Hay un fusilado que vive

La increíble historia que se conoció durante una partida de ajedrez en un bar de La Plata y que dio nacimiento al periodismo de investigación en el país

El 3 de mayo en Madrid - Francisco de Goya (portada de Operación Masacre)

El martes 18 de diciembre de 1956, el periodista y escritor Rodolfo Walsh, por entonces a un millón de años luz del peronismo, se encontró con un amigo en el bar Rivadavia de la ciudad de La Plata. Situado en calle 50 entre 7 y 8, el entonces tradicional y hoy desaparecido lugar tenía tableros de ajedrez en las mesas, de modo que muchos clientes se juntaban allí para tomar algo, charlar y también jugar unas partidas. Tanto Walsh como su amigo eran fanáticos del ajedrez.

Pero aquella no fue una noche más. En un momento, el hombre miró a Walsh y le espetó:

-Hay un fusilado que vive.

¿Hablaba de fantasmas? En absoluto. Los “fusilados”, en esos tiempos, eran aquellos militares peronistas, militantes y personas que nada tenían que ver con la política que habían sido ultimados por la dictadura en operativos clandestinos. Es por ello que a la dictadura, desde la resistencia peronista, la bautizaron La Fusiladora.

A la izquierda, los capos de la Mafia Fusiladora: Isaac Rojas y Pedro Aramburu. A la derecha, un mural conmemorativo de las víctimas

La insurrección

El 9 de junio de aquel 1956 se llevó a cabo una insurrección cívico-militar peronista contra la dictadura. Liderada por el general de división Juan José Valle, secundado por el general Raúl Tanco, la fallida sublevación del denominado Movimiento de Recuperación Nacional tuvo terminales en distintos puntos del país, como La Plata, donde el teniente coronel Oscar Cogorno sublevó al Regimiento 7.

El modo en que la insurrección fue desarticulada fue una “novedad” para la Argentina de, al menos, el siglo XX: secuestros ilegales, fusilamientos clandestinos, ejecución de inocentes; algo así como un anticipo de lo que desde 1976 la FFAA harían de forma planificada desde el Estado.

Valle y Cogorno, entre muchos otros, fueron fusilados por orden del presidente Aramburu. Hubo numerosos asesinatos ilegales, la mayoría de ellos en los basurales de José León Suárez -localidad del partido de General San Martín- y en Lanús. Quien develó con lujo de detalles el operativo clandestino del gobierno de facto fue Rodolfo Walsh, que escribió una serie de artículos y, posteriormente, el icónico libro Operación Masacre, el “manual” del periodismo de investigación en Argentina, junto con el trabajo de Osvaldo Bayer que reveló el fusilamiento de 1.500 peones rurales en la Patagonia entre 1920 y 1922.

La fuente

-Hay un fusilado que vive -escuchó Rodolfo Walsh de su amigo aquel 18 de diciembre de 1956, e inició la investigación.

¿Quién era su amigo y cómo manejaba esa información? Daniel Cecchini y Eduardo Anguita, en su excelente nota titulada “El secreto que guardó Rodolfo Walsh se devela tras 63 años: quién fue el hombre detrás de la frase ‘hay un fusilado que vive’”, nos contaron hacia 2020 que los descendientes de Enriqueta Muñiz, estrecha colaboradora de Walsh en la investigación, habían publicado sus cuadernos de notas el año anterior. Enriqueta falleció sin revelar dato alguno, al igual que Rodolfo Walsh, quien secuestrado y desaparecido en 1977 por la dictadura cívico-militar tras la publicación de su Carta Abierta a la Junta Militar, jamás dijo una palabra acerca de su fuente de información. (¿Todo periodismo pasado fue mejor?).

A partir de esas notas, se supo que el autor de la ya célebre frase fue Enrique Dillon, “un poeta y escritor platense que vivía en una casa de la calle 46 entre 4 y 5, a menos de diez cuadras de la casa donde por entonces Walsh vivía con su mujer, Elina Tejerina, y sus dos pequeñas hijas, Victoria y Patricia, en la calle 54 entre 3 y 4”, detallaron Cecchini y Anguita.

