El nuevo sueño americano

Poner un pie en los Estados Unidos ya está muy lejos de ser un sueño. Y para quienes llegan desde el sur, se parece mucho más a una pesadilla

Miguel es guatemalteco, tiene 18 y está cursando el último año de la escuela secundaria en Bensenville, un suburbio ubicado a 26 kilómetros de Chicago, la tercera ciudad de los Estados Unidos. Llegó al país del norte en su primera adolescencia, junto con su padre, en busca del sueño americano. De día va al colegio. De noche, y desde los 14 años, trabaja en una planta de reciclaje de metales limpiando piezas con químicos calientes, que normalmente lo salpican y queman sus antebrazos.

“Tienes que limpiar bien, el jefe te regaña mucho si sale mal”, cuenta, orgulloso porque en una semana le agarró la mano al asunto. Hasta hace poco, él y su padre vivieron tres años en un pequeño apartamento con once parientes y amigos de la familia, durmiendo en el suelo del salón. Miguel solía despertar y veía pasar cucarachas. “Fue malo ver también a niños allí, durmiendo en el suelo. Yo pensé que ya estaba grande y me debía acostumbrar. Pero no ellos”, sostiene.

Con 14, 15, 16 años, se consideraba “grande” y por eso creía que estaba bien dormir en el suelo: lo injusto era que lo hicieron los niños. También veía bien trabajar eternos turnos nocturnos en una industria siendo menor de edad. Incluso estaba contento por haber conseguido ese empleo. Tiene un sueño: ser jugador de fútbol.

Miguel es uno más entre decenas de miles de adolescentes centroamericanos (fundamentalmente del triángulo norte de ese subcontinente conformado por Honduras, El Salvador y Guatemala) que lograron ingresar a los Estados Unidos en los últimos años, “algunos como menores no acompañados, otros junto a uno de sus progenitores”, se explica en el extenso y conmovedor informe publicado por ProPublica, un medio independiente y sin fines de lucro.

La exhaustiva investigación pone blanco sobre negro el tema del trabajo infantil en varias ciudades de Estados Unidos, ante la pasividad de las autoridades y las excusas poco creíbles de las cámaras empresarias. Es que los chicos no se quejan por esas jornadas de trabajo nocturno que, en muchos casos, se extienden desde las seis de la tarde hasta las seis de la mañana. Y es que necesitan el dinero sí o sí para pagar la deuda con el coyote (traficante de personas que los hizo entrar a EEUU) y enviarle plata a su familia que quedó malviviendo en Centroamérica. Si no pagan, sus familiares pagarán por ellos. Y no siempre con dinero.

Ahora bien, ¿por qué miles y miles de niños y adolescentes se lanzan a cruzar México “de la mano” de un coyote (viaje durante el cual suelen recibir maltratos) e ingresar a un país que los espera como mano de obra barata-esclava, para dormirse en la escuela por el agotamiento físico de las duras noches de trabajo, y para vivir hacinados con un futuro incierto?

Es que el triángulo (como se conoce a El Salvador, Honduras y Guatemala) se ha convertido en un auténtico infierno. Las guerras civiles de los años ’80, las dictaduras previas y los gobiernos corruptos que les siguieron, la falta de trabajo, una desigualdad social insultante, una pobreza galopante y casi nulas expectativas de futuro lo explicarían todo. Pero no. Falta el motivo principal: las Maras. Organizaciones criminales que superan en número y poder territorial a las fuerzas de seguridad oficiales, que controlan los barrios a pulso de extorsión a sus habitantes, comerciantes y empresarios, que en muchas zonas son directamente quienes imparten “justicia” (y hasta se convierten en mediadores de conflictos entre vecinos), que pueden inclinar elecciones para uno u otro partido político, que también hacen negocios con la trata de personas y el narcomenudeo. Hasta ahora no se comprobó que el gran narcotráfico sea el fuerte de estos grupos, sino, como se dijo, la extorsión.

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Migrantes centroamericanos rumbo a EE UU (Foto Ideele)

Vale destacar que en los últimos años, los niños y adolescentes se han enfrentado, además, a la amenaza –en cientos de casos hecha realidad– de ser separados de sus familiares por la política anti-inmigración de Donald Trump. “Aunque, a decir verdad, hubo deportaciones masivas de centroamericanos desde los años ’80 en adelante, es decir, desde (la presidencia de Ronald) Reagan hasta (la de Barack) Obama”, pasando por Bush padre, Bush hijo y Bill Clinton, apuntan salvadoreños estudiosos del tema migratorio. Y hacen notar que en esas deportaciones masivas “estuvo el origen de la expansión infinita de las Maras en Centroamérica”.

