FUENTE DIARIO EL CORDILLERANO
Por Christian Masello
«Para mí, valen oro”, dice Carlos Adalberto Mazzocchi, acerca de las fotos que tomó hace treinta y nueve años en las Islas Malvinas, donde combatió.
De por sí, imágenes captadas en tales circunstancias tendrían el valor propio de lo que no posee precio, pero, en este caso, contienen un extra que supera las fantasías que a veces bucean en la imaginación.
Las fotografías que sacó con una cámara japonesa Yashica Reflex en el Atlántico Sur llegaron a sus manos hace unos días, a través de un envío proveniente de una localidad del condado de Hampshire, en Inglaterra, llamada Fleet.
El remitente lo firmaba Mark Willis, quien también fue partícipe de la contienda bélica, pero del lado inglés.
Mazzocchi nació en Comallo, pero se crió en Bariloche. Cuenta, por ejemplo, que el primario lo cursó en la Escuela N° 71.
Hijo de un suboficial de Gendarmería (“que llevó siempre su carrera con honor y honradez”, señala), se dejó guiar por la vocación y partió a Córdoba, a la Escuela de Aviación Militar.
A los cuatro años, egresó con el grado de alférez, para luego, en Merlo, especializarse en radares.
Cuando la guerra de Malvinas comenzó, operaba en Comodoro Rivadavia.
El 19 de abril, desde las islas, pidieron refuerzos para el área que él dominaba, así que, al día siguiente, partió en un avión Hércules.
“Llegamos de noche, no se divisaba ni la línea del horizonte; apenas se distinguían unas luces titilando en Puerto Argentino”, recuerda.
“El sentimiento que me abordaba era el de estar defendiendo a la patria”, asevera.
En Malvinas, desde el radar, guiaba a los aviones argentinos que llegaban provenientes del continente, pero también divisaba a los Harrier ingleses cuando despegaban de los portaviones, y daba el alerta para que sus compatriotas se protegieran.
Asimismo, orientaba a las aeronaves nacionales para interceptar a las británicas.
Incluso, aunque el equipo no estaba diseñado para tal función, podía advertir cuando un barco enemigo se acercaba para realizar cañoneo naval hacia la costa.
“El radar era los ojos de la isla”, afirma.
“Por eso fuimos muy buscados por los ingleses, que mandaron varias misiones de Black Buck (una serie de operaciones especiales), con bombardeos Vulcan, que venían desde la isla Ascensión (a medio camino entre América y África), un trayecto larguísimo”, explica Carlos.
“Traían misiles anti-radar, y el 31 de mayo, dos de ellos llegaron a nuestra posición”, rememora.
“Pegaron en la turba; el suelo era muy blandito. Uno tocó la antena, y también la cabina desde la que el radar se operaba. Las esquirlas pasaron por encima de nuestras cabezas, y no hirió a nadie”, precisa.
“Al día siguiente, un Hércules, rompiendo la vigilancia inglesa, arribó a la isla con los repuestos que habíamos pedido, y en veinticuatro horas nuestros técnicos pusieron el radar en servicio”, narra.
“Es decir que, a pesar de todos los intentos por destruirlo, no lograron su objetivo”, expresa con orgullo.
“Estuvimos operativos hasta el 14 de junio, cuando se determinó el cese de fuego”, expone.
Justamente, durante la jornada anterior, había aterrizado una aeronave argentina para llevar heridos al continente, y el jefe de su grupo les indicó que, en vista de la situación, donde ya se preveía un pronto final de la contienda debido a la avanzada británica, por precaución, enviaran los objetos que quisieran preservar.
Carlos mandó su cámara Reflex, pero se quedó con un rollo que había sacado.
El 14 de junio, los argentinos fueron llevados al aeropuerto de Puerto Argentino, como prisioneros.
“Estuvimos tres días ahí. Después, gran parte de los combatientes se embarcó y trasladó al continente”, narra.
Como tenía un buzo de la Fuerza Aérea, y poseía el grado de oficial, Carlos estuvo entre aquellos que permanecieron en el sur.