Un testimonio espontáneo

¿Y cómo podía tener un poeta semejante información? Porque su primo hermano era el teniente de fragata retirado Jorge Rodolfo Dillon, quien se presentó espontánea y voluntariamente a declarar en la causa.

Juan Carlos Livraga (crédito imagen: MUP)

Destino literario y político

“1956 es el encuentro con el destino literario y político para el cual Walsh se preparaba”, dice en un breve prólogo al icónico artículo “Yo también fue fusilado”, el colega y amigo del periodista, Rogelio García Lupo, para graficar que aquella frase que escuchó, “Hay un fusilado que vive”, lo movilizó hasta la médula (Rodolfo Walsh. El violento oficio de escribir. Obra periodística 1953-1977 – Ed. Planeta, 1995).

Esa investigación que finalizó con el libro Operación Masacre fue la que acercó a Walsh -otrora un antiperonista- al peronismo revolucionario por el cual dio la vida.

La nota “Yo también fui fusilado”, que cuenta la historia de Juan Carlos Livraga, es presentada por Walsh en durísimos términos: “La odisea de un obrero argentino víctima de criminal vesanía evidencia la corrupción, el desorden y la irresponsabilidad del aparato represivo del Estado”. A través de Livraga, Walsh develaría la ejecución de por lo menos 10 fusilamientos clandestinos en la madrugada del 10 de junio de 1956.

Rodolfo Walsh

La Gestapo

Comienza el artículo: Un caso único en los anales de la Justicia tiene en sus manos en este momento un magistrado de la provincia de Buenos Aires. Juan Carlos Livraga, un fusilado durante la asonada peronista del 9 al 10 de junio acaba de presentarse para denunciar a los responsables de su fusilamiento. No es un fantasma, es un hombre de carne y hueso, que -hasta el momento de escribir estas líneas- sigue viviendo y afirmando su absoluta inocencia de todo delito.

Si la denuncia resulta probada -y lo será, a juzgar por la abrumadora evidencia que el autor de esta nota ha visto-, nos hallaremos ante una atrocidad comparable a las más célebres hazañas de la Gestapo (N de la R.- la policía política del nazismo). Porque a diferencia de Livraga y de una, o acaso dos personas que también salvaron milagrosamente la vida, cayeron otras siete, y existen pruebas en algunos casos, y fuertes indicios en otros, de que todas ellas o la mayoría eran inocentes de cualquier delito o actividad subversiva. Todo permite suponer que en la madrugada del 10 de junio, a unas doce cuadras de la estación José León Suárez (F.C. Mitre), se cometió uno de los asesinatos en masa más brutales que registra la historia argentina.

(Es un artículo perfecto, que puede leerse completo aquí. Ni una coma de más, ni un punto de menos. Una clase magistral de periodismo. Prácticamente sin entrecomillados y afirmando los hechos, no presentándolos en potencial como se acostumbra en las crónicas policiales. Es ameno, tiene información, detalles, descripción, suspenso. Sin dudas, el hecho de que Walsh viniese de la ficción policíaca tuvo mucho que ver, pero otra cosa es contar con la exactitud con que lo hace una masacre histórica de los peores tiempos de la Argentina).

La investigación Operación Masacre develó la matanza de 1956, que tuvo epicentro en los fusilamientos clandestinos de José León Suárez, partido de San Martín

Juan Carlos Livraga – Los hechos

Bajo ese subtítulo, Walsh describe: Juan Carlos Livraga es un joven obrero de la construcción domiciliado en Florida (F.C. Belgrano), provincia de Buenos Aires. Cumplió 24 años (…) Las dos cicatrices que muestra, una en la fosa nasal izquierda, otra en la mandíbula derecha –orificios de entrada y salida de un fallido tiro de gracia– no han conseguido destruir la serenidad de un rostro bien proporcionado, de ojos pardoverdosos. Otras dos cicatrices de bala, de trayectoria muy oblicua, tiene en el brazo derecho. La espeluznante experiencia que ha vivido -común a muy pocos hombres- tampoco ha logrado deformar su juvenil optimismo y una fe en el bien y en la justicia que resultan alternativamente muy conmovedores e incomprensibles. Y repite de la manera más enfática que nunca ha tenido el más mínimo antecedente policial, gremial ni político, que nunca ha actuado en política, que jamás estuvo afiliado a un partido.

