«Sea Monkeys»: una de las mayores estafas al consumo

Los pequeños crustáceos saltaron a la notoriedad a fines de los ´70. Estuvieron impulsados por una importante dosis de marketing. Pero en realidad ¿que eran los Sea Monkeys?

Por Rodi Chávez (Gentileza para 90 Líneas).- «Sólo añade agua y deja que la diversión surja. Las únicas mascotas vivientes que tu crías. Los «Sea Monkeys» ya están aquí y no sabemos qué hacer con ellos. Graciosos, divertidos, con colas de monos, verdaderos acróbatas acuáticos, juguetones hasta el cansancio y fáciles de criar».

Con semejante promoción, los «Sea Monkeys» provocaron furor entre los chicos y los no tanto de finales de los «70.

El fenómeno, apoyado en una eficiente campaña publicitaria con por entonces llamativas herramientas de marketing, fue tan impactante como efímero.

Fue tal la llegada que tuvo el producto que buena parte de quienes hoy superan la barrera de los 50 años, lo tienen incorporado como uno de los mayores engaños al que los arrastró el consumo.

Lo curioso del caso es que, aún hoy y llegado el caso, nadie podría apelar a defensa al consumidor para reclamar por la estafa, e incluso un buen abogado se las vería en figurillas para demandar al representante del producto «Sea Monkeys».

Es que todo lo que los vendedores decían sobre estas criaturas era cierto. Y es más, los «Sea Monkeys» existen y hasta se producen en Neuquén, en por lo menos un laboratorio de Neuquén, más precisamente en el Centro de Ecología Aplicada de Neuquén, en Junín de los Andes.

Lo que sí es una rotunda mentira es que tengan brazos, patas o caras; es decir no son antropomorfos. Y también están muy pero muy lejos de parecerse a un simio.

¿Qué son entonces los «Sea Monkeys»? Un pequeño crustáceo que nace de diminutos huevos encapsulados que eclosionan al contacto con el agua y en un medio salino. Se trata de un viejísimo alimento vivo para peces que alguien -posiblemente un norteamericano- descubrió como un excelente medio para ganar dinero, sobre todo en las grandes urbes.

El bichito se llama artemia salina y es un pequeño organismo que vive en las aguas salobres e hipersalinas de todo el mundo. Es la presa viva más adecuada para la alimentación de los estadios post larvarios de muchas especies de peces y crustáceos marinos.

Los «Sea Monkeys» contaban en Argentina con atractivas promociones que movilizaban a los chicos y no tan chicos

Una definición enciclopédica indica que «en su fase adulta, resultan un aporte interesante para una multitud de invertebrados de peces de acuario: es un crustáceo de la subclase de los anostráceros y conforma el plancton de las aguas continentales salobres».

Desde la dirección del Centro de Ecología Aplicada de Neuquén (CEAN), explicaron que en los laboratorios de Junín de los Andes «se los damos como comida a los alevinos de pejerrey, es un alimento muy bueno y muy conocido; lo que hicieron fue un gran negocio con mucho engaño», afirmaron los biólogos.

Los científicos explicaron que lo más impactante de artemia salina son los huevos «tipo quiste que resisten cualquier cosa, quedan en vida latente y pueden aguantar incluso varios años hasta que eclosionan en contacto con el agua».

Con su nombre «Sea Monkeys», la artemia salina se vende en distintos lugares del mundo, con gran difusión sobre todo en las grandes ciudades donde se transforman en una alternativa a la falta de mascotas tradicionales. Todavía en Internet y para Estados Unidos, se pueden ver ofertas del kit de los «Sea Monkeys» con pecera, aireador y una lupa incluida a precios que van desde los 12 hasta los 30 dólares. Si se piensa en el furor que desataron hasta muy poco las mascotas virtuales (tamaguchis) la fantasías de los monos que son crustáceo no parece una locura.

Para incubarlos se puede apelar a un aparato que se coloca dentro del acuario, con un macarrón que insufla aire y manteniendo una temperatura de 27 grados y con oxigenación que llegue casi a la saturación.

De acuerdo a las enciclopedias, a las 48 horas nacen las artemias que a las tres semanas se cruzan entre sí.

El macho se identifica fácil: siempre está en la parte posterior de la hembra. La alimentación es sencilla, levadura común o fitoplancton que se venden en los acuarios.

La anécdotas sobre los «Sea Monkeys» son tantas como personas que recuerdan las promociones de 1979, cuando costaban 8.900 pesos y el azúcar era ofertado a 845 pesos.