“Nos llevaron a una especie de carpintería. Aquella noche, dormí arriba de un banquito”, señala.
Al día siguiente, fue trasladado en helicóptero al estrecho de San Carlos, a unos galpones abandonados que, en un tiempo, habían sido parte de un frigorífico.
Pero, antes de abordar, cuando los británicos hicieron una pequeña requisa para comprobar que no estaba armado, se cayó el rollo.
En el momento, no se dio cuenta.
Luego, al percatarse de que no lo tenía, no supo dónde lo había extraviado.
Aquellas fotografías, para él, habían pasado al arcón donde duermen su eternidad los objetos perdidos.
La historia siguió.
Calcula que estuvo unas once jornadas en las instalaciones del viejo frigorífico.
De ahí, otra vez en helicóptero, lo trasladaron al buque Saint Edmund, donde permaneció varios días, hasta que el 14 de julio, con el resto de los prisioneros, fue llevado a Puerto Madryn.
Pero antes, el 11 de ese mes, había cumplido treinta y dos años, arriba de aquel barco inglés.
Lo festejó junto a sus compañeros, con relatos de anécdotas agradables en medio del desconcierto reinante, tomando mate con una yerba que secaban a diario en el ojo de buey, para volverla a utilizar infinitas veces.
“La bombilla era una birome BIC, con unos agujeritos en la punta”, detalla.
Ya en el continente, Carlos (que es un amante de la fotografía) se reencontró con su Yashica Reflex, cámara que en la actualidad está en manos de una prima.
Pasaron treinta y nueve años de aquellos días de frío, sangre y orgullo patrio.
Las fotos encerradas en aquel rollo perdido, para él, ya no existían.
Este año, recibió un llamado de un compañero con el que había permanecido prisionero en Malvinas, Guillermo Saravia, quien le contó una historia que hace creer que las vueltas de la vida, en ocasiones, son guiadas para dar una mano y ofrecer un cierre a las cuestiones que quedan pendientes.
Un santafesino, especialista en la temática de la guerra de Malvinas, se había comunicado con un veterano inglés que, en las islas, durante el conflicto bélico, encontró un rollo de fotos en la zona donde Carlos fue revisado antes de subir al helicóptero que lo trasladó al estrecho de San Carlos.
El británico (Mark Willis) tuvo ese material guardado por décadas.
Para él, la guerra era un capítulo del pasado al que no le daban ganas de regresar.
Recientemente, tras haberse contactado con otros soldados ingleses, comenzó a revisar aquellos viejos tiempos.
En ese trance, recordó el rollo fotográfico.
Lo buscó y lo llevó a revelar.
Curiosamente (o no tanto, si hablamos de situaciones que se acercan a lo extraordinario), las fotografías estaban en buen estado.
Mostró algunas en Facebook, y el santafesino experto en Malvinas (su nombre es Agustín Vázquez) reconoció, entre ellas, tomas que podían responder a la antena de un radar, por lo que se comunicó con la Fuerza Aérea Argentina. Allí, el brigadier Guillermo Saravia rememoró que sólo dos personas tenían cámara en esa zona, un suboficial y Carlos, quien, justamente, durante aquellos días lejanos, contó que había extraviado un rollo.
“’Panda’ (sobrenombre de Carlos), ese rollo es tuyo”, le dijo por teléfono Saravia.
Carlos se contactó con Willis, y mantuvieron una videollamada, donde compartieron tramos de sus existencias.
Y el británico, en una acción digna de un caballero, le envió los negativos, un cd con las fotos digitalizadas, y una postal.
El argentino, que fue observador militar y brindó ayuda humanitaria en lugares como el Sahara Occidental, la antigua Yugoslavia y Haití -enviado por la Organización de las Naciones Unidas (ONU)-, reflexiona: “Con Willis fuimos soldados profesionales que acataban lo que nuestros gobiernos decían; cada uno luchó por lo suyo, pero ahora somos viejos excombatientes que estan en paz”.