Sueños rotos

“Después de nueve horas regando a alta presión maquinaria en una planta de procesamiento de alimentos, el joven García (también de 18 años pero trabajador desde los 15, cuando empezó en una fábrica de piezas de automóviles) está cansado y hambriento. Pero tiene menos de una hora para prepararse para ir a la escuela secundaria, donde es estudiante de tercer año”, narra en otra parte la investigación, para describir que en Bensenville, y en sitios similares de casi todo Estados Unidos, chicos como García están escolarizados, pero al contrario de la inmensa mayoría de sus compañeros, quienes por la noche duermen como corresponde a todo niño o joven en edad escolar, trabajan para pagar deudas a los traficantes que los hicieron entrar al país, así como para ayudar a su padre o madre -o adultos responsables- con el alquiler y las facturas, comprarse ropa y calzado y enviar dinero a su familia que se quedó en “el triángulo”.

En uno de los distritos escolares del estado de Illinois -al que pertenecen Chicago y Bensenville- cuentan que “niños y adolescentes reparan tejados, lavan platos o pintan apartamentos universitarios”. Es parte de la “oferta laboral” que hallan los chicos. En Massachusetts, lejos de allí, un sindicalista de origen guatemalteco advierte que escuchó “quejas de trabajadores adultos en la industria empacadora de pescado, pues están perdiendo trabajos a manos de adolescentes de 14 años”. En Ohio, en tanto, hay menores-trabajadores en “peligrosas plantas de procesamiento de pollos”.

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El denominado «triángulo» de Centroamérica está formado por Honduras, El Salvador y Guatemala

La investigación detectó menores de edad que trabajan o trabajaron en unas 25 fábricas, solamente en las afueras de Chicago. Generalmente son ubicados por agencias de empleo temporal, pese a que en casi todas las situaciones las leyes que combaten el trabajo infantil prohíben “explícitamente” su contratación.

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«Nadie quiere hablar»

¿Y entonces? Activistas por los derechos laborales dicen que “hace tiempo que escuchan rumores” sobre el trabajo infantil, pero les resulta imposible avanzar sobre el tema porque “nadie quiere hablar”. Y añaden que varios obreros adultos aseguran que “encuentran a diario a niños en las fábricas cuando llegan al trabajo”. Por su parte, maestros de escuelas comentan que tuvieron como alumnos a chicos que “se lesionaron en el trabajo” pero “no pidieron ayuda por el enorme miedo que sentían a meterse en problemas”, subraya el amplio estudio realizado por ProPublica.

¿Y las autoridades? “Las agencias gubernamentales responsables de hacer cumplir las leyes sobre el trabajo infantil no van buscando infracciones. Esas agencias esperan que las quejas lleguen a ellas”. Pero eso casi nunca ocurre por el mismo motivo que hacen notar los docentes: el miedo y la necesidad extrema de los adolescentes.

¿Y las empresas? “Las empresas se benefician del silencio. Es un secreto a voces que nadie quiere revelar”. Si los niños pierden el empleo no les pagan a los coyotes. Si no les pagan a los coyotes, sus familiares en Centroamérica corren riesgo de vida. Y ellos, de ser deportados. Y aquel que se fue y vuelve es altamente probable que la pase muy pero muy mal. Las Maras dejan muy en claro que “se está con ellos o contra ellos. Y el que se va, no está con ellos. Ya sea al extranjero o a las zonas de refugiados internos en los propios países del triángulo, un fenómeno que creció muchísimo durante los picos de la pandemia de Covid-19 y tras los huracanes Iota y Eta que dejaron zonas devastadas.

“Al contrario de lo que pueda pensarse, en esas desgracias las pandillas encontraron la forma de aumentar su poder todavía más”, asevera un ex jefe de Policía de El Salvador.

“Los menores usan tarjetas de identidad falsas para conseguir trabajo a través de las agencias de empleo temporal, las cuales reclutan a inmigrantes y (a sabiendas o no) aceptan los documentos que les entregan”, indica la investigación.

Trabajar de noche posibilita a los jóvenes ir a la escuela durante el día. “Pero es un sacrificio brutal. Se quedan dormidos en clase, y muchos, a la larga, abandonan los estudios. Otros, como el chico García, se lesionan. Sus cuerpos muestran las cicatrices de cortes y otras lesiones de trabajo”, cuentan los educadores.

En muchos colegios, pese a que la situación es muy difícil de blanquear, hay profesores y profesoras que se ocupan de que esos chicos puedan avanzar lo suficiente para que no abandonen los estudios. Pero no es la regla general. “Hay quienes, aún sabiendo la realidad, los reprueban sin más. Y cuando los alumnos les explican -sin brindar detalles, desde ya- que atraviesan muchas dificultades, les responden ‘ese no es mi problema’”.

