POR NITO ARIAS (*). Especial para 90 Líneas
NOTA PUBLICADA ORIGINALMENTE EL 17 DE AGOSTO DE 2022
Una larga agonía.- Hace poco me tocó viajar en los trenes nuevos. Lo hice de Retiro a Junín ida y vuelta. Me vino a la memoria los viajes que hacía en mi época de estudiante. Por ser hijo de ferroviario, teníamos el “pase” gratis y aprovechaba para ir a ver seguido a la familia.
Corría el año 1973 y yo empezaba mi carrera para recibirme de Contador en la UNLP. El viaje era barato ya que el único costo que afrontaba en esos largos 300 kilómetros, era la ficha del subte, ya que mi pase ferroviario también me servía para la línea Constitución-La Plata del Roca. Como siempre andaba con poca plata, muchas veces ahorraba la ficha del subte e iba caminando de Retiro a Constitución, perdiéndome entre su gente, los bocinazos de los autos y la magia de la gran ciudad.
Pero estos trenes de ahora son muy distintos a aquellos de la décadas de los setenta u ochenta. Los convoyes ya se habían empezado a deteriorar, las ventanillas no cerraban en invierno y costaba abrirlas en verano, quedaban los asientos duros de la clase turista, muchas veces escritos o cortajeados por el vandalismo.
Para colmo llegó la dictadura, el principio del fin. Los trenes no eran prioridad para Martínez de Hoz y allí estuvo el huevo de la serpiente del neoliberalismo.
Luego vino Alfonsín y no supo, no pudo o no quiso hacer algo con las formaciones que cada vez se deterioraban más, mientras que los ferroviarios cada vez ganaban menos. No obstante, la gente seguía viajando igual, amontonada, colgada de las puertas y soportando la impuntualidad o las frecuentes cancelaciones.
Seguía la decadencia hasta que escuchamos la famosa frase “ramal que para, ramal que cierra” que pronunciara el riojano más famoso. Así fue que con Menem nos quedamos casi sin trenes, especialmente los que iban al interior. Miles de pueblos condenados al abandono y a la miseria, gente sin trabajo y sin poder reubicarse.
Casi se mató un estilo de vida -y digo casi porque el tren no morirá jamás-, aquel que provenía de vivir en un pueblo ferroviario, con su estación, sus galpones, sus talleres y el efecto multiplicador que tenía para la economía del lugar donde se levantara una Estación o simplemente un paraje ferroviario. Miles de maquinistas, guardas, cambistas, aspirantes, llamadores, guardabarreras, foguistas, entre otros oficios ferroviarios, fueron expulsados.
Los trenes de hoy
Estos trenes de ahora, modernos, con aire acondicionado, servicio de buffet, sumamente prolijos, se deslizan suavemente por las frágiles vías que permanentemente se van reparando y reacondicionando para evitar accidentes.
Hoy las formaciones salen a horario y hasta hay un señor que te da la bienvenida, te desea buen viaje y te explica lo que se está haciendo para recuperar los ferrocarriles. Ahora el tren tarda un poco más que en las mejores épocas, el estado de las vías no permite desarrollar grandes velocidades, pero el costo del pasaje es irrisorio y las comodidades son excelentes, especialmente sus asientos reclinables, los baños y el coche comedor tan necesario.
Monte Coman
Yo nací en un pueblo en Mendoza al sur de San Rafael llamado Monte Coman, un caserío con menos de 1.000 habitantes, en esa época en las casas no había luz eléctrica, nos alumbrábamos con lámparas de carburo, tampoco había agua corriente, íbamos a buscar agua a un arroyo, a unas cuantas cuadras de donde vivíamos. Sin embargo, llegaba el ferrocarril.
Hace poco estuve por ahí y vi la estación bastante cuidada, los galpones donde ahora funciona una oficina pública y un pequeño museo. Sobre las herrumbradas vías, quedaron para siempre algunas locomotoras, y algunas zorras, esos pequeños carros manuales que corrían sobre los rieles que y servían para trasladarse de un lugar a otro para ayudar a alguien, o llevar cosas a algún punto cercano.
Justo Daract
No estuve mucho en Monte Coman. Al poco tiempo de nacer a mi padre lo trasladaron a Justo Daract, provincia de San Luis.
Un punto clave para el Ferrocarril San Martín. Allí estaba el Depósito de Locomotoras Avanzada, lugar donde se reparaban las mismas, se lavaban los trenes, se hacía todo el mantenimiento de las unidades, y era la posta que quedaba justo en el medio en el recorrido de los trenes que iban de Buenos Aires al Pacífico (B.A.P.)
Allí me crié con mi padre que al poco tiempo se transformó en capataz de Depósito, el trabajo le quedaba cerca, estaba a tres cuadras de los galpones y oficinas donde él tomaba servicio todos los días en turnos rotativos de ocho horas por largos años, sin faltar nunca. Tenía también un tío que era Guarda en los trenes de carga y viajaba mucho, al igual que otro que era mozo de los coches comedores y que también paraba poco en su casa.
