En 1968, mis viejos, mis dos hermanos mayores y yo nos mudamos de una casa “mixta”, como se conocía -o conoce- en Berisso a las viviendas “mitad de material, mitad de madera y zinc”, a una que para mis cuatro años era “gigante”. Y la verdad es que era grande. Mi viejo, médico desde hacía largos años, había podido dar el salto. En esa época todo llevaba su tiempo, pero llegaba, porque vivíamos -de esto me enteré mucho, mucho después- en la Argentina de la movilidad social ascendente, algo que comenzó a morir el 24 de marzo de 1976, se tomó un recreo en la primera década de este siglo, y ahora está entre la espada y la pared. Con una espada muy bien afilada. Y quienes la detentan no dudarían un segundo en clavárnosla.
Mi viejo no conoció al suyo porque falleció cuando tenía dos años. Hijo único en tiempos donde la mujer que quedaba viuda tenía que llevar luto por años -hablamos de 1925-, se fue con la mamá a vivir a la casa de sus abuelos maternos. Pibe de barrio, hizo la primaria en la entonces Escuela Nº 52, hoy Escuela Primaria Nº 1 “Mariano Moreno” de Soberi. Al terminar 6º grado, su madre, o sea, mi abuela, le dijo que no podía costearle los estudios secundarios y que si quería seguir estudiando tenía que trabajar. A veces me imagino a mis viejos planteándome eso a mis 12 años y creo que hubiese tenido un ataque de pánico. Pero el viejo no. Arrancó el Colegio Nacional de La Plata (UNLP), donde lo dejaba el mítico tranvía 25, al tiempo que ayudaba a sus abuelos en el almacén familiar. A los 14 entró como aprendiz en la Unión Telefónica, más tarde se incorporó como administrativo en uno de los frigoríficos berissenses donde se gestó una de las principales columnas del 17 de octubre del ’45, y así, trabajando desde los 12 hasta que finalizó la facultad, se recibió de médico.
¿Hubiese podido estudiar sin instituciones educativas públicas y sin trabajar? Ni soñando.

Cuando irrumpió en el país el peronismo y el 17 de octubre del ’45 los obreros que iban a Plaza de Mayo por primera vez en sus vidas atacaron la universidad porque la veían como uno de los centros de operaciones de quienes estaban en contra de lo que ellos habían conseguido (esos derechos laborales y sociales de los que todos y todas gozamos hasta hoy…mañana no se sabe), mi viejo, influenciado por el gorilón ambiente académico, se hizo antiperonista. Tras recibirse, comenzó a ejercer en su Berisso natal, tierra de laburantes, de humildes, de peronistas.
Cuando yo me politicé, temprano en verdad, a los 14/15 años y en plena dictadura, hablaba mucho de política con el viejo. Y de historia, una pasión compartida. Y de religión, claro, pues fue él quien me llevó con apenas 13 pirulines a la Capilla “Puerta del Cielo” de la calle Nueva York al fondo, capitaneada por un cura tercermundista. En una de esas charlas, donde me contó que en 1973 había votado a Cámpora primero y a Perón después porque en el Frente Justicialista de Liberación (Frejuli) estaba el MID (desarrollismo, al cual adhería), le pregunté: “¿Por qué fuiste antiperonista?”. Y me respondió: “Por boludo. Yo nací y crecí en Berisso. Cuando hacía las visitas a domicilio a mis primeros pacientes, en cada casa había una foto de Perón y otra de Evita. Yo les preguntaba porqué eran peronistas, y ellos me respondían que absolutamente todo lo que tenían era gracias al peronismo. Y cuando llegó la dictadura, se empezaron a quedar sin laburo. Ahí me pregunté: ¿por qué cornos me hice antiperonista de joven? Y llegué a la conclusión de que me dejé llevar por el ambiente elitista de la facultad. Y ahí me dije ‘yo no puedo ser antiperonista’. ¡Qué boludo!”, insistió.
Tampoco es que se hizo peronista, pero lo de “anti” lo reconocía como un error. Es más, poco y nada tenía que ver eso con que se hubiese convertido, allá por 1980, 1981, en integrante del grupo laico de la Capilla desde la cual surgieron iniciativas como la comisión de desocupados, la unión de los chatarreros (algo así como los posteriores cartoneros), las ferias del trueque y un largo etcétera.

