Conocimos a Virus.- Cuando se estrenó la película La noche de los lápices, el 4 de septiembre de 1986, hacía casi cuatro años que habíamos egresado del Colegio Nacional de La Plata. Y con excompañeros de división/amigos habíamos hablado mucho, muchísimo, sobre un tema crucial para nosotros: ¿Por qué éramos tan kilomberos en el colegio?
“Una boludez”, podría pensar cualquiera y con razón. Pero no. Y es que fuera del colegio, individualmente o en grupo, no éramos kilomberos, ni peleadores, menos que menos violentos. ¿Entonces? ¿Por qué nos transformábamos de la manera en qué lo hacíamos dentro del edificio de 1 y 49?
“Se dejaban llevar por la masa”, nos psicoanalizaría un o una terapeuta. No señor. Nosotros hicimos “terapia grupal” por años, en tardes maravillosas mientras escuchábamos rock, y en noches eternas en alguna casa, bar o plaza de la ciudad, y llegamos a la conclusión de que aquellos tremendos quilombos fueron la reacción a un colegio que, sin que nosotros comprendiéramos bien porqué a nuestros 12, 13, 14 años, había sido convertido en una suerte de colegio militar. Amábamos al colegio. Pero era el destinatario de nuestra humilde pero violenta lucha contra la opresión.
Con el paso del tiempo entendimos que el Nacional fue un colegio en el que la militancia política de los ‘70 fue muy pero muy fuerte. Así las cosas, desde marzo de 1976 la institución fue intervenida, como lo fue su entidad madre, la Universidad Nacional de La Plata. Y el régimen de disciplina era extremo.
Si tenías un bordecito del escudo descosido -algo que podía provocar un roce durante el viaje como ganado en el micro-, te amonestaban. Si tenías medias negras en vez de azules, te amonestaban. Lo mismo si llevabas la corbata floja. O si a las 7 y monedas de la mañana, en pleno invierno, te ponías un abrigo encima del blazer para combatir temperaturas bajo cero y evitar una gripe machaza.
No, no exagero. Era así. Peor aún. Cuando te describían el “gravísimo error” que habías cometido, la autoridad de turno lo hacía en un odioso tono paternalista, para después decirte: “Tiene dos (o tres) amonestaciones”. Y lo decían gozando. Lo juro.
En fin, que nuestra promoción hizo primer año en 1978 y quinto en 1982. ¿A qué no saben cuándo fue la única vez que nos dieron rienda suelta para festejar, e incluso no nos computaron la falta? Cuando la selección ganó el Mundial ‘78, por supuesto. Esa fiesta tenía que ser gigante. Había mucho para tapar. Claro que, en el mientras tanto, nosotros no hacíamos esos análisis. Vendrían después, en las mencionadas “terapias grupales” que arrancaron en el último año, creo que después del viaje de fin de curso, y siguieron tras la despedida del colegio.
La foto
Pero la causa de esa rebelión instintiva contra nuestra dictadura cotidiana, al menos para mí se condensó en una foto que craneó Héctor Olivera, el director de La noche de los lápices.
El tema, como dije, ya estaba muy hablado y creo que comprendido en el grupo de amigos, pero yo quedé shockeado cuando en la película muestran a cientos de extras, haciendo de alumnas y alumnos, saliendo hacia el ministerio de Obras Públicas -donde serían brutalmente reprimidos junto a pares de distintas escuelas platenses- desde la puerta del Nacional. La cámara estaría ubicada en 1 entre 49 y 50; supongo, porque de cine no sé nada. Ahí entendí (casi) todo.
«Qué amigos educados…»
Era imposible pasar desapercibido si uno se rateaba. Blazer azul con un escudo enorme del colegio bordado en el bolsillo superior izquierdo, camisa blanca, corbata celeste, pantalón gris de sarga -si era gris pero de otra tela, también te amonestaban-, medias azules, zapatos negros.
En segundo año, en 1979, hubo una rateada masiva que se dividió en dos grupos. Y a esa me quiero referir. Aunque existió un antecedente maravilloso en primer año, del cual fui un “protagonista sorpresa”. Resulta que había faltado por “enfermedad” (eso creo), y a media tarde tocan el timbre de casa, en Berisso. Más o menos serían diez compañeros del colegio. Se habían tomado el micro 214 y se aparecieron de sorpresa. En otra ciudad, nadie los descubriría.
Estábamos charlando y escuchando música, cuando llegó mi viejo del hospital. A cierta hora pasaba por casa a tomar unos mates y arrancaba las (hoy en desuso) visitas a domicilio hasta la noche. Mi viejo se quedó parado, mirando seriamente el panorama, y los chicos hicieron un silencio absoluto. Lógico, no lo conocían.
-Qué amigos educados tenés, te vienen a visitar de saco y corbata -disparó, provocando una carcajada masiva.
Destino: City Bell
En la rateada masiva de segundo año, el grupo en el que yo estaba arrancó para City Bell.
-Mis viejos no están en casa y no vuelven hasta la noche -fue el santo y seña de un compañero. No había más que hablar.
