El lado oscuro de la luna

Pink Floyd durante la producción de El Lado Oscuro de la Luna en 1972 (Crédito: Indie Hoy)

El 1 de marzo de 1973 se publicó en EEUU y 23 días después en Reino Unido un álbum condenado al éxito, a derrotar al tiempo y al capricho de sus modas: El lado oscuro de la luna. Una de las grandes enseñanzas que nos dejó Pink Floyd. Un disco brillante por donde se lo mire, es más, uno se anima a decir que su poder simbólico excede la música. Creo que en esos 43 minutos los mensajes son varios, y hay muchos destinos: el cerebro, el corazón, la mente, las ideas y sensaciones, los recuerdos. Es uno de esos discos que se transformó en un modo de viajar.

“…que 50 años no es nada, que febril la mirada, errante en las sombras, te busca y te nombra…”

En ese año, el turco Pablo trabajaba en Scioli, la casa de electrodomésticos. Por ser empleado pudo comprar con descuento un equipo de música que era la envidia de todo el barrio de Villa Crespo. Nos invitó un sábado a la tarde a su casa a escuchar un disco recientemente publicado: El lado oscuro de la luna. Supongo que mucha gente que lea esto recordará los viejos tiempos en que nos reuníamos en casas a escuchar música, permitiéndoles a las horas viajar con destino incierto, dándoles permiso para que hagan lo que quieran. Disponíamos de tiempo, los teléfonos no interrumpían con su ego, el reloj murmuraba una siesta. Incluso nos dimos un lujo: al terminar el disco Pablo lo puso de nuevo, 86 minutos escuchando canciones lunáticas.

Por esos días venía leyendo en la revista Pelo que dicho álbum era monumental. Las críticas hablaban maravillas de sus efectos revolucionarios, de sonidos novedosos, canciones conceptuales y cosas por el estilo que excedían a mi imaginación adolescente. Sabía que todo esto se grabó en el mítico estudio londinense Abbey Road, sí, el mismo de Los Beatles, de manera que la ansiedad me ganó por goleada.

Llegó el día “D” y allí llegamos cubiertos por el poncho de la curiosidad. Nos sentamos en el suelo y el anfitrión dijo que nos acomodemos, que luego apagaría la luz para facilitar la inspiración que brindaba la escucha. El disco tardaba en empezar, de pronto empezamos a oír los latidos de un corazón, voces raras, una risa alocada, un grito desesperado y ahí llegó la banda, que parecía descender sobre los techos. El tema que daba comienzo a todo indicaba que había que respirar, pero distinto. La voz del cantante sonaba diferente a todo, como entre desgano, en medio de su aislamiento y una tardía resaca. Luego empezaron los efectos que en la oscuridad parecían sonar más claros, iban de un baffle a otro llevándose mis oídos para luego volver a acomodarlos.

Me desorienté mucho porque el hi-hat de la batería no paraba nunca, resultaba inentendible cómo el batero no se agotaba, por supuesto que la palabra loop estaba muy lejos de mi comprensión villacrespense. Un avión cruzó por allí y quedaron los restos de una explosión. De pronto estallaron unos despertadores gritones, relojes antiguos, que lograron inquietarme. La guitarra tocaba espaciosamente, la batería salió con un ritmo parejo mientras unos fraseos percusivos hacían de las suyas. Se asomó el cantante aportando algo que sonó más rockero, lo cual me tranquilizó un poco. En el estribillo reapareció la música lunática, si es que yo conocía la música lunática como para reconocerla: uno nunca encuentra la manera de explicar lo desconocido. David Gilmour arrancó con un solo pero se ve que él se quedó sentado en la nave espacial, lo intuí por el sonido cósmico que emitía. Había escuchado guitarristas melodiosos, pero este parecía ya querer decirme que lo ubique entre los mejores.

La oscuridad era total en ese cuarto de un PH en la avenida Corrientes casi Juan B. Justo que seguramente ya no estaba más posado sobre el barrio, creo que el disco nos dio una clase de levitación. Menos mal que éramos pibes y que los dealers estaban lejos, sino esto terminaba mal. Apareció un piano muy acongojado hablando de desolación, enseguida la guitarra trató de consolarlo, pero creo que apenas lo consiguió. Cuando parecía que iba rumbo a un viejo sueño apareció la voz tremenda de una mujer que me hizo saltar de la alfombra, me obligó a atravesar el techo y no supe más nada por un rato. Ah, esto es como la desesperación ante la soledad, pero por suerte la calma estaba ahí porque conducía una mujer. Me voy detrás de sus climas, de sus gritos, sus susurros de dulzura, de su respiración que me atraviesa. Cuando se va relajando yo ya estoy sumido en algo onírico, ella me llevó, su calidez hace que yo no tome decisiones porque soy parte de su atmósfera.