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El ex presidente estadounidense Donald Trump

La monstruosa política de Trump

Muchos chicos pasaron por la “red federal de albergues para menores inmigrantes no acompañados”, que estuvieron en la mira en 2018 por la política de Trump de separar a los niños de sus padres. “Mientras esperaban semanas o meses para ser puestos bajo la tutela de sus custodios o patrocinadores, se sentían cada vez más ansiosos por sus crecientes deudas de inmigración, desesperados por salir y poder trabajar para que sus familias, en sus países de origen, no sufrieran las consecuencias del incumplimiento de un préstamo”, narran los investigadores.

María Woltjen, directora ejecutiva y fundadora del Centro Young por los Derechos de los Niños Inmigrantes (Young Center for Immigrant Children’s Rights), una organización que pelea en la Justicia por los niños inmigrantes, reflexiona: “Honestamente, creo que casi todo el mundo en el sistema sabe que la mayoría de los jóvenes vienen a trabajar y mandar dinero a casa”.

¿Y por qué no prospera ningún caso en tribunales? “Es que, ya estuvieran en un albergue en Florida, California o Illinois, los menores escucharon serias advertencias del personal de esos centros: debían matricularse en un colegio y no meterse en líos, porque los jueces de inmigración que iban a decidir sus casos no querían ni oír hablar de que estuvieran trabajando”.

El excelente corto español “Maras: Ver, Oír y Callar”, dirigido por Salvador Calvo y nominado a los premios Goya 2020, sintetiza desde su título la forma de vida que los niños, adolescentes y jóvenes salvadoreños, hondureños y guatemaltecos deben llevar para sobrevivir en sus países de origen, pero, paradójicamente, la que deben seguir, y al pie de la letra, también en Estados Unidos, a riesgo de perder empleo, familia y algún sueño de futuro (que no es precisamente el sueño americano de las series y películas de Hollywood).

El chico García llegó a EEUU a los 15 años. Sin dar la cara, y quizás ni siquiera su apellido verdadero, cuenta que pisó tierra estadounidense con una fuerte deuda sobre sus espaldas. Unos 3.000 dólares con el coyote que lo había guiado a través de México. Para pagar ese viaje sus padres habían pedido un préstamo bancario utilizando su casa como aval. Si no pagaba la deuda, su familia podría perder su hogar. Como mínimo.

Llegó escapando de las pandillas (las Maras) y la pobreza de Huehuetenango, capital del estado del mismo nombre, en el oeste de Guatemala.

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El 70 por ciento de los niños y niñas guatemaltecos menores de 5 años son pobres (crédito imagen: aa.com)

La pobreza estructural, base del fenómeno

“Se siente una culpable”, dice Juana, mamá del joven y cocinera de un restaurante en Huehuetenango, que además plancha y lava ropa en su tiempo libre para ganarse unos pesos adicionales. “Ojalá pudiera yo conseguir un buen trabajo, donde me paguen bien, para poder cumplirle los sueños a mis hijos, para que terminen sus estudios. Pero por más que uno haga, no logra ganar lo suficiente para sacarlos adelante”, asegura la mujer.

A lo largo de muchos años, niños y familias enteras huyeron del triángulo centroamericano. Hasta hoy son noticia las largas colas de migrantes atravesando México. “Es que corre la voz de que es fácil para los menores, o incluso para adultos acompañados por niños, entrar a los Estados Unidos y pedir asilo”, cuentan en América Central. No obstante, los fríos números de las fuerzas federales de EEUU dicen que “desde 2012 hasta 2019, el número de (sólo los) guatemaltecos detenidos en la frontera pasó de 34.000 a más de 264.000” y que “de los detenidos el año pasado, alrededor de un 80 por ciento eran familias o niños viajando solos”.

En las últimas décadas, las fábricas norteamericanas “han intensificado su giro hacia agencias temporales de empleo para cubrir sus puestos de trabajo, pues las agencias ofrecen flexibilidad en el empleo y pueden ayudar a las empresas a escudarse contra asuntos legales relacionados con el estatus migratorio dudoso de algunos empleados, o reclamaciones de compensación laboral, porque son esas agencias los empleadores directos”. Es decir, las empresas se lavan las manos. Y las autoridades miran para otro lado.

El presidente y director ejecutivo de la asociación de fabricantes de Illinois, Mark Denzler, afirma a los autores de la investigación, mediante una declaración escrita, que “las agencias de empleo son consideradas como el empleador oficial” y “están obligadas por ley a revisar correctamente a los aspirantes”. Y asegura que su asociación “exhorta enérgicamente a todos los fabricantes a cumplir con todas las leyes federales y estatales, especialmente en lo que concierne a las leyes de trabajo infantil. No consentimos las infracciones a estas leyes”, añade.

“El problema es más grande que el asunto de hacer cumplir la ley. Es un reflejo de la pobreza insuperable en los países que mandan migrantes de todas las edades aquí. Y de la fuerza de atracción de un mercado laboral americano ávido por contratarlos”, remata la activista María Woltjen.

Y sí, esto ocurre en pleno siglo XXI.

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