Origen, auge, caída y resurrección del vino de la costa

Una industria regional que ‘bailó’ al compás de las decisiones gubernamentales y los vaivenes económicos que signaron la vida nacional, y que hoy sigue esperando una política de Estado hacia los pequeños productores guiada por una mirada integral y de largo plazo, conceptos ausentes en parte de la dirigencia argentina

Crédito imagen: Revista La Chacra - Archivos del Sudeste

“El trabajo en los frigoríficos era durísimo”. La frase está en boca de todo aquel habitante de Berisso que conoció, en primera persona o por los relatos del padre y los abuelos, la época de oro de la ciudad ribereña, la cual, no por casualidad, coincidió con los años en que la clase obrera argentina no fue al paraíso, pero tomó conciencia de que podía luchar para intentarlo. Eran las décadas de los ’40 y ’50, cuando los frigoríficos Swift y Armour producían 7×24 y la calle Nueva York, sobre la que se levantaban, veía pasar a diario una cantidad de trabajadores y trabajadoras que superaba ampliamente a la población de la ciudad toda.

Pero el trabajo duro en Berisso tenía, ya desde los años ’20 y ’30, otra ‘terminal’. Quizás menos vistosa, menos tecnificada, que no vivía de la exportación ni dependía del puerto, pero que hundía sus raíces tan profundamente en el alma de cada berissense, que sus ramificaciones llegaron hasta hoy y siguen mirando hacia el futuro: en la otra punta de la entonces localidad de La Plata, en la espesura del monte de la vasta zona de Los Talas, familias de inmigrantes italianos, portugueses y españoles crearon el vino de la costa en base a una variedad de uva que soportaba el agua de las crecidas del río y la humedad. “Uva chinche”, fue el mote popular. Se trataba de la Vitis labrusca tipo Isabella. Unas setenta a ochenta familias llegaron a elaborar más de un millón de litros al año. Ello, sumado a la venta de uva -como fruta- y de ciruela, fue sinónimo de empleo, producción y prosperidad en la región.

En 1967, la dictadura de Juan Carlos Onganía quitó a la Isabella del listado de uvas vinificables en el registro nacional, al tiempo que comenzó a promocionar a los grandes productores y exportadores de Cuyo. Fue el golpe de gracia para miles y miles de trabajadores y familias que tuvieron que reinventarse. No obstante, los esperaba otra plaga: los años ’90, que convirtieron al monte en tierra arrasada. El proceso de recuperación fue arduo y tuvo tres años claves, 1999, 2003 y 2013. Pero vayamos por partes.

Del viernes 7 al domingo 9 de julio de 2023, a partir de las 14, en el Gimnasio Municipal de Berisso -calle 10 y 169- se realizará la 20º Fiesta del Vino de la Costa, la cual contará con puestos de viñateros, productores locales y regionales, concursos de vinos y mermeladas, conversatorios, charlas, espectáculos musicales, gastronomía y visitas guiadas a viñedos

En los años 40, el movimiento en las quintas de las familias Murgia, Ruscitti, Ceraza, Ferrari, Antonelli, Borio, Cédola, Di Lorenzo, Domingues, Natale, De Simone, Leotta, Menna, Ricci y tantas otras, era incesante. Se producía más de un millón de litros de vino al año (Crédito imagen: Noticias Baires)

Palo Blanco. Monte profundo. Cerca de una gran casa de madera con aire señorial, entre la exuberante vegetación se abre un camino que conduce a las plantaciones de vid. A un lado, se extiende un estrecho canal del Río de la Plata delimitado y engalanado por ‘gigantescas’ y coloridas hortensias. La llegada a la zona plantada se ‘huele’ a la distancia: el aroma de la uva chinche es inconfundible, e irresistible. Numerosos trabajadores están en plena cosecha. Corren los años ’40.

El movimiento en las quintas de las familias Murgia, Ruscitti, Ceraza, Ferrari, Antonelli, Borio, Cédola, Di Lorenzo, Domingues, Natale, De Simone, Leotta, Menna, Ricci y tantas otras, es incesante.

Fue la época de oro de una industria que hasta hoy es orgullo e identidad de los berissenses.

