Por Felipe Pigna *
Más allá de las polémicas que afortunada y deseablemente sigue despertando una figura tan interesante y clave de nuestra historia como la de Juan Manuel de Rosas, quizás uno de los aspectos más positivos de su gobierno haya sido el de la defensa de la integridad territorial de lo que hoy es nuestro país. Debió enfrentar conflictos armados con Uruguay, Bolivia, Brasil, Francia e Inglaterra. De todos ellos salió airoso.
Compartía con los terratenientes bonaerenses la seguridad de que el Estado no podía entregarse a ninguna potencia extranjera. No había tanto en Rosas y sus socios políticos y económicos una actitud fanática que se transformara en xenofobia ni mucho menos, sino una política nacionalista pragmática que entendía como deseable que los ingleses manejasen nuestro comercio exterior, pero que no admitía que se apropiaran de un solo palmo de territorio nacional que les diera ulteriores derechos a copar el Estado, fuente de todos los negocios y privilegios de nuestra burguesía terrateniente.
En el Parlamento británico se debatía en estos términos el pedido brasileño y de algunos comerciantes ingleses para intervenir militarmente en el Plata para proteger sus intereses: “El duque de Richmond presenta una petición de los banqueros, mercaderes y tratantes de Liverpool, solicitando la adopción de medidas para conseguir la libre navegación en el Río de la Plata (…) El conde de Aberdeen (jefe del gobierno) dijo que se sentiría muy feliz contribuyendo por cualquier medio a su alcance a la libertad de la navegación en el Río de la Plata, o de cualquier otro río del mundo, a fin de facilitar y extender el comercio británico. Pero no era asunto tan fácil abrir lo que allí habían cerrado las autoridades legales. Este país (la Argentina) se encuentra en la actualidad preocupado en el esfuerzo de restaurar la paz en el Río de la Plata (…); perderíamos más de lo que posiblemente podríamos ganar si, al tratar con este Estado, nos apartáramos de los principios de la justicia. Pueden estar equivocados en su política comercial y pueden obstinarse siguiendo un sistema que nosotros podríamos creer impertinente e injurioso (…), pero estamos obligados a respetar los derechos de las naciones independientes, sean débiles, sean fuertes”.
Se ve que el gobierno de Su Graciosa Majestad decía una cosa y hacía otra, porque en la mañana del 20 de noviembre de 1845 pudieron divisarse claramente las siluetas de decenas de barcos. El puerto de Buenos Aires fue bloqueado nuevamente, esta vez por las dos flotas más poderosas del mundo, la francesa y la inglesa, históricas enemigas en la Guerra de los Cien Años y en las campañas napoleónicas, que debutaban como aliadas en estas tierras.
20 de noviembre
El canciller Arana decía ante la Legislatura: “¿Con qué título la Inglaterra y la Francia vienen a imponer restricciones al derecho eminente de la Confederación Argentina de reglamentar la navegación de sus ríos interiores? ¿Y cuál es la ley general de las naciones ante la cual deben callar los derechos del poder soberano del Estado, cuyos territorios cruzan las aguas de estos ríos? ¿Y que la opinión de los abogados de Inglaterra, aunque sean los de la Corona, se sobrepondrá a la voluntad y las prerrogativas de una nación que ha jurado no depender de ningún poder extraño? Pero los argentinos no han de pasar por estas demasías; tienen la conciencia de sus derechos y ceden a ninguna pretensión indiscreta. El general Rosas les ha enseñado prácticamente que pueden desbaratar las tramas de sus enemigos por más poderosos que sean. Nuestro Código internacional es muy corto: Paz y amistad con los que nos respetan, y la guerra a muerte a los que se atreven a insultarlo”.
La precaria defensa argentina estaba armada según el ingenio criollo. Tres enormes cadenas atravesaban el imponente Paraná de costa a costa sostenidas en 24 barquitos, diez de ellos cargados de explosivos. Detrás de todo el dispositivo, esperaba heroicamente a la flota más poderosa del mundo una goleta nacional.
Aquella mañana, el general Lucio N. Mansilla, cuñado de Rosas y padre del genial escritor Lucio Víctor, arengó a las tropas: “¡Vedlos, camaradas, allí los tenéis! Considerad el tamaño del insulto que vienen haciendo a la soberanía de nuestra Patria, al navegar las aguas de un río que corre por el territorio de nuestra República sin más título que la fuerza con que se creen poderosos. ¡Pero se engañan esos miserables, aquí no lo serán! Que treme el pabellón azul y blanco y muramos todos antes que verlo bajar de donde flamea”.
