Por Jorge Garacotche*
Buen día desde La Barra Beatles. Hoy voy con una anécdota transcurrida en el exterior, en un país vecino, de modo que nos ponemos internacionales.
Corría el año 1988 y mi espíritu no gozaba de buena salud, más de una vez caminaba las calles de Buenos Aires mirando como mi ánimo rodaba por las veredas sucias y rotas. Deambulaba observando estas duras fotos, el aburguesamiento me había colonizado y solo veía pasar los días desde la inacción. En un momento de lucidez pensé que lo mejor sería un largo viaje, llegar a un lugar desconocido, con poco dinero en el bolsillo, y entonces esa realidad iba a golpear fuerte no quedando otra respuesta que una reacción acorde. Sería algo así como un viaje iniciático del tercer mundo, un cachetazo al pasivo que dormía dentro mío.
Por esos días conocí a una pareja de médicos bolivianos que hacían una residencia en Argentina y se volvían al toque a su país. Me invitaron a su casa en La Paz, podría parar ahí y ver qué pasaba por esas tierras donde el rock argentino sonaba por todas partes.
Viajé junto a Silvia, mi compañera por esos días, lo hicimos en tren a La Quiaca, con trasbordo en Tucumán, una travesía que se prolongó durante 48 horas. Cruzamos a Villazón y desde allí en micro hasta La Paz. Subiendo y bajando en un viejo bondi entre montañas todo el santo día por rutas inhóspitas, ríos secos, puentes de las películas de Tarzán, pueblos fantasmas, gente de todas las edades resignada a una pobreza planificada, en clara muestra de abandono estatal. Tiempos dramáticos sin la presencia del gran Evo Morales, creo que allá ni se soñaba con él. Cuando el micro atravesaba El Alto, que rodea desde las alturas a La Paz, recordé al Che Guevara y comprendí por qué anduvo por acá, era necesaria su presencia, lástima su soledad y el olvido, y mucha bronca por el lameculismo imperial de los traidores.
El plan consistía en estar 20 días, que finalmente resultaron ser 6 meses. Me llevé la guitarra, gacetillas de prensa para entregar en los medios y muchos cassettes para repartir. Recorrí diarios, boliches, radios, canales de televisión, todo aparentemente iba a ser fácil porque al decir que hacia rock argentino se abrían muchas puertas. Me llevó un mes recorrer esos espacios, no tardé en escuchar canciones mías por las radios o verme en el diario. Pedí una entrevista en el Hotel Sheraton de La Paz, me concedieron unas fechas y desde ahí no paré más de trabajar, recorrí casi todo el país. El rock argentino fue el gran salvoconducto.
Al contratarme aclararon que debía pagar un impuesto para trabajar como extranjero. Fui a una entrevista con el secretario de migraciones para acelerar todo, muestra de poder del Sheraton. Resultó que el tipo odiaba a los argentinos en general, y a los rockeros en particular, los calificó de una invasión cultural. Exigió un dinero que yo no tenía, a esa altura estaba seco. Se le ocurrió retener mi DNI, algo ilegal, pero así se aseguraba que iba a pagar. El trámite costaba 100 dólares, o sea que la primera fecha era casi a beneficio de este sarpado. Necesitaba ese dinero para pagar el hotel y comer, no lo podía invertir en su coima, de modo que decidí no ir a pagar la deuda.
Un día al mediodía, saliendo de tocar en un canal de tv me enfrentan tres patovas, preguntan si era yo el que buscaban, tenían una fotocopia de mi DNI, por supuesto que les dije otro nombre, haciéndome el desentendido, no me creyeron y dijeron, mientras me sacaban a empujones: detenido, incomunicado y deportado. Permitieron que haga un llamado, entonces le avisé a mi compañera para que fuera al consulado a buscar ayuda, mientras yo estaba en un calabozo de 2×2 en la alcaldía esperando que me trasladen. Al rato, mientras yo me reputeaba con el secretario de migraciones, total yo me daba por deportado así que no escatimé puteadas a este vigilante, se presentó el cónsul argentino y dos tipos de un sindicato. Dijeron conocer sus tramoyas, lo acusaron de corrupto prometiendo denunciarlo. El tipo pertenecía a la oligarquía boliviana desde siempre, venía de una familia católica, estafadora por naturaleza, profesores de contrabando que gozaba de impunidad histórica. Fue funcionario de varias dictaduras militares, tuvo una colección de denuncias por corrupción y lo recibían con afecto en la embajada yankee. Con estos ingredientes y datos del pasado se armó un escándalo de proporciones, pero finalmente se aclaró todo. Resultó que el impuesto era muchísimo más económico, algo así como de 7 dólares, pero ese sindicato se comprometió a pagarlo para reparar el mal trago.