“Se estima que la uva Isabella arribó a la Argentina en 1878, en las valijas de los inmigrantes friulanos que fundaron lo que hoy es la ciudad cordobesa de Colonia Caroya. Contó con una amplia difusión en el encepado nacional hasta mediados del siglo XX, principalmente en el noroeste, en la Mesopotamia y en el centro del país”, narran en el blog Vinos en Córdoba.

Luego, tras hacer hincapié en “el proceso de erradicación” que se intentó en los ’60, saltan a los nefastos años ’90. “Desde entonces solamente se conservan algunas plantaciones de importancia en Colonia Caroya (Córdoba), unos cuantos emprendimientos familiares minúsculos en la costa bonaerense (Avellaneda, Ensenada y Berisso) y un viñedo experimental en Misiones”, describen.

Pero ya iremos a los ’90. O, mejor dicho, a la etapa final de esa segunda década infame.

Isla Paulino. «Si no te topaste con gigantescas hortensias que crecen a la vera del río como el trébol en el campo, es porque no estuviste en Palo Blanco, en la Isla Paulino ni en la Isla Santiago», sentenció un lugareño (Crédito imagen: Grupo La Loma)

Antes nos remontaremos a 2013, un año crucial en la historia del vino de la costa, pues fue cuando el Instituto Nacional de Vitivinicultura (INV) volvió a declarar a la Isabella como uva vinífera, con un fuerte espaldarazo del gobierno nacional.

Aquel año, este cronista tuvo el privilegio de mantener una larga charla con el productor Francisco “Pancho” Domingues, quien contó que “mi viejo (Don Antonio Domingues) arrancó en 1935 con muy pocas parras, unas veinte o treinta. Y es que en realidad, la producción fuerte en ese momento no era el vino, sino el mimbre, la ciruela y la famosa pera de agua”. Años después, las familias tuvieron un cliente ‘de lujo’ y exclusivo para la ciruela: cada año, una conocidísima marca de dulces y mermeladas les compraba toda la producción. Se trataba de la marca del jingle que finalizaba “…se come sola”. Eso les daba una ventaja comparativa muy importante para dedicarse con más aire al vino.

Pancho Domingues relató. “Los portugueses, españoles e italianos de la zona hacían vino para consumo propio, como en su tierra natal. Pero como cada domingo los lugareños se juntaban en una quinta distinta a comer un asado, cada uno, cuando se iba, le pedía al anfitrión que le vendiera unos litros. Entonces, un día dijeron: ‘Si lo vendemos no nos queda para nosotros’. Recién ahí lo comenzaron a ver como una posibilidad de generar ingresos, por lo que empezaron a plantar más y más parras”.

Luego trazó un mapa del vino. “Desde la Isla Paulino hasta el actual Hogar de Ancianos (ubicado en Los Talas) estaban los italianos; esa era la zona más fuerte. Y de allí hasta La Balandra predominaban los españoles y portugueses”.

Etiqueta histórica de vinos Antonelli, una de las tradicionales familias de la industria vitivinícola de la ribera (Crédito imagen: 1871 Museo de Berisso)

Cuando llegó la era dorada, en que unas setenta a ochenta familias producían un millón de litros al año, Domingues rememoró que los principales clientes eran de la región, “gente que tenía el paladar muy acostumbrado a ese vino porque había heredado la costumbre de sus abuelos y bisabuelos que llegaron de Europa”. Mercado interno, que le dicen. Y en los ’40 y ’50 funcionó a tope.

“Mi padre y mi madre trabajaban la quinta solos. En aquel entonces, las mujeres trabajaban a la par de los hombres y ambos lo hacían de sol a sol. Eso sí, en la época de cosecha se necesitaban muchas manos. Pero entonces aparecía el vecino de un lado, el del otro, el de enfrente, todos se ayudaban entre sí. Eso era cooperativismo”, subrayó Pancho en aquella inolvidable charla.

Crédito imagen: info blanco sobre negro

Tras la debacle que el Onganiato provocó en 1967, cuando el INV quitó a la uva Isabella del registro oficial mediante una ley que, a la vez, promovía a Cuyo como zona vitivinícola, la actividad inició un camino descendente que conoció su piso en los ’90.