20 de noviembre
Mientras las fanfarrias todavía tocaban las estrofas del himno, desde las barrancas del Paraná nuestras baterías abrieron fuego sobre el enemigo. La lucha, claramente desigual, duró varias horas hasta que por la tarde la flota franco-inglesa desembarcó y se apoderó de las posiciones criollas. La escuadra invasora pudo cortar las cadenas y continuar su viaje hacia el norte. En la acción de la Vuelta de Obligado murieron doscientos cincuenta argentinos y medio centenar de invasores europeos.
La resistencia al bloqueo anglo-francés sirvió para ratificar y garantizar la soberanía nacional; implicó la firma de un tratado de paz entre Argentina, Francia y Gran Bretaña, y quedó grabado en nuestra historia como un símbolo de independencia, libertad y unidad nacional
Al conocer los pormenores del combate, San Martín escribía desde su exilio francés: “Bien sabida es la firmeza de carácter del jefe que preside a la República Argentina; nadie ignora el ascendiente que posee en la vasta campaña de Buenos Aires y el resto de las demás provincias, y aunque no dudo que en la capital tenga un número de enemigos personales, estoy convencido, que bien sea por orgullo nacional, temor, o bien por la prevención heredada de los españoles contra el extranjero, ello es que la totalidad se le unirán (…); estoy persuadido será muy corto el número de argentinos que quiera enrolarse con el extranjero; en conclusión, siete u ocho mil hombres de caballería del país y 25 o 30 piezas de artillería volante, fuerza que con una gran facilidad puede mantener el general Rosas, son suficientes para tener en un cerrado bloqueo terrestre a Buenos Aires”.
Juan Bautista Alberdi, claro enemigo del Restaurador, comentaba desde su exilio chileno: “En el suelo extranjero en que resido (…) beso con amor los colores argentinos y me siento vano al verlos más ufanos y dignos que nunca. Guarden sus lágrimas los generosos llorones de nuestras desgracias: aunque opuesto a Rosas como hombre de partido, he dicho que escribo con colores argentinos (…) No me ciega tanto el amor de partido para no conocer lo que es Rosas bajo ciertos aspectos. Sé, por ejemplo, que Simón Bolívar no ocupó tanto el mundo con su nombre como el actual gobernador de Buenos Aires; sé que el nombre de Washington es adorado en el mundo pero no más conocido que el de Rosas; sería necesario no ser argentino para desconocer la verdad de estos hechos y no envanecerse de ellos”.
El embajador norteamericano en Buenos Aires, William Harris, le escribió a su gobierno: “Esta lucha entre el débil y el poderoso es ciertamente un espectáculo interesante y sería divertido si no fuese porque (…) se perjudican los negocios de todas las naciones”.
Los ingleses levantaron el bloqueo en 1847, mientras que los franceses lo hicieron un año después. El tratado definitivo de la Confederación con Inglaterra, la convención Arana-Southern, se firmó el 24 de noviembre de 1849. El gobierno inglés se obligaba a “evacuar la isla de Martín García”. Por el artículo 4º, el gobierno de su Majestad reconocía “ser la navegación del Río Paraná una navegación interior de la Confederación Argentina y sujeta solamente a sus leyes y reglamentos, lo mismo que la del río Uruguay en común con el Estado Oriental”.
Recién en 1850 quedaron normalizadas las relaciones con Inglaterra y Francia. Los bloqueos impusieron sacrificios a los sectores populares pero no tanto a los estancieros, financistas y grandes comerciantes. Estos grupos disponían de importantes reservas para sobrellevar los malos tiempos y de ventajas de todo tipo, entre ellas impositivas, como señalaba un publicista de la época: “El dueño de una estancia de treinta mil cabezas de ganado (…) podrá cancelar su cuenta corriente con el erario entregando el valor de cuatro novillos (…) La contribución anual de un propietario de primer orden iguala, pues, a la de un boticario, un fondero, o el empresario de un circo de gallos, sin más diferencia que el primero paga a la oficina de contribuciones directas, mientras los demás lo hacen en la de patentes”.
*www.elhistoriador.com.ar
Otras fuentes: Argentina.gob.ar
20 de noviembre 20 de noviembre