Juan Carlos Livraga, cuando realizó el servicio militar (Crédito imagen: diario El País de España)

La noche del 9 de junio -refiere Livraga- salió de su domicilio alrededor de las diez y cuarto en dirección al bar que frecuentaba. En el camino se encontró con un amigo, Vicente Rodríguez (ahora muerto), quien lo invitó a escuchar por radio una pelea de box en casa de unos conocidos, a quienes presentó someramente apenas entraron. Mientras Rodríguez y esos tres conocidos organizaban una mesa de chinchón, cuyos puntos anotaban en el margen de un periódico, Livraga sintonizó la radio en la estación que transmitía la pelea de Lausse con el chileno Loayza, que describe vívidamente.

–La pelea estaba programada para las once –dice–. Según yo recuerdo, Lausse noquea a Loayza a los dos minutos del tercer round. Dos rounds de tres minutos, dos minutos de descanso y los dos minutos finales hacen un total de diez.

La pelea debió terminar, pues, a las once y diez.

–Escuché la transmisión de Fioravanti y los comentarios de Perrito, que habrán durado unos cinco minutos. La audición pudo concluir entre las once y cuarto y las once y media, dejando un margen de tolerancia para posibles retrasos en el programa. En todo el tiempo que Livraga permaneció allí, no oyó ninguna conversación sospechosa. Tampoco vio armas, distintivos ni proclamas. De Vicente Rodríguez, obrero portuario, había sido amigo durante nueve años. En ese lapso no le conoció actividades subversivas, políticas o gremiales. Terminada la audición radial, conversó unos momentos con los presentes y luego anunció su intención de retirarse y se despidió. En ese momento, según declara, serían entre las once y media y las doce menos cuarto. Ni había estallado el motín, ni imperaba la ley marcial. Apenas apoyó la mano en el picaporte, la puerta fue abierta con violencia desde afuera e irrumpieron en la casa policías de uniforme y de civil, con armas largas.

(…)

El Jefe habría entrado preguntando:

–¿Dónde está Tanco? (Nota de la Redacción: el segundo del general Valle, líder de la insurrección contra la dictadura).

Impartida la orden de arresto, se les hizo salir de uno en uno. Livraga fue el último en hacerlo, seguido por el Jefe del grupo. Caminaron hacia la esquina más próxima, donde había varios vehículos, entre otros una camioneta policial celeste y un colectivo. Allí el Jefe se encaró con él y golpeándole fuertemente el estómago con el cañón del arma le dijo:

–¿Así que vos ibas a hacer la revolución? ¿Con esa facha?

Livraga negó tener conocimiento de que existiera una revolución. Entonces el Jefe, sin soltar la automática le aplicó con la mano izquierda un fuerte puñetazo en el rostro. A continuación le hicieron subir al micro, donde ya había otros doce detenidos, los que por ese medio fueron llevados a la Unidad Regional San Martín. El Jefe, entretanto, había desaparecido de la escena, quizá para dirigir otros procedimientos similares.

Enriqueta Muñiz trabajó codo a codo con Walsh en la investigación y dejó todo anotado en dos cuadernos, que sus herederos publicaron cuando ella falleció. Ni el periodista ni la mujer dijeron una sola palabra acerca de la fuente que dio pie a la investigación cuando le dijo al escritor en un bar de La Plata: «Hay un fusilado que vive»

Los asesinos titubean

En la Unidad Regional San Martín les toman testimonio. Terminadas las declaraciones se hizo subir a los diez detenidos a un carro de asalto, donde había unos diez policías con armas largas. Eran alrededor de las 5.30 de la madrugada del 10 de junio.

Tiempo después, sobre una ruta pavimentada, frente a un descampado y en plena oscuridad, el carro de asalto se detuvo.

