La nota se titula así: “El 57% de los jóvenes de la generación Z (aproximadamente entre 15 y 30 años) aspira a convertirse en influencer, según una encuesta”. La fama y el dinero son sus objetivos.
¿Se asustó? ¿Pensó que todo está perdido? Yo también. Pero el mismo día que leí esa nota, por la tarde me junté con Facundo Molina (29) en un bar semicéntrico de La Plata. En un momento de una larga y hermosa charla, me dijo: “El camino correcto siempre es el difícil; yo perdí económicamente, pero gané, porque hago lo que me gusta y crecí como persona”. ¿Influencer? ¡No, luthier! Ese maravilloso oficio milenario gracias al cual podemos escuchar la más maravillosa música.
Créame, hay muchos más ‘facundos’ de los que uno se imagina. Claro que, en estos tiempos revueltos, no se encuentran a la vuelta de cada esquina.
Y ese camino “correcto” y “difícil” pero sublime, es decir, exactamente lo opuesto al atajo que desvela al 60 por ciento de la generación Z, Facundo lo encontró, literalmente, en la escuela primaria. Y la ‘culpa’ la tuvo Walter… En fin, vayamos al grano.
facundo oficio milenario
El 19 de septiembre de 2005, cinco músicos aparecieron en el SUM de la Escuela Primaria Nº 25 de El Carmen, una popular barriada de Berisso, con raros instrumentos. Unos veinte chicos y chicas se anotaron tras una demostración para aprender a tocarlos. Fueron el germen de la orquesta escuela de la ciudad ribereña, la cual hoy cuenta con más de 600 estudiantes, distintas formaciones, y un prestigio que la ha llevado y la sigue llevando a tocar en lugares quizás impensados casi veinte años atrás. Entre esos pibes y pibas estaba Facundo Molina, con sus 10 años, apuntándose para estudiar violonchelo.
Facundo creció en Villa Alba, barrio platense que linda con su par berissense de El Carmen, donde a los 6 años inició la primaria que le permitió estar entre los pioneros de una de las orquestas escuela modelo en todo el país.
“En verdad, yo me anoté en chelo porque lo seguí a mi hermano mayor; cuando es chico suele imitar a sus hermanos mayores”, dijo riendo Facundo, el menor de tres. “Con el tiempo, me incliné por el violín”, aclaró, para contar que la orquesta le abrió las puertas de la música, de gente maravillosa, de profesores de instrumento y de la vida, y de lugares que “a mi familia le hubiera resultado muy complicado llevarnos, porque mis viejos siempre fueron trabajadores humildes. Aunque jamás nos faltó nada. Y menos aún, una buena educación y valores”, subrayó.
“Con la orquesta hicimos viajes hermosos”, recordó. En 2008, fueron a Chapadmalal. “Vinieron mi hermana mayor, mi hermano, mi mamá y yo. Esa vez, todos conocimos el mar, junto con muchos de los demás chicos y chicas. La cuestión es que, con el entusiasmo, varios salimos corriendo y nos tiramos al agua muy cerca de la escollera… ¡Y nos reventamos!”, exclamó Facundo, riendo. “El guardavidas nos dijo que no, pero ya era tarde”, apuntó sin parar de reír.
“Nunca me voy a olvidar de ese viaje. Fue una experiencia genial. El hecho de compartir tiempo, juegos y música con otros chicos y chicas de tu edad”, puntualizó. Fue el primero pero no el último. Así, la orquesta se fue transformando en su lugar en el mundo.
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Y sí, la ‘culpa’ la tuvo Walter
Facundo resaltó que “los viajes que incluían encuentros con otras orquestas te enseñaban muchísimas cosas, porque explorabas otros ámbitos culturales; son experiencias que te ayudan mucho a superarte. Y luego, en el día a día, se dan cosas maravillosas. Por ejemplo, yo fui tallerista (una suerte de ayudante docente) de chicos que hoy están en un nivel superlativo. Eso es hermoso”, dijo emocionado.
Cuestión que Facundo tocaba, era tallerista, pero no se veía a sí mismo viviendo de la música, al menos como instrumentista. Fue en esos tiempos cuando se topó en el SUM de la Escuela 25 con Walter, asistente de la orquesta escuela al que Facundo definió como “un gran amigo” y “una gran persona”, trabajando con un violín.
-¿¡Qué estás haciendo Walter!?, le preguntó fascinado.
