cancelamos salidas, cambiamos fechas, perdemos encuentros. Porque simplemente no damos más.
A la noche, cuando por fin cae el silencio en casa, ya no prendemos una serie. No porque no queramos, sino porque no podemos. Porque la cabeza es un enjambre, el cuerpo no responde, y el día siguiente ya nos espera para volver a empezar. Nos vamos a dormir rendidos. Derrotados. Y eso también nos duele.
Somos padres que también tenemos otros hijos, que merecen presencia, alegría, mirada. Y muchas veces tenemos que hacer el esfuerzo de frenar, respirar, reordenar la cabeza para poder estar también para ellos. Pero sentimos, cada vez más fuerte, que estamos perdiendo presencia en nosotros mismos. Que venimos funcionando como robots. Que el cansancio se vuelve crónico y que el alma empieza a apagarse.
Necesitamos que esto termine. Basta
No nos merecemos este nivel de exigencia para conseguir lo básico. No es justo. Nuestros hijos no se merecen unos padres rotos por dentro. Se merecen ternura, disponibilidad, creatividad. Y para eso, también necesitamos que nos cuiden. No estamos pidiendo un privilegio: estamos pidiendo que se respete el derecho de cuidar sin enfermar.
Porque si nosotros caemos, todo cae. Y eso nadie lo está queriendo ver.