-¡Bajen seis! –ordenó una voz.

(…)

–¡Acá no, más adelante! –ordenó de pronto.

Fueron subidos nuevamente al carro de asalto. Recorrieron un trecho que Livraga calcula en trescientos metros antes de producirse una nueva detención. Otra vez bajaron los seis. Entre ellos se encontraban Livraga, Rodríguez y un tal Giunta, a quien Livraga sólo más tarde conoció por ese nombre. La luz próxima estaba ahora a unos doscientos metros.

A la derecha de la ruta había un camino de tierra, que de un lado tenía una hilera de eucaliptus y del otro un extenso yuyal. Se ordena a los prisioneros que echen a caminar por el camino de tierra. Muchos de ellos comprenden recién ahora lo que está sucediendo. Se desarrolla un diálogo breve e impresionante.

–¡Qué nos van a hacer? –dice uno.

–¡Camine para adelante! –le responden.

–¡Nosotros somos inocentes! –gritan varios.

–No tengan miedo, no les vamos a hacer nada –le contestan.

Los vigilantes los arrean como a un rebaño aterrorizado. La camioneta ha entrado en el camino de tierra y los sigue, alumbrándoles las espaldas con sus poderosos faros. Los prisioneros adivinan ahora que los van a matar (…) Es entonces cuando Livraga obra con una lucidez y una serenidad espléndida. Mientras los demás se desesperan, él, paso a paso, gradualmente va deslizándose hacia la izquierda del camino, donde hay una zanja no muy profunda. Llega un momento en que milagrosamente se encuentra fuera del haz luminoso de los faros, y como la noche es oscura y él viste de negro, empieza a abrigar una desatinada esperanza de salvación. En ese momento, casi simultáneamente, suceden dos cosas terribles. La primera es que oye a su espalda el golpe de manivela de los máuseres y sabe que ha llegado el momento decisivo. Dos o tres pasos lo separan ahora de la zanja. Va a tirarse allí de cabeza. Pero entonces otro de los condenados, Giunta, lo ve, comprende en un relámpago la infinitesimal posibilidad de salvación que tiene ahora Livraga y pretende compartirla. Corre hacia él gritando y agitando los brazos, salva la zanja de un salto y se interna en el yuyal. Urgente y furiosa parte de la camioneta la orden:

–¡Tírenles!

Hay quizás un momento de vacilación, de estupor en los vigilantes, no acostumbrados a matar gente. Livraga, en cambio, no titubea. Se arroja al suelo y en la posición en que cae, así se queda tirado a lo largo, de espalda, la cara apoyada en el hombro derecho. La descarga de fusiles pasa por encima de él sin tocarlo. Y Giunta sigue corriendo por el campo, cada vez más lejos, agitando los brazos y perforando la noche con sus gritos de poseído.

(…)

Por un momento Livraga pudo pensar que se había salvado. No tiene un rasguño y la camioneta da marcha atrás para volver a la ruta. Pero al hacerlo vira lentamente y con tan mala fortuna que sus faros barren el costado izquierdo del camino de tierra. Livraga siente de pronto sobre los ojos cerrados el chorro vivísimo de luz. Por un reflejo que no logra impedir, parpadea. Al instante brota la orden:

–¡Dele a ese, que todavía respira!

Oye tres detonaciones. Siente un dolor lacerante en la cara y la boca se le llena de sangre. Al ver ese rostro partido y ensangrentado, la policía se aleja. Creen que han dado el tiro de gracia, que ya ha recibido otras heridas cuando tiraron contra Giunta. Y no saben que ése (y otro que le dio en el brazo) son los primeros balazos que le aciertan. Ni se acercan a verificar su muerte. Una vez más los asesinos titubean; aún en esos espíritus embrutecidos por el sueño y la fatiga que sólo quieren terminar pronto, debe flotar terrible el fantasma del asco. No saben, no sospechan, no imaginan que Livraga va a sobrevivir.

Lo dieron por muerto. Otro fusilado. Fue, es, el “fusilado que vive”.

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