Ricardo Dovio, que fue representante del producto en la Argentina, defendió la oferta de estas particulares mascotas y contó que de su mano los «Sea Monkeys» fueron a Brasil, a los supermercados a promocionarlos: «algo que en esa época a nadie se le hubiera ocurrido».

«La idea original, de darle colorido, montar toda una industria gráfica alrededor del producto y convertirlo en un juego es norteamericana. Aquí solo hicimos la adaptación y lo comercializamos en Buenos Aires y en la región», explicó el multifacético inventor neuquino.

Con todo, a un cuarto de siglo de su lanzamiento, los «Sea Monkeys» asoman como un ejemplo de cómo se puede engañar diciendo la verdad y cómo el marketing puede disparar indefinibles necesidades de consumo. Y aunque parezca increíble para quienes recuerdan aquellos días, los «Sea Monkeys» existen y están entre nosotros.

«La emoción de pensar que tendría doce monos para mí»

Recuerdo que todo el mundo hablaba de ellos, de los monos de agua que yo imaginaba verdes, como los marcianos. Como la tele y el diario eran en blanco y negro, había muchas imágenes de las que sólo podíamos imaginar los colores. Se iba el verano del «79, cuando los «Sea Monkeys» se adueñaron de todas las conversaciones aunque nadie podía garantizar con precisión de qué carajo se trataba ¿monos? ¿humanoides? ¿Peces? ó ¿una mezcla de todo ellos?

Un amigo y compañero de clase -Wálter- fue el primero en comprar el kit con los huevos y aireador. El pibe -que tenía once años, como yo- era de esos amigos que muchos querían tener. Contaba con una pista de autos eléctricos, mesa de ping pong, bicicleta de cross, pelota y aro de básquet, hermosas hermanas mayores y -fundamentalmente- la virtud de compartir, aunque no todo, claro.

Me acuerdo la emoción que sentí el día en que mi amigo me aseguró que de los 100 que tenía previsto que nazcan, diez o doce (ya nacidos y con capacidad para sostenerse por sí solos) serían míos. Los días que siguieron fueron largos y anchos; y mi panza estaba llena de unas cosquillas parecidas a las que se sienten antes de la primera cita.

En el medio, mi tío Arturo había asegurado (nunca supe si lo decía en serio) que iba a comprar un sobre completo de «Sea Monkeys» (a 8.900 pesos con un dólar a 1.213) y que los iba criar en su bañera. Desde allí, del baño de su casa de soltero, iban a salir suficientes monitos para todos sus buenos sobrinos, una clasificación que yo entendía me era muy favorable. Temprano había desistido de insistir con mamá y papá sobre una compra particular, no tanto porque no hubiera explicado yo cuán importante era tener «Sea Monkey» sino por realidades elocuentes que no viene al caso detallar.

Así las cosas, toda la presión cayó sobre Wálter quien por esos días había hecho de las suyas y no podía recibirme en su casa donde -obvio- estaba la bendita pecera.

El tiempo se hizo pastoso y cada día antes de entrar a clase, Wálter demolía mis ilusiones. Decía que no pasaba nada, que los bichos no nacían y relataba que los huevos eran apenas partículas blancuzcas como granitos de sémola, hinchadas pero sin patas ni cabeza.

Confieso que la demora me hizo dudar de los valores y códigos de amistad, aunque ya por entonces corrían versiones malintencionadas a partir de las cuales se debatía sobre la existencia o no los «Sea Monkeys». ¿Serían verdes o rosados? -me pregunto.

Conservo nítido en la memoria el día en que Wálter llegó al aula y dijo que los huevos y el agua se habían ido por las cañerías, que eran todas mentiras y que ni él ni yo íbamos a tener jamás «Sea Monkeys», porque no existían. No pudo convencerme del todo, pero su estado de ánimo no daba para hacer muchas preguntas. El pibe era buena gente, pero tenía su carácter y además era el último de la fila.

Recuerdo que mi primo Marcelo estaba también defraudado por el fin de la fantasía: hablamos largo y tendido sobre el tema. Estábamos desarmados, lo mismo que el tío Arturo. Fue por esa época que, con mi vecino de al lado (Andrés), iniciamos una sistemática y eficiente captura y cría de mojarritas.

Con permiso del autor agrego: «En mi caso los buscaba en la zanja a cielo abierto de mi cuadra 23 entre 36 y 37 del Barrio La Loma, allí encontraba algo parecido, pero en rigor eran larvas de renacuajos. Juntaba el agua y las larvas en una tacita, las ponía en un frasco coqueto y transparente y tenía mis propios ‘Sea Monkeys´» (Alejandro Salamone, director de 90lineas.com)

Gentileza para 90líneas.com: Rodi Chávez (Diario de Río Negro) 

 

 

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