*Esta es una historia real, contada por un trabajador de la salud del Hospital de Pediatría Garrahan*
El día que operamos a Canela yo no andaba demasiado bien. Eran los días en los que estaba cayendo en la realidad de un divorcio, en la disolución triste e irreversible de un montón de sueños y planes. Pero como tantas veces en los últimos 15 años de laburar en el Garrahan, respiré hondo, me tragué la angustia y me metí al quirófano.
Dicen que operar una malformación arteriovenosa es la neurocirugía más delicada que existe. Es casi como desactivar una bomba. Y el día que operamos a Cane esa bomba nos explotó en la cara, casi literalmente. Un ballet sutil se convirtió, en razón de segundos, en una batalla campal, en una trinchera arrasada.
El equipo, como siempre, era grande y coordinado: el anestesiólogo a los gritos pidiéndole más sangre a la técnica de hemoterapia, la técnica de anestesia corriendo a traer más sueros, la instrumentadora circulante abriendo más y más gasas, la instrumentadora principal (que ese día cumplía años) alcanzándome las cosas a una velocidad inhumana. Mis residentes, mal dormidos, ayudándome como podían, imbuídos de repente en una expertise sorprendente, despertada por la adrenalina de la emergencia más extrema. Fue difícil, pero logramos parar el sangrado y que Canela saliera del quirófano.
El postoperatorio fue difícil. Los miedos de su familia eran enormes: Cane cantaba en el coro nacional de niños, y su mamá cada vez que escuchaba mis palabras alentadoras pero preocupadas miraba al horizonte, casi catatónica del miedo de que no pudiera cantar más. Su hermana, respetuosa pero incisiva, exigente pero paciente, asumió el rol de interlocutora.
Un par de días después de la primera cirugía, Canela se descompensó. Un resto del ovillo de vasos sangrantes que le habíamos operado quedó, y volvió a generar un gran sangrado que hubo que operar de extrema urgencia. Yo, ese día, era una verdadera piltrafa: era mi franco, y estaba en mi casa deprimido, divorciándome, inmóvil e inútil. Literalmente no podía moverme, a pesar de la enorme sensación de responsabilidad de querer estar ahí para hacerme cargo de una recirugía de mi paciente.
Pero, como siempre pasa en el Garrahan, había gente para cubrirme: a Cane la reoperaron dos compañeras neurocirujanas. De nuevo la batalla, de nuevo la cirugía larguísima y difícil. Y de nuevo, le salvaron la vida. Una de las cirujanas de ese día, contratada de planta, laburante incansable de enorme corazón, hoy tiene miedo de que la echen. El mismo miedo que tuvieron los residentes de pediatría cuando los amenazaron con los telegramas de despido. El mismo miedo que muchos no tuvimos nunca hasta ahora.
Hoy fue un día de mierda. Las autoridades, que no hacen nada frente a un gobierno que nos dice «ñoquis», no se presentaron a la mesa de la conciliación obligatoria. Cambio de autoridades, respuestas ridículas, tibieza falluta en el mejor de los casos. Las noticias hablando de que un twittero violento, funcional y moralmente analfabeto, cuyo mayor mérito fue armar reuniones con simbología que recuerda al nazismo más repugnante, podría ser el próximo «interventor» del Garrahan. Una pesadilla surrealista que supera al meme de peor gusto imaginable.
El día me lo salvó Canela. Ahí, en Plaza de Mayo, con toda su familia. La sorpresa hermosa de verla subida al camión de la marcha, sonriendo, diciéndole a su mamá que hable más fuerte que no se escucha. Levantando un cartel que escribió de puño y letra en marcador: «Ellos me salvaron la vida». Su vida, que en los números absurdamente absolutos de los mercaderes de la salud no es más que un 1.
Ahí, sonriendo, haciéndonos recordar que cada técnico, cada enfermera, cada instrumentadora, cada terapista, cada pediatra, cada kinesiólogo que se cruzó con Canela en el Garrahan, logró cambiarle la vida. Haciéndome saber, haciéndonos saber, que el esfuerzo de cada día, los años de estudio, las noches sin dormir, las comidas salteadas, las angustias tragadas, valen la pena.
Haciéndonos saber que defender un hospital donde nadie sobra, vale la pena.
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* Los residentes perdieron 36% de poder adquisitivo desde el 10 de diciembre de 2023 (CEPA en base a INDEC y Ministerio de Salud).
* El gobierno ultraderechista cambió el histórico sistema de residencias médicas: los médicos residentes pasan a ser simples becarios (La Argentina de M’hijo el doctor, te la debo).
* El residente que elija la Beca Ministerio cobrará 828.000 pesos y perderá el aumento anunciado el mes pasado (no concretado) consistente en un bono no remunerativo. Quien elija la Beca Institucional cobrará la «friolera» de 998.000 pesos en carácter de «estipendio», es decir, sin antiguedad, sin aportes jubilatorios, sin aguinaldo, sin obra social. Además, las guardias pasarán de 24 a 28 horas seguidas sin descanso… La Argentina del 16 de octubre de 1945.
* En 2025, el presupuesto de salud cayó un 33% en comparación con el año 2023.
* En el Hospital Garrahan trabajan 4.728 personas, el 70% de las cuales están abocadas a tareas asistenciales, es decir, a atender a los más de 600.000 niños y niñas de todo el país que se acercan al centro de salud.
* En abril de este año, un residente del Garrahan compró con su sueldo el 72% de una canasta básica total (la que delimita si una persona es o no pobre).
* El Garrahan realiza 12.000 cirugías de mediana y alta complejidad al año; atiende a más de 600.000 niños y niñas de todas las provincias del país y de CABA; lleva a cabo el 50% de los trasplantes pediátricos que se efectúan en Argentina (por caso, 1.000 trasplantes de hígado en 2023 y 100 de corazón en lo que va de 2025); trata el 40% de los casos de cáncer infantil del país; es el único hospital del país que cuenta con un banco de sangre con donaciones 100% voluntarias; acumula 10,2 millones de consultas ambulatorias y 112,4 millones de atenciones por emergencias…
Canela es el Garrahan… El gobierno lo está desfinanciando a la velocidad de la luz. ¿Todos somos el Garrahan? ¿Qué país queremos? Habría que averiguar si lo del 19 de noviembre de 2023 fue un acto de odio masivo y perenne, o solamente un mal paso.
canela garrahan

Hubo un tiempo en que estudiar medicina en Argentina era sinónimo de prestigio y de ascenso social. Hubo un tiempo en que estudiar (lo que fuere) en Argentina era sinónimo de ascenso social. Hubo un tiempo en que trabajar en Argentina estaba tan bien visto que se pagaban buenos sueldos, los empleadores hacían los aportes y los trabajadores hasta se iban unos días por año de vacaciones. Hubo un tiempo en Argentina donde se construyeron 500.000 viviendas sociales de primera calidad, 8.000 escuelas y 21 hospitales y policlínicos con capacidad para 23.000 camas, todo ello en menos de 10 años y para una población de 15 millones de habitantes. Hubo un tiempo que en Argentina existió el pleno empleo, un 65% de clase media, menos de 8% de pobreza y menos de 10% de informalidad laboral, con niveles de industrialización que superaban a los de todos los países sudamericanos y niveles educativo-culturales similares o incluso superiores a los de varios países europeos.
¿Se puede retomar ese camino? Sí, claro. Pero primero hay que desear hacerlo.
canela garrahan