Toda la actividad giraba alrededor del tren. No había nadie que no fuera ferroviario o al menos tuviera algún pariente vinculado a la actividad. La vida social estaba marcada por el ferrocarril.
Los trenes de ayer
En aquellas épocas de gloria había varios trenes que pasaban por Daract. Se llamaban El Cuyano, El Sanjuanino, el Trasandino. A pesar de que pasaban casi todos los días, el arribo de las formaciones era un acontecimiento social, especialmente por la tarde. El tren se detenía en la Estación uno quince minutos como mínimo. Y allí todo el pueblo miraba y saludaba a los pasajeros que iban o venían de Buenos Aires.
La mayoría de los que vivíamos en esa lejana comarca, teníamos la fantasía de conocer el mar o la Capital, y veíamos en esos pasajeros la posibilidad de nuestros sueños. Ingenuamente el simple hecho de verlos, nos acercaba a esos destinos.
La gente se conocía en la estación, charlaban a través de las ventanillas de los trenes, se le preguntaban cosas. Algunos bajaban a tomarse un cafecito. Las chicas se producían, como se dice ahora, para ir a ver pasar el tren. Tenían la secreta esperanza de encontrar a su Romeo y que las llevara a la gran ciudad para ser definitivamente feliz. Así hubo algunos romances que nacieron entre el vapor de las locomotoras y el chirriar de los ruedas contra los rieles. Pero no todas lograron irse, algún galán se quedó para siempre en ese pueblo chico.
De Justo Daract se viajaba mucho a los pueblos vecinos, Villa Mercedes, Laguna Oscura, Beazley, Caldenada, algunos iban más lejos y cruzaban Rufino y llegaban a Junín, una ciudad que era una especie de trampolín para saltar definitivamente hasta el Obelisco y la calle Corrientes.
El tren en ese momento tenía camarotes con sus camas para descansar mejor, pullman y sus asientos reclinables y espacio para estirar las piernas; y la clase turista donde viajábamos los pobres, que era el lugar más divertido a pesar de los duros asientos. Las formaciones eran tiradas por maquinas a vapor hasta que llegaron las modernas a Diesel.
Un estilo de vida
Aunque los trayectos fueran cortos, al hombre del interior le gustaba llevar muchas cosas. Primero mucha comida, el clásico pollo asado, los sandwich de queso y mortadela, un buen vinito y gaseosas para los más chicos, alguna torta para comer algo dulce con el mate y, nosotros los niños, a corretear por los vagones que eran una romería. Como se iba a visitar algún pariente o amigo, solían llevarse entre sus cosas, un par de gallinas para matar en lo del compadre y hasta algún lechón o cabrito, eso sí, bien maneado. No faltaban los cantores que sacaban la guitarra y se armaba la farra. A medida que las estaciones pasaban como postes, el ánimo se iba apagando hasta quedar dormidos, muchos en el piso. Al guarda se le hacía difícil picar los boletos.
En el 93 llegó por última vez el tren de pasajeros, y todos esos pueblos quedaron aislados, no hay trenes que los conecten, ni hay ómnibus, además no todos tienen auto. A esos lugareños le arrancaron parte de su vida. No sólo le quitaron su trabajo, sino sus sueños. Por eso, el reciente retorno del tren fue triunfal. Hablé con amigos. Nuevamente los pobladores fueron a esperarlo y el lugar fue una fiesta. Mucha alegría, llanto en hombres grandes que pensaban que nunca más volverían a ver un tren. Otros se lamentaban que no estuviera su padre o abuelo para ver el milagro. Había niños que jamás habían visto un convoy, salvo en fotos o películas. Los recuerdos y anécdotas se amontonaron en las charlas hogareñas, en el club, en las oficinas, en la escuela, y en cada rincón del pueblo puntano.
Quizás una de las anécdotas más sabrosas se remonta a 1932 cuando pasó por Daract el Príncipe de Gales en un viaje a Chile, por supuesto que todo el pueblo fue a verlo. Pero el tren fue retenido por el jefe de Estación, un tal Zalazar, perteneciente a una tradicional familia daractense. El motivo de la demora, cuentan los lugareños, era que el tren llevaba la bandera inglesa más alta que la de Argentina. El príncipe reconoció el error como un gentleman, felicitó a Zalazar por su patriotismo y siguió viaje. Eran otros tiempos.
El futuro
Este servicio, que llena de felicidad a la población y proyecta una nueva alternativa para el transporte terrestre de gran parte del país, forma parte del Plan de Modernización del Transporte y conecta a través de más de 632 kilómetros de vías Buenos Aires con San Luis. A partir de los trabajos de readecuación realizados por Trenes Argentinos, entre Rufino y Justo Daract, se suman paradas intermedias en las localidades cordobesas de Laboulaye, General Levalle y Vicuña Mackenna.
Se sabe que ya nada será como antes, pero se abre una esperanza de mayor trabajo y una certeza de que ahora está todo más cerca. Y de que el tren no morirá jamás.
(*) Director del diario La Gran Capital
El tren no morirá jamás El tren no morirá jamás El tren no morirá jamás El tren no morirá jamás El tren no morirá jamás El tren no morirá jamás