Enero de 1954 no fue el mes veraniego ideal para los visitantes de la costa atlántica argentina. En poco más de 24 horas, entre la mañana del 21 y el mediodía del 22, un tsunami generó pánico en los turistas que disfrutaban de las playas céntricas de Mar del Plata y un enorme tiburón blanco -sí, como el de la película de Steven Allan Spielberg- atacó a un joven en el entonces balneario Gallina de Miramar, luego rebautizado Tiburón, en un hecho único en la historia de nuestro país.
¿Tuvieron relación ambos hechos? En absoluto. Al menos hasta hoy, la ciencia nunca trazó una línea que uniera a estos dos fenómenos, totalmente atípicos en costas bonaerenses.
La única relación entre la mañana del 21 y el mediodía del 22 es que ambos días se presentaron soleados y calmos, ideales para meterse al mar.
Y eso es lo que hizo Alfredo Aubone, un chico de 18 años, en el balneario ubicado a la altura de las calles 13 y 15 de Miramar.
Hacía calor, el cielo estaba totalmente despejado y, como en esa época no existían las escolleras, el mar se presentaba calmo. El agua, como es costumbre en estas pampas, bien frías.
Tampoco había viento. Día ideal para que las familias aprovechasen la playa. Y así lo hicieron hasta el mediodía. A las 13 los guardavidas bajaban la bandera que indica el estado del mar, que aquella vez era de color celeste, e izaban la roja que señala la prohibición de bañarse. En ese lapso, los bañeros almorzaban y los turistas, en su inmensa mayoría, se retiraban para regresar un par de horas más tarde.
“Don Angel, vamos a nadar un rato”, le dijo a Angel Fulco, guardavida de ese sector, el joven Alfredo Aubone y sus amigos Guillermo y José María.
Fulco les hizo un gesto de aprobación. Los conocía bien y sabía que eran experimentados nadadores. Además, él tenía la costumbre de quedarse a comer en el balneario.
Los tres amigos se internaron en el mar y comenzaron a nadar. Jugaban entre sí, se sumergían, chapoteaban. Estaban disfrutando a lo grande pues todo se conjugaba para ello: el sol a pleno, el mar azul y tranquilo y sin gente debido a la hora.
Cando llegaron a unos 70 u 80 metros de la orilla, José María, cansado, emprendió el regreso. Guillermo se quedó nadando cerca de Alfredo, quien estaba haciendo la plancha. La profundidad del agua no superaba los dos metros.
Guillermo se mantenía a flote, de manera que fue el único que alcanzó a observar “una sombra gris que avanzaba a gran velocidad, casi sobre la superficie del agua”. En una fracción de segundo, su amigo desapareció bajo el agua, como si hubiese sido succionado desde el fondo por una fuerza brutal.
Y así fue. Lo que Guillermo jamás imaginó fue lo que siguió. Sangre, mucha sangre donde, hasta hacía nada, Alfredo estaba descansando y tomando sol. Apenas podía mover las piernas. Estaba shockeado. Hasta que consiguió comezar a desplazarse hacia la costa para pedir auxilio.

Una pelea totalmente desigual
Los relatos posteriores permitieron reconstruir la durísima experiencia de Alfredo Aubone. El joven sintió un tremendo tirón en su hombro derecho y “algo” lo sumergió hasta golpearlo contra el fondo del mar, una y otra vez, sin darle posibilidad de nada.
Tragó agua, se ahogaba, lo ganó esa espantosa sensación que se siente cuando los pulmones se obstruyen. De repente, esa presión sobre su hombro derecho cedió y pudo salir a la superficie para tomar aire. Instintivamente quiso nadar, pero le resultó imposible; el brazo derecho no respondía a su voluntad. Es que ya estaba totalmente desgarrado.
Braceó con el izquierdo, pero a duras penas pudo avanzar unos escasos metros en dirección a la orilla, hasta que volvió a sentir el mismo y espantoso pinchazo que había sufrido en el hombro derecho, aunque esta vez en su pierna izquierda. Y la misma fuerza brutal lo sumergió nuevamente.
Alfredo sintió cómo los filosos dientes del enorme pez desgarraban su pierna poco a poco. ¿Lo vio? No. Ni siquiera imaginó en ese momento qué cosa lo estaba queriendo matar. Sólo su instinto de supervivencia lo empujaba hacia la costa, aunque cada vez con mayor dificultad.
Aquella “cosa”, ahora tirando de su pierna, volvió a golpearlo hasta tres veces más contra el fondo arenoso.
Cuando el muchacho pudo volver a la superficie y se encontró rodeado de una gran mancha roja, casi negra -su propia sangre-, empezó a gritar “socorro, por favor, socorro”.
Fue entonces cuando Guillermo, ya en la orilla y semirecuperado de su estado de shock, dio la voz de alarma y la primera idea de lo que estaba ocurriendo: “¡un tiburón, se lo está comiendo un tiburón!”.
El rescate
El guardavidas Angel Fulco lo escuchó, corrió hacia la orilla y comenzó a nadar en busca de Alfredo. Cuando pudo tener un panorama de la situación, observó al joven desgarrado y envuelto en sangre. Pensó que eran algas y que estaba enredado. Pero el escualo se presentó en sociedad, ahora cerrando sus mandíbulas sobre la otra pierna del chico, la derecha. Recién en ese instante Fulco pudo ver lo que pasaba.
Un enorme tiburón, Alfredo gritando, sangre; todo era pánico y confusión. A punto tal que cuando Fulco logró llegar hasta el chico, pensó que no quedaba nada por hacer. Entonces, el pez, que había soltado a Alfredo, pasó por enésima vez nadando a su lado, pero no lo atacó.
Angel Fulco tomó al joven de su cintura, le colocó un salvavidas y comenzó a nadar hacia la orilla, siempre esperando una arremetida desde el fondo. Algo que, quién sabe porqué, jamás ocurrió.
Alguien había colocado una lona sobre la arena. Allí reposó Alfredo, mientras sangraba gravemente. Su brazo derecho, literalmente, colgaba de su cuerpo. Y se le podían ver los huesos de las piernas. Prácticamente no tenía músculos.
Lo llevaron al hospital de Miramar. Transfusiones de sangre, numerosas operaciones durante muchas horas, una angustia casi mortal. Es que Alfredo Aubone peleaba por su vida segundo a segundo. El director del hospital, años después, declaró que durante tres días no supieron si podría sobrevivir.
Sobrevivió. Tiempo después continuó el tratamiento en el hospital de Stanford, en Los Angeles, EEUU, hasta donde llevó un enorme diente que los médicos de Miramar le habían quitado de la tibia de una de sus piernas.