En 1997, el Municipio de Berisso rindió un homenaje a las familias productoras de vino. En rigor, fue la excusa perfecta para pedirle a la Facultad de Agronomía de la UNLP un estudio para saber si era posible recuperar la industria del vino de la costa. Los investigadores, con las docentes Irene Velarde y Mariana Marasas a la cabeza, se encontraron con algo que les llamó mucho la atención desde un punto de vista científico: ¿cómo había perdurado la vid en un sistema ecológico tan vulnerable, azotado por las crecidas del río y con semejante humedad?

Llegó la primera reunión con los productores. Velarde le contó a este cronista en su momento: “Eran nueve, con un puñadito de hectáreas plantadas. Estaban los mayores de 60 años y los de veintipico que apostaban a recuperar la tradición de sus antepasados”.

“¿Qué me van a enseñar estas rubias a mí?”

En un momento de aquel primer encuentro, las académicas tuvieron que atravesar una prueba de fuego. “Qué me van a enseñar estas rubias a mí, que hago vino hace 30 años”, disparó un productor. Así comenzó una relación que, con el tiempo, se volvería simbiótica.

Fue preciso buscar un equilibrio entre dos saberes fundamentales. El saber hacer de los productores que había pasado de generación en generación desde inicios del siglo XX, ese que conocía desde los movimientos del río hasta la función natural de los sauces y álamos para proteger las plantaciones de las heladas, con los saberes de la ciencia. El encastre fue perfecto. Y mucho tuvieron que ver en la construcción de esos puentes los productores más jóvenes.

1999

El trabajo entre productores e investigadores arrancó en 1999. Se sabía que hasta el quinto año no habría ganancias. Era una empresa harto difícil.  “La crisis económica (2000, 2001, 2002) terminaría siendo brutal. No obstante los productores siguieron adelante y se refugiaron en la actividad vitivinícola, en lo que sabían y querían hacer”, resaltó Velarde.

Las variantes van desde el tradicional tinto al blanco y el rosado, o al vino espumante (champaña) – Crédito imagen: Frank Somm

Llegó el año 2003. Un punto de inflexión. Durante un encuentro en la Isla Paulino, muchos dijeron “pasó el tiempo y no logramos nada”. Pero un productor experimentado tomó la palabra y lanzó: “Sí que logramos algo, ahora tenemos esperanza. Y debemos ir por más. Nos tenemos que asociar”. Fue así que, tras una visita a San Juan, donde “vieron una experiencia de trabajo asociado, en 2003 nació la Cooperativa de la Costa de Berisso, vigente hasta hoy.

Uno de aquellos productores jóvenes es Andrés Aguiar, hoy referente de la Isla Paulino.

¿Cuándo tomaste contacto por primera vez con el ‘universo’ del vino de la costa? “Nací en diciembre del 77. Cuando tenía pocos años de vida mis viejos compraron una casa en el Barrio Banco Provincia, a pasos del camino a la playa de Palo Blanco. Tengo patente en la memoria esas caminatas de verano al puente de Palo Blanco cargando la mojarrera y, paso a paso, el aroma de la uva de los viñedos de Ricci, que lo invadían todo. Levantabas la mirada y era un horizonte de uva Isabella a cada lado del camino, rememora Andrés. Pega un salto y los recuerdos pierden los colores. “Ya un poco más grande, en la adolescencia, el paisaje cambió drásticamente: donde estaban los viñedos sólo se veían sauces; de aquellas plantaciones de uva sólo quedaban la bodega y un pequeño cuadro descuidado al costado”.

¿Cuándo y por qué decidiste convertirte en productor? “Terminando la década de los ‘90, mientras cursaba en la Facultad de Ciencias Naturales y al mismo tiempo trabajaba, en plena crisis vocacional y económica, salía a caminar para acomodar las ideas. Y sin querer ‘la cosa’, agarraba el Camino de los Borrachos hacia la playa Bagliardi. Recuerdo un momento revelador, donde pasando por la casa de un productor veo a unos chiques jugando a la pelota en la calle de tierra, mientras la mamá lavaba unas damajuanas de vino. Esa expresión de felicidad de esa familia, a partir de las cosas simples, se quedó fuertemente arraigada en mí. Esa otra vida vinculada a la producción, a la vida en el ámbito rural, me reveló otro Berisso, afirmó Andrés.

