Alberto cargaba con sesenta y tantos y una vida de trabajo duro que le había pasado factura a su cuerpo. Era paciente del doctor Raúl Rosario “de toda la vida”, al igual que su esposa y sus hijos e hijas. En aquel tiempo (años 50, 60, 70…) era así. El médico era “el médico de la familia”.
Tiempos de visitas a domicilio, en las cuales el doctor empezaba por atender a la persona enferma y terminaba atendiendo la demanda de casi todos por alguna dolencia insignificante y hasta normal. Luego, mate, café o té y largas charlas sobre fútbol, política, la vida misma.
Pero aquella vez Alberto fue a ver al doctor Raúl Rosario al consultorio, donde atendía “por orden de llegada”, lo que provocaba un aglomeramiento de gente que dejaba pequeña la sala de espera; el pasillo de la casa (donde vivía su madre) y a veces hasta la vereda estaban repletos de personas. “Tengo que contratar a una chica para que dé turnos”, prometía y se prometía Raúl Rosario una y otra vez. Nunca lo hizo.
Es que sentía que “tener secretaria” no encajaba con su visión de la vida; de “su” vida hecha de simpleza y de barrio. Pero además, en aquellos tiempos los turnos no eran de 20 ó 30 minutos, sino que duraban lo que el paciente requiriera. Y muchas veces el paciente requería una oreja que lo escuchara largo y tendido. “Hay gente que viene llena de dolores, me cuenta todos sus problemas y se va perfecta. Cuando me pregunta qué tiene que tomar, le digo ‘una aspirina’”, solía contar.
Revisó a Don Alberto de punta a punta, luego tomó el recetario y empezó a anotar. Le dijo: “Alberto, vas a tomar…..” Le iba explicando qué remedios debía comprar y cómo usarlos. El hombre se puso tenso.
A trabajar se ha dicho
Raúl Rosario no conoció a su padre Juan, pues falleció cuando él tenía dos años. Hijo único de Josefa, se fue a vivir de muy pequeño con ella a la casa de sus abuelos maternos. Una casa “de alto”, hermosa, de las de antes, es decir, una construcción para toda la vida. En el salón de la planta baja funcionaba el almacén de sus abuelos.
Hizo la primaria en la Escuela Nº 52 de su Berisso natal (actual Escuela Nº 1), ubicada justo frente a la casa donde vivía, en Montevideo entre 5 y 6, a tres cuadras de la histórica calle Nueva York, el puerto y los frigoríficos que dieron vida y entidad a la ciudad ribereña.
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Su madre “cosía para afuera”, un trabajo muy común en aquellos tiempos. La situación económica no era holgada. Sumado a que aún no estaba universalizada la cultura del estudio más allá del sexto grado de primaria, Raúl Rosario se encontró frente a una decisión clave en su vida con apenas 12 años: cuando finalizó la escuela, Josefa le dijo que si quería seguir estudiando tenía que trabajar.
Y lo hizo. Desde entonces hasta que finalizó la carrera universitaria. Siendo menor ayudó a sus abuelos en el almacén, y cuando tuvo edad para entrar a una empresa como aprendiz, fue empleado de la Unión Telefónica y posteriormente administrativo del Frigorífico Armour.
Tomaba el tranvía 25 para ir al Colegio Nacional de La Plata, donde fue compañero de promoción -aunque no de división- de René Favaloro, a quien con el tiempo admiraría profundamente y siempre tendría como norte.
Raúl Rosario se recibió en nueve años, tras perder uno completo por un problema en la vista. Hizo toda la carrera trabajando. Y su gran sueño era ser médico rural. Incluso tenía en mente dos o tres pueblos del interior para irse a trabajar y vivir con su familia. “Pero siempre que mencionaba el tema, mi mamá ‘se enfermaba’. ¿Qué casualidad, no?”, solía contar varios años después, entre risas y una indisimulable melancolía por su proyecto de vida trunco.
Cuando ya había cumplido sus bodas de plata como médico y contaba con un pasar económico bastante sólido, aunque jamás ajeno a las recurrentes crisis económicas argentinas, Raúl Rosario se compró una bicicleta Legnano rodado 28 para hacer las visitas a domicilio. Color verde inglés y con ruedas gruesas, fue apodada por uno de sus pacientes “el tractor”. Ese gran rodado era imprescindible, pues la mayoría de las calles de Berisso eran de tierra y, todas ellas, un muestrario de pozos.
Y así recorría las calles berissenses con “el tractor”, su chaquetilla blanca y su ataché. “Muchos me miran con cara rara cuando llego. No les gusta que vaya en bicicleta. Hay gente que quiere que el médico vaya con un auto cero kilómetro”, solía quejarse.
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“Vaya tranquilo…”
Sin poder simular cierta vergüenza, cuando Don Alberto tomó la receta que le hizo Raúl Rosario, le dijo: “Disculpe doctor. Pero la cosa está brava. Y yo no tengo mutual. ¿Tengo que tomar todo? No sé si me alcanzará para comprarlo”.
-Usted vaya a la farmacia que queda en la esquina de Montevideo y Guayaquil (hoy calle 11), les da esta receta y no le van a cobrar nada. Vaya tranquilo… –le respondió el médico.
Corrían los años 60, las crisis económicas se sucedían y las mutuales recién comenzaban su andadura. Eran contados con los dedos de una mano quienes tenían una.
En efecto, a Don Alberto no le cobraron un centavo.
Pasó el tiempo y la “viveza criolla” se hizo presente. Raúl Rosario se dio cuenta de que comenzaron a visitarlo muchas personas que no eran pacientes suyos. Es que (pueblo chico…) se había corrido la voz de que aquel que iba a la farmacia de Montevideo y 11 con recetas del doctor Raúl se llevaba los medicamentos sin pagar.
Pero sus nuevos (y antiguos) pacientes con recursos, cuando presentaban la receta escuchaban del farmacéutico o del empleado: “Son 200… ó 300, ó 500”. Y nadie decía nada, claro.
Es que en esa farmacia, por un acuerdo de palabra entre su dueño y Raúl Rosario, no se cobraban las recetas que tenían una determinada marquita. Una marquita que solamente conocían el médico y el farmacéutico. Y que el doctor le hacía a las recetas de todos aquellos que él sabía que pasaban por problemas económicos.
Esos medicamentos iban a una cuenta que el doctor Raúl pagaba religiosamente, de su propio bolsillo, a principios de cada mes.
Nadie se enteró jamás cómo ni porqué muchas recetas no se cobraban. Quizás guiado por una mezcla de sus orígenes -que jamás olvidó-, su visión profundamente humanista de la medicina y sus hondas convicciones religiosas -“que no sepa tu mano izquierda lo que hace tu derecha”, Mateo 6:3-, el doctor Raúl Rosario nunca contó lo que hacía, salvo en el seno de su familia.
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*Esta historia es real. Y un pequeñísimo homenaje al médico berissense Raúl Rosario Altavista (1923-1983)