Por Jorge Garacotche*
Hoy, desde La Barra Beatles nos vamos a poner melancólicos recordando una de las mejores obras de la Cultura Nacional Argentina. Seguramente que si algún amigo le hacía escuchar este disco a los cuatro muchachos de Liverpool hubieran asegurado que Spinetta había comprendido, a la perfección, el mensaje beatle.
Recuerdo que en medio de la cuarentena por el Covid se publicó un nuevo álbum de Luis Alberto Spinetta, el concierto de presentación de una de sus mayores obras: Artaud. Hoy es considerado por la crítica especializada como el mejor disco de la historia del rock argentino, si existiera un torneo de estas características suscribiría esa idea. Más allá de contiendas, argumentos y comparaciones, es un buen momento para escuchar sonidos que pintan un tiempo particular, agitado, profundo, que dejó secuelas que leemos, miramos y escuchamos en tantos formatos. Este disco parece un documental de época. En este 2023 se cumplen 50 años de esa edición.
El domingo 28 de octubre de 1973, exactamente a las 11 de la mañana, sucedió algo insólito en plena avenida Corrientes: se presentó Artaud en Buenos Aires. Llegó al Teatro Astral de la mano de Luis Alberto Spinetta, se metió tras unas cuerdas de acústica y sonó hasta el mediodía. Esto viene a colación de un hecho muy importante para nuestra cultura que ocurrió hace un tiempo: la edición, en disco, de aquel concierto en donde Spinetta presentó el álbum Artaud, publicado en el mes de abril del mismo año. El 2020, signado por la pandemia, dejará muy poco en el plano artístico y, sin duda, la presentación de este extraordinario rescate cultural será un hito.
Un amigo que trajo la vida en los últimos años, Eduardo Avelleira, me contó que por ese tiempo era un fan precavido, entonces fue al Astral esa mañana con el grabador Phillips de un amigo y registró, para la posteridad, semejante evento. Eligió sentarse en la fila 10 y por el medio imaginando una mejor captación de magia. Hoy Eduardo es docente en la Universidad de Lanús y cedió a la familia del artista aquel material para ser publicado. La familia de Luis Alberto ofreció comprar ese material pero Eduardo les aclaró que el recuerdo y su mística ya le habían pagado un altísimo cashet.
En este disco se escuchan canciones de Almendra, de Pescado, algunas joyas inéditas, monólogos, diálogos con un público crítico que sorprenden por su tensión. La masterización estuvo a cargo de un viejo aliado de la obra spinetteana, Mariano López. Está el aporte gráfico de un grande del periodismo rockero, Miguel Grinberg (organizador de aquel mítico recital) junto a dibujos y un manifiesto del propio Luis Alberto. Hay que recordar que por aquel entonces el músico era un pibe de 23 años, faltaba menos de un mes para que en ese mismo teatro debutara Invisible, otra de nuestras joyas. Indudablemente estamos frente al mejor momento creativo de Spinetta, por eso el valor de semejante hallazgo.
La historia es conocida pero vale la pena refrescarla. Luego de una carrera de solamente dos álbumes, Pescado Rabioso había decidido disolverse, pero el contrato discográfico los obligaba a editar 3 discos, es decir que Pescado debía uno, entonces Spinetta llamó a su hermano Gustavo y a sus ex compañeros de Almendra Rodolfo García y Emilio del Guercio para, en pocos ensayos, planear la grabación. Seguramente nadie tuvo en cuenta que estaban registrando el que hoy es considerado el mejor disco de nuestro rock argentino. Suele suceder que las grandes obras nunca son planificadas como tales. Al poco tiempo ingresaron al Estudio Phonalex, en su barrio de Belgrano, dando forma a esas canciones inspiradísimas, casi por fuera de época, plagadas de poesía, visiones futuristas, paisajes internos, surrealismo argento, alrededor de algunas de las mejores melodías que hemos conocido. Luis utilizó una guitarra Fender Stratocaster y le pidió a Emilio que llevara su viejo bajo Repiso, aquel que sonó en los discos de Almendra, lo que se define como refuerzos anímicos.
En esos años para el rock nacional estaban vedados los grandes teatros, sobre todo los sábados a la noche. Por un lado, se desconfiaba del poder de convocatoria, por otro se lo acusaba de incitar a la violencia, de provocar desmanes, luego de un accidentado concierto en el Luna Park de La Pesada del Rock and Roll. En ese público fiel, aún en estado puro, estaba inscripto esto de ir a escuchar música un domingo a la mañana, algo poco inusual y nada rockero pero que sucedía seguido.
El recital se había promocionado por medio de volantes que se entregaban por la zona céntrica llevando un dibujo del propio Spinetta. La mejor publicidad era la que funcionaba de boca en boca, todo bastante artesanal, con actitudes de resistencia. En la puerta se entregaba un manuscrito donde se leía: “Rock música dura, la suicidada por la sociedad”, recordando a un libro del propio Artaud, “Van Gogh, el suicidado por la sociedad”. Artaud y Van Gogh eran dos nombres que traccionaban como banderas en el movimiento vanguardista que recorría el centro de Buenos Aires sin repercusión en los barrios.
Otra imagen que se me viene al bocho: en esa mañana en el Teatro Astral pude leer sobre una pared: “¿Acaso no son el verde y el amarillo cada uno de los colores opuestos de la muerte? ¿El verde para la resurrección y el amarillo para la descomposición, la decadencia?”
Antonín Artaud (Carta a Jean Paulhan) París, 1937.