“Estaba adaptando el puente de un violín”, contó Facundo, para aclarar sonriendo que “ahora lo digo en estos términos, aunque en ese momento no entendía nada. Sólo sé que quedé maravillado, y que le pedí permiso para quedarme mirando”. Facundo acababa de encontrar su camino en la vida, aunque, por supuesto, aún no lo sabía.
“Yo perdí económicamente, hoy tengo una moto chiquita y no puedo hacer mil cosas que hacía antes, pero gané, porque cada día hago lo que me fascina y, además, crecí como persona” (Facundo Molina)
Aquel encuentro con Walter “me quedó guardadito en algún lugar; pasaron los años, yo tendría ya unos 16, 17, y un día Juan Carlos (Herrero, coordinador y cofundador de la orquesta escuela berissense) me preguntó si me gustaría aprender el oficio de luthier. Por supuesto que le dije que sí. Fue entonces cuando comenzamos a ir, junto con otros cinco chicos, al taller de Simón Meucci. Lo primero que hicimos fue encerdar arcos. Yo estaba tan entusiasmado que seguía trabajando en casa, incluso utilizando como herramienta un cuchillo de manteca”.
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El camino más difícil
Cuando Facundo dice que el camino correcto es el más difícil no se refiere a nada que tenga que ver con sufrimiento y malestar, todo lo contrario. Pero él lo cuenta como nadie: “Durante un tiempo me alejé de la orquesta y del taller de Simón. Fue un momento de búsqueda, de dudas, como todos tenemos en la juventud. Eso me llevó, luego de algunos trabajos que no me convencieron, a entrar a una empresa de seguridad donde cobraba realmente muy bien. Me daba gustos impensados en otros momentos de mi vida. Me compré una moto grande, tenía acceso a un montón de cosas, le compraba regalos a Ailén (su pareja, estudiante de violín), estaba realmente bien…”
Entonces, la música volvió a meter la cola. “Un día me llama Juan Carlos, vamos a tomar un café, charlamos largo y tendido, y me ofreció un cargo para que me encargara, valga la redundancia, de reparar, restaurar y tener a punto los instrumentos de la orquesta, siempre trabajando en el taller de Simón”, rememoró.
El dilema era el siguiente: el buen pasar económico que había hallado trabajando en la empresa de seguridad o hacer lo que realmente le gustaba pero resignando dinero. No lo consultó con la almohada. Mejor aún, lo habló con Ailén. ¿Qué le dijo? ‘Nooo, perdemos plata…’ Todo lo contrario: «Tenés que hacer lo que te gusta, esta es tu oportunidad. La plata va y viene». Y es que Facundo, cada vez que Ailén venía enojada de sus clases de violín porque algo no le salía, solía decirle: “Si te enojás es porque estás en el camino correcto, porque si no te importara, no te gustaría lo que hacés”.
Entonces Ailén le recordó a Facundo las broncas con que muchas veces él volvía del taller porque no le había salido algo bien: “Eso es lo que te gusta”, le decía. “Yo perdí económicamente, hoy tengo una moto chiquita y no puedo hacer mil cosas que hacía antes, pero gané, porque cada día hago lo que me fascina y, además, crecí como persona”.
Empezó en plena pandemia, tiempo durante el cual “agarraba la bicicleta, me ponía el barbijo, llevaba mi alcohol, e iba casa por casa a buscar los instrumentos de los chicos y chicas que necesitaban reparación”. Hasta hoy, claro, se dedica a los instrumentos de la orquesta y a trabajos propios del taller.
La cosa no termina allí. Resulta que durante la hermosa charla con Facundo, mi melomanía fue sacudida por una novedad maravillosa. “Simón (Meucci, dueño del taller), es Licenciado en Luthería por la Universidad Nacional de Tucumán, única donde se estudia luthería a ese nivel”, me contó Facundo, para anticiparme que en febrero del año entrante se va a la provincia del norte: “Tengo que conseguir un trabajo y un lugar donde vivir; pero voy a hacer la carrera. Es que quiero saber porqué hago lo que hago, porqué tal madera es mejor para determinado trabajo, cómo está compuesta esa madera, de dónde viene; aprender de historia, tecnología, diseño, materiales…”
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La Licenciatura en Luthería se dicta en la Facultad de Artes de la UNT. Dura 5 años, durante los cuales se cursan 30 materias, todas anuales.
“El luthier es parte fundamental en la vida de un músico. Y para mí fue el camino que encontré para expresarme artísticamente. Entro al taller y me olvido del mundo”, remató Facundo, un centennial que, gracias a Dios o a Santa Cecilia (patrona de la música), tomó el camino largo pero “correcto” en un mundo donde la elección de atajos está a la orden del día.
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