«Uva chinche» o Vitis labrusca tipo Isabella, que habría llegado desde Europa en 1878, en los barcos que traían a los inmigrantes (Crédito imagen: wein.plus)

¿Cómo llegaste a la Isla Paulino? “Yo creo que no llegué a la isla. Ella se presentó ante mí y me secuestró… A fines del 2001 comencé a trabajar como guardavidas en la playa de la isla, por entonces una comunidad de no más de 14 personas, con las quintas abandonadas; sólo persistían algunos recreos”.

Su madre había sido maestra en la escuela de la isla (antes de que la cerraran en el 2000). Los pocos isleños de entonces la conocieron. Fue así que Andrés fue entrando en la comunidad. Hasta que uno de ellos -uno de los poquitos que quedaban en pie en todo Berisso- le hizo probar el vino que fabricaba. “Entre una cosa y otra me dijo que un vecino vendía la quinta. Me la mostró: un viejo chaperío invadido por el monte, que me enamoró… Empecé con un emprendimiento apícola, pero de a poco recuperaba pequeños espacios al monte y la historia de la isla tomaba forma, encontrando los tajamares, viejas estructuras de viñedo, ciruelos tapados por ligustros. Un día, otro vecino se presenta, ‘Don Renzo Ruscitti’, me dice y me sugiere: ‘Vos que sos pibe tenés que venir a la cooperativa’. A partir de esa invitación, me sumé al proyecto colectivo”.

Andrés Aguiar integró la cooperativa desde 2006 hasta 2017 y la presidió entre 2009 y 2016. En esos años la industria renació con fuerza; el INV reconoció nuevamente a Isabella como uva vinífera, y la Fiesta del Vino de la Costa llegó a convocar hasta 100.000 personas en un fin de semana.

¿Y hoy por hoy? Andrés cree a pie juntillas que es necesario un entramado que reúna distintas actividades productivas y económicas. “Siempre la situación de la agricultura familiar es de vulnerabilidad, es muy difícil luchar con los monopolios, intermediarios, valores del mercado. Por ello es indispensable una decisión desde la política para generar estrategias de fortalecimiento de las producciones locales. Si bien el vino de la costa y el resto de las producciones de Berisso se destacan por su historia y calidad, sin un entramado que vincule a un turismo cultural e histórico con un desarrollo del delta como espacio cuidado, poniendo en valor al conjunto, va a costar mucho un mayor desarrollo”, sentenció.

Reunión en Palo Blanco, uno de los centros neurálgicos del vino de la costa, en el año 1928 (Crédito imagen: 1871 Museo de Berisso)

Martín Casali tomó contacto con la histórica actividad en el año 2006 “haciendo una experiencia de 50 litros con mi abuelo paterno. Luego empezamos a elaborar más vino, al tiempo que se fue sumando parte de la familia. A la cooperativa ingresé en 2009”, contó quien la presidió hasta el año pasado.

En este 2023, la cooperativa cumple 20 años. “Hubo un salto grande en 2003, 2004, cuando se empezó a recuperar la producción, y luego entre 2008 y 2009, cuando gracias a un programa de financiamiento a la producción primaria se plantaron muchos viñedos. Actualmente hay 22 hectáreas plantadas con vid” y cada año “se producen entre 20 y 30 mil litros”, reseñó.

Están buscando diversificarse. “En 2022 sacamos un vino blanco seco con uva seleccionada, se podría decir ‘de alta gama’, y queremos hacer lo mismo con el tinto. También estamos armando un proyecto para equiparnos con el objetivo de hacer vino espumante”, una suerte de champaña que tuvo una gran recepción entre el público.

Con un precio claramente «popular» por botella, que se pueden adquirir en la cooperativa ubicada en el camino Bagliardi a 150 metros de la avenida Montevideo o en comercios de la zona (@vinocostadeberisso en instagram), la industria del vino de la costa sigue esperando que las políticas de apoyo a las producciones locales y/o regionales no se discontinúen gobierno tras gobierno, así como una mirada más integral que impulse no sólo al vino sino a toda la producción local junto con el turismo.

Al tiempo, la calle Nueva York, testigo de la época dorada de Argentina, continúa aguardando que alguna gestión municipal la convierta en una suerte de ‘Caminito’ que atraiga a miles de visitantes.

En fin, que a un lado y al otro de Berisso, como en los ’40 y ’50, manos y ganas sobran, pero a diferencia de aquellos años, parecen faltar decisiones políticas fuertes.

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