De a ratos las discusiones seguían como si nada, el funcionario estaba lejos de calmarse, yo también, él continuaba puteándome por argentino y rockero. Simuló tranquilizarse pero solo se acercó con la intención de escupirme, se notó en su gesto, entonces retrocedí, me agarré la entrepierna, y le grité con odio: “arrodillate que te doy una clase de argentinidad…”. Todo muy delicado, y en un marco diplomático de unidad latinoamericana.
Salimos a la calle festejando estallados en risas por haber derrotado a un hijo de puta, por supuesto que este episodio no iba a torcer una realidad política antiquísima, pero sonaba a pequeña revancha.
El cónsul argento era un afamado mujeriego, amigo de Alfonsín, un pillo porteño que recorría la noche paceña rodeado de minas jóvenes y champagne. De inmediato prometió organizar una fiesta en la Casa argentina, pagarme un buen cashet e invitar a la gente del sindicato. Estos eran de un partido de izquierda, que, desde un primer momento, se mostraron indignados con aquel personaje nefasto, que resultó ser un conocido militante anticomunista. Claro, los sindicalistas sentían vergüenza ajena por la imagen asquerosa que uno podría llevarse de Bolivia, pero una golondrina no hace verano, mientras les aclaraba que esa raza también habitaba en Argentina multiplicándose a pasos agigantados. Les aclaré que no me resultaba extraña esa discusión, las frases humillantes, los aires impunes y el posterior choreo. Sí me sorprendió, porque nunca me había sucedido, escuchar una larga lista de insultos por ser argentino, lo cual me transformó en un férreo nacionalista en 5 segundos, mientras lo insultaba y amenazaba bestialmente, ni yo sabía que guardaba ese patriotismo oculto.
Caminamos una cuadra mientras comenzábamos a despedirnos, prometiendo una reunión por la noche. Hacemos una cuadra y vemos muchos pibes y pibas bailando en plena avenida frente a una disquería. Sonaba un tema pop a todo lo que da, reinaba la alegría mientras la gente los miraba sonriéndose, eran un cuadro de alegría genuina. Claro, identificamos la canción de inmediato porque las radios bolivianas la transformaron en un hit, era una fiesta con Rock argentino como fondo, de una provincia que quiero muchísimo, Mendoza. Los Enanitos Verdes acá jugaban de local, para colmo con un gran tema, de dulcísima melodía de Marciano Cantero, que con su voz popera los enganchaba, hablo de “La muralla verde”. Cuando llegó el solo de viola muchos se miraron con sorpresa y admiración, se trataba de Felipe Staiti, poniendo garra rockera y con un cierre a lo Van Halen. Notable solo de viola para un tema pop, polenta mendocina en pleno altiplano.
Hoy ya no está Marciano Cantero y el pueblo mendocino lo extraña, la cultura de Mendoza le debe mucho, llevó a esa provincia de paseo por toda Latinoamérica, una provincia que cuenta en su rico historial con una larga lista de hermosas melodías que son una tradición.
No pasaba un día sin que escuche rock argentino en las radios, la gente me hablaba y preguntaba sobre varios grupos y les aseguro que conocían todos los repertorios, esto provocó mi segundo ataque de sano patriotismo del día.
Un desliz internacional, un estafador antiargentino, la presencia del sindicalismo solidario, ese Cónsul pirateando pero haciendo bien su trabajo, mi compañera resolviendo el rescate y el Rock Argentino poniendo el moño fiestero en la tardecita paceña.
Jorge Garacotche: músico, compositor, integrante del grupo Canturbe y Presidente de AMIBA (Asociación Músicas/os Independientes Buenos Aires). Vive en Villa Crespo, Comuna 15. Bs As.
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