Fuimos caminando por 1 hasta la estación de 1 y 44 y ahí tomamos el tren hasta City Bell. Yo, berissense de pura cepa, no lo conocía. Y si alguna vez fui con mis viejos, era tan chico que ni me acordaba.
Llegamos. Cruzamos el Camino Centenario y tomamos una calle de tierra. No sé cómo era City Bell en 1979, pero se me hace que salvo la calle Cantilo, las demás no estaban asfaltadas. O eso creo.
Lo que sí recuerdo es que el lugar me pareció hermoso. Mucha arboleda, mucha tranquilidad.
Entramos a la casa de nuestro compañero… Como la memoria selectiva no permite que me acuerde de quiénes estábamos, no quiero nombrar a nadie para no quedar mal, ya que la amistad -y con mayúsculas- sigue en pie hasta hoy en día.
¿Objetivo? Charlar y, por supuesto, escuchar música. En esa época -valga la explicación para los más pibes-, juntarse a escuchar música era todo un programa. Imaginen un mundo con una TV con cuatro canales en blanco y negro que, a media tarde, pasaban programas de cocina o telenovelas; un mundo sin internet, o sea, sin computadoras ni celulares; en muchísimos casos, ni siquiera teléfonos fijos. ¿Difícil imaginarlo no? Pero era así. Era hermoso.
-Vieja, me voy a lo del Ruso a escuchar música.
No, no era una excusa ni mucho menos. Era un programón que podía durar toda una tarde. Y desde Berisso, para eso, tenía que tomarme dos micros de ida y dos de vuelta. Desde Guayaquil (hoy calle 11) casi esquina Montevideo hasta la zona de Plaza Italia en el 214, y desde allí hasta 20 entre 34 y 35 en el 506, el “micro blanco”.
Volviendo a City Bell, lo que sí recuerdo, patente, es que uno de los discos que teníamos entre manos era Desayuno en América, de Supertramp. Por las dudas, revisé la fecha de edición y sí, coincide: marzo de 1979. Es decir que era nuevito-nuevito. El tiempo lo convertiría en un disco icónico. También escuchábamos Pink Floyd: Ojalá estuvieras aquí (1975), Animals (1977) y sobre todo El lado oscuro de la luna (1973). Para esa obra cumbre llamada The Wall habría que esperar a diciembre de aquel año.
También, claro, Led Zeppelin IV -obra maestra si las hay- y Burn (Quemar) de Deep Purple, entre otros. El rock nacional, al que yo era muy afecto, era más para compartir con el Ruso. En esa ocasión había que buscar lugares comunes.
Desayuno en América (Supertramp – 1979)
Pero hablando de rock nacional, el dueño de casa, antes de que comience la sesión musical con ese disco de Supertramp que traía en la tapa a la típica camarera yanquee de un bar de los ‘50, trajo un cassette y lanzó:
-Che, antes escuchen esto. Son unos flacos de acá, de City Bell, y suenan muy bien.
Generó una enorme expectativa.
Con el diario del lunes, me animo a decir que si nosotros hubiésemos estado en aquel recital Prima Rock del 21 de septiembre de 1981, seguramente no le hubiésemos tirado naranjas a Virus, pero habríamos estado entre los pelotudos que aplaudieron a los que las tiraron.
La reacción de rechazo fue instantánea. “¿Qué mierda es eso?”, “Sacá esa basura”, “¿Y eso te parece bueno? ¡Dejate de joder!”. Sólo algunas de las frases que habremos tirado al aire antes de sumergirnos en el rock progresivo y en el rock duro extranjero.
Eso, que nos sonaba tan pero tan raro, lo estaban ensayando a pocas cuadras de allí los hermanos Moura y Cía, que laburaron duro durante todo 1979 para hacer su primera presentación en vivo en enero de 1980 en un club de la ciudad.
Eso, que tuvimos el lujo de conocer esa tarde de 1979, enfundados en nuestros uniformes colegiales, fue lo que cambió al rock argentino. Y sus integrantes, en mayo de 1982, fueron “Los chetos platenses que se le plantaron a la dictadura” al negarse a tocar en el Festival de la Solidaridad Latinoamericana, que la dictadura dijo que se hacía para reunir alimentos y ropa para los pibes de Malvinas, a quienes jamás les llegó absolutamente nada. Y es que el 8 de marzo de 1977, toda la familia Moura fue testigo de cómo se llevaron y desaparecieron al mayor de los hermanos, Jorge.
Es decir que mientras nosotros le tirábamos “naranjas simbólicas” a Virus, denostando la música que salía de aquel cassette TDK que vaya a saber cómo había llegado a manos de nuestro compañero, los hermanos Moura ya tenían muy claro qué era “eso” contra lo que nosotros peleábamos a ciegas, todos los días, haciendo tremendos quilombos en el Colegio Nacional. Colegio al cual, dicho sea de paso, fueron -por lo menos- Jorge y Federico Moura.
Por suerte, con el tiempo, muchos supimos sumergirnos bajo aquellas maravillosas “imágenes paganas”… Y es que, en definitiva, el rock era nuestra “forma de ser”. Y la opresión, nuestro enemigo en común.
El rock es mi forma de ser (Virus – 1981)
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