Historias en la Ciudad.- Me quedó muy grabada en mi memoria la imagen de ese hombre, de unos 50 años, figura ni delgada ni obesa, de apróximadamente 1,70 metros de estatura, siempre de elegante saco y corbata, anchos bigotes setentistas, pelo negro larguito y con flequillo, tez blanca… Yo de chico decía que se parecía al paraguayo Echauri, un wing derecho que jugó en Colón y en Gimnasia, quizás algún futbolero lo recuerde.
Teníamos entre 9 y 11 años, corría el verano del año 1980 y a unos 20 pibes de esa barra de La Loma, se nos había dado, impulsados por el «Totinga», por jugar al ajedrez.
El «Totinga» era un avanzado en el deporte ciencia a pesar de su corta edad, con santa paciencia nos enseñó a todos a mover las piezas y llegó a entusiasmarnos de tal manera que muchos salimos a comprar tableros y libros de Anatoly Karpov y Bobby Fischer, dos maestros «de la hostia» con los que realmente llegamos un escalón más arriba en este apasionante juego.
Casi todos los días de enero y febrero de ese pesado -en todo sentido- 1980, salíamos a eso de las tres de la tarde, acomodábamos prolijamente en la vereda de la cuadra de 17 entre 36 y 37 -donde estaba el kiosco del gordo García- entre 10 y 15 tableros para jugar los torneos. Organizábamos a eliminación directa o bien todos contra todos, llevando anotada prolijamente la tabla de posiciones que, en su casa, conservaba celosamente el «Totinga».
Debo confesar, con el paso del tiempo, que haber aprendido a jugar al ajedrez en ese entonces, me valió unos diez o quince años después, un honroso sexto puesto (entre 20 «grandes maestros» competidores) en un torneo del Sindicato de Prensa bonaerense, organizado por el inolvidable periodista «Coco» Barni.
Pero este juego tiene algo que no debe dejar de mencionarse, hay que especializarse cada día o de lo contrario uno se estanca en un determinado nivel y sólo se puede jugar contra otros del mismo nivel; hacerlo con alguien más avanzado es derrota segura, en el ajedrez no hay sorpresas como sí sucede en el fútbol. Y salvo el «Totinga», a quien le perdí el rastro, los demás jugadores quedamos en ese escalón, algo más alto que el de saber mover las piezas, sabíamos algunas aperturas, no perdíamos fácilmente con el «jaque mate del pastor» y hasta analizábamos partidas de grandes maestros a nivel mundial no tan conocidos para el resto, como lo eran Lev Abrámovich Polugaievski, Mijaíl Tal y José Raúl Capablanca.
Arrancábamos a jugar y al poco tiempo, a la media hora, alrededor de las 15,30, aparecía él y su figura inconfundible. No hablaba, sólo miraba cada juego, pasaba por los tableros, observaba, se acariciaba la pera y el bigote y asentía o cuestionaba con gestos cada movimiento que hacíamos en el tablero. Luego de media hora o un poco más, cuando ya algunas partidas habían terminado, se iba caminando lento y a veces, no siempre, entraba al kiosco de García. Un detalle, llevaba un maletín color negro, de esos que se abren con una llave chiquita.
Nosotros, los pibes que jugábamos al ajedrez, lo apodamos sencillamente «El Hombre». A decir verdad nos inspiraba confianza y a su vez nos generaba curiosidad, era un personaje enigmático, como esos que creaba el gran Martín Karadagián en su Titanes en el Ring, pues a quién no le parecía raro y enigmático «El hombre de la barra de hielo» que se paseaba por alrededor del ring. Algo así nos pasaba, o al menos me pasaba, con «El Hombre».
Un buen día, el «Colo», quizás unos de los más arriesgados de la barra, propuso: «podemos invitarlo a jugar…» Los demás aprobamos pero con ciertas dudas, eran épocas muy difíciles, oscuras, en nuestras casas y en las escuelas recibíamos muchos «consejos» que realmente metían miedo en nuestras cabecitas de pre adolescentes. Eran épocas de razias policiales, de escuchar disparos a la noche o que en los pasillos de algunas casas típicas construídas en la década del ´70, se metieran militares y policías y sacaran de los pelos a quienes allí vivían…
A pesar de todo un día nos animamos. Esa vez «El Hombre» llegó, se puso a mirar y fue el mismo «colorado» quien lo invitó -¿quiere jugar una partida? ¿se anima? La cara de ese señor de unos 50 años se iluminó y no dudó ni media centésima de segundo -sí claro, dijo rápidamente.
La primera partida de «El Hombre» fue contra «Totinga», claro, le mandamos al mejor porque creíamos que estaba en otro nivel. Pero no. El Toti, como dicen los chicos de hoy, «lo partió», le costó, pero le ganó bien y eso no hizo más que sumar al enigmático personaje a los torneos, todos los días que jugábamos enfrentaba a un nuevo rival.
Nunca le preguntamos cómo se llamaba ni él tampoco nos dijo. Para nosotros era «El Hombre». Tampoco sabíamos qué llevaba en su maletín, hasta que un día, el «colo», el más arriesgado, se animó a espiar un papel que descuidadamente el hombre había apoyado sobre la vereda. No era más que un listado de golosinas y sus precios al por mayor. Ahí deducimos que por eso iba al kiosco de García.
Mientras jugaba al ajedrez «El Hombre» tenía una especie de tics, silbaba, pero no silbaba cualquier cosa…silbaba la marcha peronista. Bien bajito, movía las piezas y quien jugaba contra él escuchaba la musiquita que salía desde sus labios, «los muchachos peronistas, todos unidos triunfaremos y como siempre daremos…» paraba un minuto y volvía a silbar.
El torneo del que este corredor de golosinas participó estaba llegando a su fin y las posiciones eran «Totinga» primero y «El Hombre» segundo, debían enfrentarse para definir, pero sin embargo, ese día el hombre nunca llegó. Ni ese día, ni al siguiente, ni a los diez días, tampoco al mes…ya el ajedrez no nos entusiasmaba tanto pero la curiosidad pudo más y le fuimos a preguntar al «gordo» García si sabía algo de ese señor enigmático. Su respuesta me quedó grabada a fuego: «no sé, desapareció».