Pero vuelvo a aquel 1968 de la mudanza familiar. Al año siguiente, a mis cuatro años, me mandaron al Jardín de Infantes Nº 1 que funcionaba en una prefabricada -o similar- montada en la parte de tierra del patio de la Escuela Primaria Nº 2 “Juan Bautista Alberdi”, la cual quedaba exactamente a una cuadra de nuestra nueva casa. Para quienes conocen Berisso, en avenida Montevideo esquina 12. En 1970 se inauguró el edificio propio del Jardín Nº 1, que funciona hasta hoy en el Parque Cívico de Soberi, y allí hice la sala de 5.
En 1971 arranqué la primaria en la Escuela 2, la del barrio, la única. ¿La única? Sí. En ese tiempo, a mis viejos no se les pasó por la cabeza otra cosa: la escuela era la del barrio, la misma a la que iban mis dos hermanos. Algún joven o no tan joven quizás lea esto y le parezca un cuento de otro país. No, no. La escuela privada “no existía”. O sí, pero estaba limitada a una de “monjas” donde sólo aceptaban chicas y a una de “curas” donde sólo aceptaban varones, aunque prácticamente nadie las tenía en el radar. Lo de la escuela privada como lugar donde “cae” casi irremediablemente la clase media recién se institucionalizó a mediados de los ’90, es decir, durante la Segunda Década Infame, cuando la reforma educativa del ’94 cambió el histórico y exitoso esquema de primaria y secundaria por una EGB de 9 años (en rigor, una primaria súper extendida) y un Polimodal de 3 años que era optativo. Al mismo tiempo, los tradicionales y excelentes colegios industriales fueron literalmente destrozados. “Nos cambiaron dibujo técnico por dibujo artístico”, me contaba siempre el ex director del Industrial “Albert Thomas”, Jorge Mattia.

En la Escuela 2, en pupitres de madera históricos y hermosos, los compañeros del grado eran los amigos del barrio y viceversa. Eso generaba un sentido de pertenencia maravilloso. Siendo tan chicos, nosotros no lo pensábamos así, por supuesto, pero con el tiempo los recuerdos nos devuelven aquel orgullo inmenso de “ser de la Escuela 2”, así como cada alumno o alumna sentía lo mismo por su escuela.
“La 2” era (es) una construcción de los años ’60. Hermosa. Imponente. Sólida como una roca. Tenía un salón de actos con sala de proyección, un escenario espectacular, un patio gigante, pasillos anchos y largos con los pisos siempre relucientes, escaleras de mármol, aulas amplias y súper iluminadas, un mantenimiento que la tenía siempre impecable. Y maestras excelentes.
Cada año de la década del ’70 nos coincidía con el grado (1º grado en 1971, 2º grado en 1972, etc). Así las cosas, en tercer grado tuvimos el privilegio de leer el libro de cuentos La Torre de Cubos, donde la escritora Laura Devetach publicó maravillas como La Planta de Bartolo y muchas otras historias. Desde marzo del 76 se prohibió a la autora, al libro y a todo bicho que caminara en otra dirección que no fuese la que marcaban las botas cívico-militares.
Esas lecturas -a las que los dictadores tacharon de socialistas o anticapitalistas o contrarias a los valores occidentales y todas esas chorradas- compensaron el adoctrinamiento que recibimos en la escuela: nosotros, los de generaciones anteriores y, ni hablar, posteriores. Por eso cuando hoy hablan de “adoctrinamiento” en las escuelas o universidades me recuerdan a los fariseos que Jesús llamaba alto y claro “¡hipócritas!”. Es que nos enseñaban que Rivadavia era un patriota, que San Martín encabezó la gesta independentista con el apoyo de Buenos Aires, que Belgrano creó la bandera y todos lo celebraron alegremente -cuando en rigor los porteños la rechazaron-, también entraron en la categoría de próceres los que “combatieron los malones de los indios”…de la conquista de un desierto inexistente y el genocidio de los pueblos originarios, mejor ni hablar.

Pero hay algo muy cierto. Esa escuela, al menos hasta 1976, nos enseñó a pensar, a razonar, a deducir, a estudiar, a investigar. Sembró en nosotros esa semilla que, al germinar, nos permitió tener pensamiento crítico.
El boomerang
1978, primer año del secundario en el Colegio Nacional de La Plata, literalmente intervenido por la dictadura cívico-militar. Examen de ingreso, riguroso. Entonces no se ingresaba por sorteo. Y allí comprobé, junto con dos compañeros de grado que también rindieron, que la escuela pública del barrio nos había dado una muy buena formación.
En aquel Nacional intervenido te amonestaban si tenías el escudo descosido en un borde. No, no estoy exagerando. Y el elitismo te lo inculcaban desde el minuto uno. Recuerdo como si fuese ayer que el vicerrector, cuando estábamos en segundo año, nos retó por algún bolonqui que hicimos -mi maravillosa división, la Sexta, tenía un doctorado en quilombos-, hasta que en un momento nos dijo algo así como “Si ustedes se suben a un micro sin uniforme ni nada que los identifique con el colegio, todos los pasajeros, por su forma de caminar, de pararse, de sentarse, de mirar y respirar tienen que decir ¡‘este es un alumno del Nacional’!”. A la pelota… Pero el hombrecito no sabía que, al menos en muchísimos casos, esas palabras con el paso de los años se transformarían en un boomerang.