La pieza fue entregada al director de la Academia de Ciencias de California, Walter Follet, quien la examinó y sentenció: “el escualo que atacó a Alfredo Aubone fue un tiburón blanco de unos cinco metros”. El chico recibió 250 puntos de sutura.
El verano siguiente, Alfredo regresó a Miramar y volvió a meterse en el mar junto al guardavidas Angel Fulco. Y no fue la última vez. Luego, razones personales lo llevaron a dejar el país. Vivió en Bolivia hasta su muerte, en los años 90.
¿Por qué apareció en estas aguas?
En la actualidad, en el litoral marítimo bonaerense viven unas 30 especies de tiburones. El tiburón blanco (Carcharodon carcharias) normalmente se encuentra en las aguas cálidas o templadas de casi todos los océanos, por lo que su presencia en las costas argentinas ha sido objeto de largos debates.
Lo que sí se sabe es que este temible escualo, durante sus ataques, abre las mandíbulas a tal punto que su cabeza se deforma, y luego las cierra con una fuerza 300 veces superior a la de una mandíbula humana.
La longitud más frecuente entre los tiburones blancos adultos es de entre 4 y 5,50 metros, de modo que el de Miramar fue de los más grandes. Es cierto que se han reportado ejemplares mucho más largos, pero se trató de casos excepcionales (el de la película de 1975 no es precisamente el que abunda).
La noticia apareció en todos los medios de comunicación. Crítica tituló “En brava lucha con un tiburón, un joven bañista enfrentó la muerte”. El diario La Razón, en tanto, el 23 de enero de aquel 1954 dijo: “Impresionante episodio en Miramar, un bañista fue acometido por un tiburón”. La cobertura continuó en los medios de la época durante casi un mes. Nunca había sucedido algo así.

El bañero Angel Fulco declaró a la prensa que “al otro día (del ataque) lo pudimos ver en la misma zona, fuimos muchos los testigos en ese momento”, añadió.
Como era de esperar, la historia tuvo decenas de giros y exageraciones. Hasta se llegó a negar que fuese un tiburón blanco, pese a los testigos presenciales y, sobre todo, al análisis de la pieza dentaria realizado por científicos estadounidenses. Quizás, como el alcalde y los empresarios de la ciudad balnearia de la película Tiburón, no convenía que se corriera mucho la voz. Lo que no se pudo evitar es que, en los días posteriores a aquel 22 de enero de 1954, la gente no ingresara al mar.
Algunos especialistas piensan que el tiburón blanco llegó persiguiendo a un barco pesquero (comportamiento normal en estos animales) alimentándose de los desechos, que se perdió y se desorientó.
Otra hipótesis, considerada muy rebuscada por ciertos expertos, atribuye su presencia a que, una semana antes del ataque, un portaviones estadounidense pasó por la zona y, posiblemente, el tiburón siguió la estela de agua cálida que deja el buque.
Fuente: elaboración propia en base a Magnussen, M. 2020. El tiburón blanco en Miramar. Registros paleontológicos, arqueológicos e históricos. Museo de Ciencias Naturales de Miramar. Serie divulgativa Ciencias Naturales.