¿Oigo mal o eso es una caja registradora? Y la primera palabra que suena es “Money”, la voz del cantante parece que me fuera contando que lo dicho tiene que ser muy bien escuchado, comprendido y guardado. Pero atenti, canta con enojo. Tiene un ritmo raro, rarísimo diría, hace rato que estudio guitarra y nadie me dijo nada de ese tipo de acento, de esa marcación, la sigo con el pie pero me pierdo enseguida, muy alocado todo. ¡Epa! ¿Qué le pasó al violero? ¿Otra vez se escapó y volvió a la nave espacial? ¿Por qué la guitarra suena así, qué carajo le puso? Avisenlé que acá los pibes estamos con la luz apagada, estamos sensibilizados, que se apiade. De golpe cambió el sonido, se me hace más familiar. Noto que este es un disco hecho por especialistas en un novedoso diseño de imágenes. Cada vez que cierro los ojos estoy al borde de asustarme, espero unos segundos y me doy cuenta que no es miedo sino fascinación. Escuchar este disco y visualizar lo que produce es una escena típica de rock progresivo explícito.

Alguien me dijo que este Gilmour tiene un pasado blusero, ahora lo percibo en las notas estiradas, los fraseos, el ataque desenfrenado. Las respiraciones de esa guitarra son decididamente bluseras, su modo de decir actúa como correa de transmisión. Pero otra vez sale rajando para la nave y vuelve a ese sonido espacial que ya me está quemando la cabeza, empieza a ser una enfermedad que me gusta, me seduce, seguro que la voy a transformar en algo crónico.

Conseguí acomodarme contra la pared mientras una voz me dice varias veces “nosotros”, después me repite otras tantas “ellos”, ya estoy listo para entenderlo, el disco me viene explicando unos cuantos asuntos desde hace un rato, compruebo que tengo la mente más abierta a fuerza de mantras. Claro “nosotros y ellos”, lo de tantas veces, lo de siempre, pero ahora con fondo musical así me queda mejor grabado. Son varias las palabras que repite, se me ocurre que cuando vuelva a escuchar el tema voy a anotar todas esas palabras repetidas siete veces, a reflexionar una noche sobre todas ellas, o tal vez me vaya una tarde al Parque Los Andes a pensar tranquilo. Lo voy a necesitar. Mi curiosidad por estos nuevos horizontes se alimenta con algunas pistas inciertas, pero le doy la bienvenida.

Suena un tema que habla de “Daño cerebral”, no, si estos tipos no se guardan nada, da la impresión que en este álbum volcaron el manual, o entendemos o entendemos. El clima que transmite me lleva a pensar que si no me hago fuerte y manejo varias cosas lo que sucede afuera de este cuarto me va a meter en serios problemas, tendré que entender muy bien ese planteo de “nosotros y ellos”, por ejemplo.

El disco cierra hablando de un eclipse, creo que cuando termina el tipo dice: “No hay lado oscuro de la luna, realmente, de hecho, todo está oscuro”. Una cátedra de nihilismo a esta edad funciona como un despertador. O al menos un cuerpo de advertencias que fuera de la música no encuentro. Y allá estaba este pibe soñando con otro mundo, un mundo de emociones porque donde hay emoción se encuentra la belleza.

Pablo enciende la luz, hacemos un esfuerzo por volver en sí para que nuestras miradas se cuenten algunos de secretos revelados. Trato de disimular mi estado de perdido total, no creo que lo logre, pero bueno, no importa, son amigos del barrio y está bien compartir la sorpresa. Me quedé asegurando que nunca había escuchado algo igual, prometí comprarlo el próximo lunes en la disquería de Corrientes y Malabia para seguir con este viaje. Esto no termina acá, aclaré, y creo que fue una de las cosas más sensatas que dije en mi vida. Es que esa tarde comencé a pensar que el rock me iba transformando en otra persona, mejor de la que venía forjando en soledad, más profunda, con una mayor curiosidad por abrirme a vivencias, sensaciones, sobresaltos flamantes, que indiquen otros caminos, otros modos de descubrir mundos creativos que estaban más allá de la frontera de lo cotidiano. No iba a ser fácil y como tarea me gustaba eso de derrotar el facilismo que me proponía la televisión, donde todo me lo daban ya armado, envuelto para regalo, provisto de un destino triste.

Por acumulación y comparación de observaciones estuve un largo rato generando un microclima en el que permanecí varias horas de aquel día. Yo era un pibe de barrio, con todo lo que eso significa, poca información, un producto con problemas de terminación, con ciertas desprolijidades en los bordes, pero escuchar a Los Beatles, a Pink Floyd, el rock argentino de aquellos años, me fue despojando de una felicidad postiza que yo me negaba a adoptar. Incluso a pesar del costo que significa estar afuera de lo que un montón de gente dice creer a fuerza del trabajo diario de un sistema que acorrala, persigue, condena y olvida una vez captado. Soy un exponente de lo que los rockeros salieron a tratar de recuperar, de esa ambulancia rockera que cruza los barrios y se carga de locos inocentes que solo quieren mirar otras cosas, para con el tiempo llegar a sentir otras cosas.

Algunos de los que estaban sentados ahí hoy siguen siendo mis amigos. Cuando recordamos esto sonreímos, lo hacemos desde la piel, desde el bocho, rondando un corazón floydiano, tal como nos enseñó este hermoso disco al cual siempre le voy a estar agradecido.

Breathe (Pink Floyd – 1973)

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