Nueve años tenía Facundo Cabral cuando decidió ausentarse de su casa para ir a ver al presidente Juan Domingo Perón a la Rosada. Le habían comentado que “ese señor le daba trabajo a los pobres”, y su madre lo necesitaba como la tierra al agua. “No creo que te pueda atender”, le dijo un hombre. “Los presidentes están muy ocupados”, le explicó y agregó: “…Pero me dijeron que mañana va a estar en La Plata, porque es el aniversario de la ciudad”. El pequeño Facundo, que llevaba cuatro meses lejísimo de su familia, entonces en Tierra del Fuego, fue a la capital bonaerense y durmió a un costado de la catedral.
Al día siguiente, se coló entre la multitud, burló el cordón de seguridad y se subió al estribo del automóvil presidencial. Perón le pidió a los policías que quisieron bajarlo que lo dejaran. Lo saludó. Le preguntó si quería decirle algo. “¿Hay trabajo?”, interpeló Facundo. Y acto seguido escuchó que la esposa del general, Eva María Duarte, dijo “la primera frase ética” que escuchó en su vida: “Por fin alguien que pide trabajo y no limosna. Por supuesto que hay, mi amor, siempre hay trabajo”, le respondió Evita.
Eva jamás se enteraría de que aquel niño, quien finalmente volvió a casa en avión con una carta y trabajo para su madre, se convertiría en uno de los principales cantautores latinoamericanos.

El 7 de mayo último, Evita hubiese cumplido 103 años, solamente 12 años y medio más que Adolfo Pérez Esquivel (90), el docente, escultor, pintor y activista por la paz que nació el 26 de noviembre de 1931. Hijo de un inmigrante español que vino a la Argentina para escapar de la pobreza en Pontevedra (Galicia, España), donde era pecador, no llegó a conocer a su madre, también española pero de origen vasco, y vivió una infancia repleta de necesidades.
Adolfo, siendo muy pequeño, conoció el hambre en la casa del barrio de San Telmo. “Éramos muy pobres, así que muchas veces me acostaba sin comer. Otras, el boliche nos tenía que fiar un café con leche. Para no acostarme con la panza vacía había que trabajar. Vendí diarios en el tranvía, después fui cadete de oficinas, peón de jardinería, y más tarde me dediqué a proyectitos de instalación de negocios, hasta que pude vender algún cuadrito”.
El Adolfo niño, que fue pupilo en el Patronato Español de Colegiales y también supo vivir un tiempo con su abuela, nunca hubiese podido estudiar. El destino parecía jugarle una mala pasada, al punto de alejarlo de la escuela primaria, pues, como contó él mismo, tenía que trabajar de lo que sea para comer.
Fue su nieto Andrés quien, en un emotivo posteo en su cuenta de Twitter, contó: “Un niño sin madre y con padre ciego tenía que trabajar porque la plata no alcanzaba. Le escribió a Evita para que los ayude y a los pocos días recibieron una pensión que le permitió estudiar”. Y remató: “Años más tarde, ese niño, mi abuelo, fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz. Eso es Evita y el peronismo, una Argentina en la que nadie sobra”.

Adolfo Pérez Esquivel recibió el Premio Nobel de la Paz en 1980, en pleno auge de la dictadura cívico-militar, por su trabajo y compromiso con la defensa de la democracia, los derechos humanos y la autodeterminación de los pueblos durante los regímenes totalitarios que azotaron a Latinoamérica durante los ’70, muchos de los cuales seguirían su andadura criminal en los ’80.
Ferviente cristiano profundamente consustanciado con la Teología de la Liberación, Adolfo Pérez Esquivel fue encarcelado en 1975 en Brasil y en 1976 en Ecuador, siempre en el marco de su militancia centrada en la “resistencia pacífica” ante los tiranos.
Fue co-creador del Servicio Paz y Justicia (Serpaj), del Movimiento Ecuménico Paz y d (conformado por distintos grupos cristianos), de la Asamblea Permanente por los Derechos Humanos (APDH) y del Movimiento Ecuménico por los Derechos Humanos, así como colaborador de las entonces nacientes y a la postre emblemáticas organizaciones Madres y Abuelas de Plaza de Mayo y Familiares de Detenidos y Desaparecidos por Razones Políticas.
Luego de sufrir prisión en Brasil y Ecuador, en 1977 fue detenido por la sangrienta y apátrida dictadura encabezada por Jorge Rafael Videla. Fue en agosto. Estuvo más de un año entre rejas, fue torturado, y 14 meses más “en libertad vigilada”.

Cuando el 13 de octubre de 1980 recibió el Premio Nobel de la Paz en Suecia -un golpe tremendo para los dictadores argentinos- expresó:
«Con humildad estoy ante ustedes para recibir la alta distinción que el Comité Nobel y el Parlamento otorgan a quienes han consagrado su vida a favor de la paz, la promoción de la justicia y la solidaridad entre los pueblos. Quiero hacerlo en nombre de los pueblos de América Latina, y de manera muy particular de mis hermanos, los más pobres y pequeños, porque son ellos los más amados por Dios. En nombre de ellos, de mis hermanos indígenas, los campesinos, los obreros, los jóvenes, los miles de religiosos y hombres de buena voluntad que renunciando a sus privilegios comparten la vida y camino de los pobres y luchan por construir una nueva sociedad.
“(…) Me siento emocionado y a la vez comprometido a redoblar mis esfuerzos en la lucha por la paz y la justicia. Puesto que la paz sólo es posible como fruto de la justicia; esa verdadera paz es la transformación profunda de la no-violencia, que es la fuerza del amor…”

Adolfo Pérez Esquivel, en su adolescencia, estudió en la Escuela Nacional de Bellas Artes “Manuel Belgrano” de la Ciudad de Buenos Aires. Posteriormente, se graduó como artista plástico y escultor en la Universidad Nacional de La Plata.
Durante casi 30 años ejerció la docencia. Lo hizo en esas dos instituciones, así como en escuelas primarias, en otros colegios secundarios y en la Universidad de Buenos Aires.

Aquel 13 de octubre de 1980, cuando Adolfo recibió el Premio Nobel, Eva María Duarte de Perón hubiese tenido 61 años. Pero se había ido casi 30 años antes, a sus jovencísimos 33. Tampoco lo pudo ver. Aunque Andrés, el nieto de Pérez Esquivel, se encargó de remarcar que “Un niño sin madre y con padre ciego tenía que trabajar porque la plata no alcanzaba. Le escribió a Evita para que los ayude y a los pocos días recibieron una pensión que le permitió estudiar”.
Qué profundo y conmovedor lazo une a “la abanderada de los humildes” y a quien le dedicó semejante galardón “de manera muy particular a mis hermanos, los más pobres y pequeños, porque son ellos los más amados por Dios”…
