Cuando la ciudad de La Plata era reciente y no pasaba de un pequeño poblado, hacia 1890, leyendo noticias publicadas en el diario “El Plata” del 16 de enero de aquel año nos enteramos de que, a pesar de la campaña llevada cabo en esos últimos tiempos por la policía contra “las horizontales”, realizando una verdadera razzia por los cafetines de la calle 46 y diagonal 80, llegaban denuncias de que en las cercanías del Mercado de Buenos Aires existían aún ciertos establecimientos de ese género, con “escándalo” para las familias del barrio.
“El comercio inmoral que se ejerce en dichos cafés (decía la noticia) debe proscribirse de los lugares centrales de la población y confinarlos a los sitios más apartados”.
Para mayo de 1890, otro diario, El Día, recogía estos testimonios: “En la calle 57 esquina 14 existe una casa que, bajo la apariencia de despacho de bebidas, no es más que un templo de Venus, donde 6 u 8 sacerdotisas de esa diosa practican clandestinamente los alegres misterios de su culto. Pared por medio se encuentra un establecimiento de educación, el Internado del Señor Rossotti”.
Por ser zona de puerto, los prostíbulos se nuclearon, preferentemente, en la localidad de Ensenada. Adquirieron renombre el Blanco y Negro, donde tres mujeres esperaban tras un biombo.
Allí se servía café o cerveza a los concurrentes. Se hallaba también el Café La Marina, a la vuelta de la estación. En un galpón vecino destinado a biógrafo, se proyectaban películas prohibidas.
Otras moradas conocidas eran El 208, La Mariposa y La Estrella, con una arquitectura bastante similar: construcciones de madera con un largo zaguán, un amplio patio y, cerrando al fondo, el salón de baile donde amenizaba un trío orquestal y se ejecutaban tangos en violín, guitarra y flauta.
Las señoritas eran casi siempre extranjeras: francesas, polacas… Víctimas de trata de blancas, tráfico o comercio que se realizaba con mujeres para forzar su prostitución.
El Gato Negro
En La Plata fueron célebres El Gato Negro, en 66 y 5, y el cafetín y billares de 65 y 5. Otro abría su puerta de hierro, justo enfrente de la casa del genial Almafuerte, en 66 entre 5 y 6. Madame Isabel, Doña Carmen, Doña Corina, son nombres que se ha devorado el olvido.
Existían, sin duda, muchos otros lugares de reunión, bastante más inocentes, donde la diversión consistía en pasar un momento de gratas reuniones y de buenas comidas. Entre ellos se hallaba la famosa Cantina de Asti, en 49 entre 7 y 8, donde se tomaba un excelente vino y se degustaban sabrosos platos. El solo nombrarla alcanzaría para hacer chispear los ojos de quienes fueron sus concurrentes.
Su segundo asentamiento fue en 8 entre 48 y 49, mostrando la estrechez de su recinto y su piso aserrinado, sobre el que descansaban barricadas de vinos importados o en cuyos estantes era una tentación la hilera de botellas, algunas de 5 litros, que invitaban a los abundantes ravioles o tallarines al tuco y otras itálicas comidas al «uso nostro», que demandaban, para ser digeridas, varios vasos del recio y popular Barbera. Allí se estaba seguro de comer bien y a precios risibles. ¡Cosas de épocas añejas!
En aquellos bodegones se encontraban la exquisita longaniza, los pipones de vino y toda esa gama de ambientes que daban a las fondas un colorido, un sentido y un espíritu.
A principios de siglo existía en la diagonal 74 y 40 un bodegón de hacha y tiza, ambiente viscoso, donde el humo de los cigarrillos se mezclaba con olor a fuertes comidas. Y como decía el tango “Pucherito de gallina”, con viejo vino carlón y los efluvios que despedían las copas que sobre el estaño del mostrador de despacho de bebidas estaban almacenadas como un desfile. De hacha y tiza, dijimos, y lo era en verdad por cuanto resultaba difícil que las reuniones no terminaran en pavoneos de guapeza, a punta de cuchillos o a balazos.
La concurrencia a las fondas era heterogénea y los sainetes nos han mostrado a personajes característicos que hoy se nos antoja payasescos, pero que sin embargo fueron así, como los retrató la mano de los autores. Italianos con robustos mostachos y saco al hombro; compadritos de pantalón batarás cerrado en el botapié; sacos a la usanza torera y sombrero con «respiradero»; otros con pantalones a grandes rayas, pretina hasta el pecho y el mango de un cuchillo asomando discretamente como quién no quiere la cosa.
Con el Mercado La Plata (donde luego se levantó el hotel Provincial) se fueron pedazos de la historia fondinesca de la ciudad, y entre ellos La Europea y El Apio. En el Mercado Buenos Aires, sobre la calle 4, existía una fonda que se abría a las 3 de la mañana y era invadida por los quinteros, con quienes alternaban periodistas y gráficos. Las trucadas eran de órdago, entre quesos, vinos y fiambres.