POR ADRIANA ESPOSTO.- Los Medios hegemónicos y su perversión a la hora de crear sentido, ya sea a través de sus paneles furiosos o con sus ficciones rimbombantes, no defraudan. Imposible no relacionar a una porción importante de sentipensantes de hoy con las generaciones que han crecido consumiendo productos crismorenenses, en los que la orfandad era sinónimo de buenaventura, la meritocracia, el secreto de cualquier éxito y no quedó estereotipo del imaginario social sin ser reforzado con creces.
Quizás en las antípodas, pero con la misma dosis de estigmatización, Tumberos o El Marginal, sembrando la idea de que toda población carcelaria es solo cuna de violencia extrema y definitivamente irrecuperable. O Punteros y El tigre Verón, demonizando a ultranza cualquier tipo de organización político-sindical y dejándola lejos de la herramienta de transformación que constituyen.
Y más cerca en el tiempo, Pequeña Victoria hizo lo suyo, banalizando la subrogación de vientres con la disrupción de todo protocolo y la liviandad con que se abordó el tema. Entre gags y romances varios, naturalizando la explotación del cuerpo de la mujer e imprimiendo en la conciencia colectiva de una sociedad que piensa a control remoto, la idea de que la madre morocha que se durmió con las tripas pegadas de hambre, porque lo que tenía de cena lo repartió entre sus seis pibes, es una asesina si decide que su séptimo embarazo no siga su curso. Que hay otras opciones. Que siempre habrá alguna dama aceptable dispuesta a comprar su útero para completar su colección de caprichos. Y que no es madre la que no quiere, carajo.
Esta semana se estrenó La Uno. Sin desmerecer el hecho del retorno a una ficción de producción nacional, sabiendo que eso implica la reapertura de fuentes de trabajo, no solo para la comunidad artística per se sino también para el gran colectivo laburante implicado en dicha producción, resulta inevitable la revisión de la puesta en escena casi caricaturesca de la vida en las villas.
Con un rol protagónico de Agustina Cherry, bellísima persona en todo sentido, pero que ni sobreactuando un par de eses comidas y un look forzado de maestra humilde, logra dar con la mujer luchadora que pretende mostrar el guion. Casi tan surrealista como la huérfana con uniforme bonito y habitación soñada que le hicieron vendernos en Chiquititas. Un Esteban Lamothe con demasiado músculo para cura villero.
Y un Gonzalo Heredia al que no se le desacomoda el jopo ni cuando lo cagan a tiros. Sin ahondar en la cuestión actoral, que por cierto hay bestias escénicas innegables y queridísimas como Leonor Manso o Patricio Contreras, el punto es, una vez más, el refuerzo imperdonable de estereotipos y una mentirosa visibilización de ciertas realidades. Están la paraguaya, el peruano y la trans, casi como quien dice “tengo un amigo gay”.
Pero en lo físico, todos respondiendo al patrón hegemónico de belleza que la caja boba insiste en perpetuar. No hay nadie gordo. No hay nadie negro. No hay nadie a cara lavada. No hay paredes sin revoque. No hay gente puteando por falta de agua. Hay, en cambio, una exacerbación de guerras entre narcos y un libreto edulcorado que termina en el mismo puerto que cualquier culebrón.
El médico de clase alta, casado con mujer de clase alta, que vive en barrio de clase alta, pero se enamora de la piba de la villa, que resulta ser la madre biológica del niño que entregó en adopción y fue criado en familia de clase alta. El párroco con los votos de castidad en disputa por la maestra humilde inevitablemente seductora, madre de un pibe que se debate entre salir de pobre gracias al fútbol o sucumbir ante la noche y la falopa que, en Palermo sería cool pero en la villa, ya se sabe, bien lo explicó la gobernadora depuesta.
En fin. Lo grave no es que se siga romantizando la pobreza y estigmatizando a nuestros semejantes hasta el hartazgo. Lo grave, lo verdaderamente grave, es que nuevamente habrá gran parte de nuestra sociedad eructando prejuicios y sentencias después de la mierda serial que consumen, en capítulos y a control remoto, junto a la cena. Y suponiendo que la vida es eso que pasa adentro de una caja de sesenta pulgadas. Vermouth con papas fritas. Y Good show!