Otra vez, como en la primaria, en el Nacional tuvimos grandes maestros: profesores y profesoras que nos enseñaron a leer comprendiendo, a redactar casi sin errores, a pensar, a razonar, a deducir, a estudiar, a investigar, a trabajar en equipo. Y todo ello nos posibilitó tener pensamiento propio, crítico.
¿Hasta qué punto? Hasta el punto de que en noviembre de 1982, la noche de entrega de diplomas y del lunch en el patio del colegio, mientras nuestros padres quedaron solos en ese patio, desde el descanso de la escalera principal del enorme edificio de 1 y 49 tronó un masivo “¡se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar!”, y una dedicatoria al rector interventor, cuyo apellido me voy a ahorrar: “¡Fulano, compadre, la c… de tu madre!”. Eso fue lo que logró aquel sistema filomilitar que nos impusieron.
Primavera democrática y Universidad
1983 fue el año del salto a la Universidad. Examen de ingreso. Transición democrática. Aunque el clima seguía complejo, muy espeso. Pero nos lanzamos a militar. “¡Ja! Van a la universidad a militar…” No señora o señor decimonónico. Militábamos y estudiábamos. ¿Sabía que se pueden hacer las dos cosas a la vez y bien?
Ganó Alfonsín y la universidad se convirtió en un lugar donde se respiraba libertad en cada centímetro cuadrado. Asambleas, discusiones de pasillo, muy buenos profesores y profesoras, debates en el aula. Estudio y trabajos prácticos en grupo. Vida universitaria. Maravillosa. ¿Y sabe una cosa señora ex gobernadora de la provincia de Buenos Aires? Así como en el grado de la escuela del barrio se juntaban el hijo del ingeniero con el del mecánico, el del médico con el del obrero calificado de YPF, el del comerciante con el del trabajador de Astillero Río Santiago, el pibe o la piba del centro con los del barrio “Las 14” de Berisso, 10, 15, 20 años después, en la Escuela Superior de Periodismo de la UNLP la heterogeneidad era tremenda. Sí, había chicos y chicas del centro platense y otros que viajaban cada día desde el humildísimo Conurbano profundo, o desde la periferia de la capital provincial o desde Berisso y Ensenada. Hijos e hijas de profesionales y comerciantes prósperos junto con hijos e hijas de laburantes cuentapropistas (figura que se disparó durante la dictadura) que se rompían el lomo para que puedan estudiar en la Universidad.

Desde la segunda mitad de los años ’40, en los ’50, ’60, primeros ’70, la movilidad social ascendente fue una marca registrada de la Argentina de los premios Nobel, del 60% o más de clase media, de los obreros calificados, de una educación pública realmente de calidad que albergaba a más del 90% de los alumnos y alumnas, de índices de industrialización históricos, de una desocupación del 2,7%, una pobreza del 8% y una informalidad laboral menor al 10%…todo ello, junto con una distribución de la riqueza de 50-50 entre Capital y Trabajo, se dio en 1974. En marzo del ’76 comenzó la destrucción planificada.
Pero hubo algo que ni la dictadura, ni la Segunda Década Infame (1989-2001), ni el macrismo, ni el actual gobierno de extrema derecha pudieron ni podrán derribar: la Universidad Pública Argentina, hoy por hoy la institución con mejor imagen para la sociedad, no se toca. ¿Por qué? Porque allí siguen confluyendo los hijos e hijas de la clase media y los de los laburantes, en decenas de miles de casos ‘primera generación universitaria de la familia’. Es la última trinchera de la movilidad social ascendente contra los proyectos mesiánicos-liberales y ultraliberales, para seguir peleando por una sociedad humana, igualitaria, culta, con industria nacional y trabajo argentino.
Quieren retrotraernos al modelo de la Argentina del Centenario. Se me ocurre que les va a costar tanto como volver a sacar el 50 y tanto por ciento de votos mintiéndole descaradamente a todas y todos los argentinos en la cara.
Los pueblos se equivocan. Los pueblos a veces retroceden. Los pueblos muchas veces pierden la brújula. Pero raramente se suicidan o sacrifican la “joya de la abuela”. Y la Universidad Pública es nuestra “joya de la abuela”. Parece ser que el “anarcocapitalismo” tocó una de las fibras más sensibles de la sociedad, esa que une a todas las clases sociales en un aula…pública.