Mientras tanto, en los intermedios del recital, se exhibían películas mudas como “Un perro andaluz”, “El gabinete del doctor Caligari” y cortos del argentino Hidalgo Boragno. Esta sorpresiva muestra artística sucedía con un fondo musical acorde al momento: “El lado oscuro de la luna”, que era el disco del momento, “Pompa y Circunstancia”, de Edward Elgar y “Héroes de guerra”, de Jimi Hendrix. Uno estaba ahí bañándose en gestos culturales, significaba un modo de descubrimiento de un mundo nuevo, con voces e imágenes que resulta que a uno lo impactan cuando las encuentra y se las lleva para siempre. Sentí de inmediato que todo eso, si bien nunca había estado a mi alrededor, ahora parecía no sólo amigable sino también necesario. Yo no concurría a los recitales solo a escuchar música, iba sabiendo que aparecerían personas e informaciones que rápidamente se transformarían en verdaderos aliados. Por esos días deambulaba por la escuela, el trabajo, las calles, mirando situaciones que no me llamaban la atención, nadie parecía necesitar de mí ni yo de ellos. Me atrincheraba para que no suceda aquello de que la habitualidad se vaya transformando en parte de la normalidad. Pero en estos lugares no solo veía cosas fructíferas sino que algo interno me indicaba que era precisamente eso lo imprescindible para crecer. Hacía rato que me venía despidiendo de la superficialidad, quería esquivarla pero temía quedarme solo, en estos espacios lo primero que vi es que parecía reunirse allí aquella gente que comulgaba con mis curiosidades, quizá el gran antídoto para un adolescente.
Se hablaba de «El puente de Langlois en Arles», cuadro del pintor Vincent Van Gogh, en el que se inspira el título de la “Cantata de puentes amarillos”. Se respiraba una incitación a dejarse llevar por la vorágine del arte con mayúsculas, que ahora nos decía que podía viajar en subterráneo con nosotros, bajar en la Estación Dorrego y recorrer nuestro barrio pero inmersos en otra mirada.
Si bien en Argentina se inhalaba cierto aire a regreso de viejos proyectos políticos, nos rodeaban rumores de tranquilidad porque Perón estaba entre nosotros, pero llegaban muy malas noticias de otros países, como Chile, donde el Plan Cóndor, impulsado por Estados Unidos, lanzaba su prueba de sangre, fuego, represión brutal, miseria planificada y todo el repertorio de un neonazismo que avisaba que aquello nunca se fue del todo.
Uno caminaba por la avenida Corrientes observando fríamente lo ajeno como lejano, cantaba por lo bajo que todas las hojas son del viento, se percibía a sí mismo distinto, como en transición hacia un sano destino, algo había crecido adentro a fuerza de novedades. Nuestros ojos, nuestros cerebros, abrían nuevos compartimientos para noticias frescas que regalaban otras claves. Lo complaciente, lo superficial, el reparto constante de estupidez, parecían retroceder, aunque sea por unos días. Mientras caminábamos desde las disquerías nos llegaba la voz de Palito Ortega rimando lugares comunes, pero uno ya no se enojaba, tenía otras cosas para comentar en el viaje. El subte se estiraba por esa oscuridad cargado de luces, luces que juntábamos nosotros, quienes habíamos cruzado a un universo paralelo que confabulaba. Nos mirábamos creyendo que éramos siete locos soñando con un mundo que se pareciera más a nuestros ideales adolescentes. El mapa con las aventuras beatles y sus innumerables herencias aún estaba cercano.
Como estudiante de música y espectador de aquel concierto debo sacarme el sombrero por un artista que se atreve a presentar el nuevo disco de una banda en soledad, con su guitarra acústica. Hay que animarse a tocar semejante repertorio, con esas armonías complejas, con arreglos de lo más exquisitos y pasajes casi irreemplazables, pero Spinetta hizo que en toda la mañana no extrañemos un grupo. Lo considero un enorme guitarrista, plagado de recursos, hiper climático, con una manera de tocar muy de compositor, es decir, que todo el tiempo tiene en claro que la melodía es el concepto y que el resto dibuja de acuerdo al símbolo las palabras.
Recuerdo que al otro día de aquel recital volví al Centro, con mucha curiosidad ingresé a la Librería Hernández para comprar un libro de Artaud, no sabía cual, y me vendieron “El teatro y su doble”. Por supuesto que al leerlo esa noche en mi casa creí estar frente a un curso de chino mandarín. Pero no me importó, había tiempo para esperar y aprender. Lo bueno de los libros es que nunca vienen solos, llaman a otros porque uno mira al final del libro otros títulos que publica la editorial y se arriesga a comprar obras desconocidas. Era más aventurero eso que seguir alguna serie tonta que daban por la televisión. Eso había cumplido un ciclo y la nueva etapa requería otra atención, distintos libros, otros discos, diferentes estilos. Para muchos como yo el rock funcionó como una escuela, con una cantidad alarmante de profesores y profesoras que parecían dirigirse a mí, como si conocieran desde siempre mis curiosidades, o, al menos, el despertador que inicie otra mañana.
Ojalá que puedan conseguir esta edición de aquel concierto histórico, que busquen en sus discotecas el CD de Artaud y lo revisiten, o que salgan a la búsqueda de ambas maravillas, y no crean que exagero al definirlos así. Para alguna gente será una cita con un pasado lejano, una foto de la vida de los demás, pero con exotismos a descubrir. Creo que en este álbum hay algo de testamento involuntario del propio Luis Alberto. Para quienes decidan mirar hacia adentro será un reencuentro con la nostalgia, esa que siempre sabe qué hacer a la hora de la distribución de la verdadera riqueza.
Jorge Garacotche: músico, compositor, integrante del grupo Canturbe y Presidente de AMIBA (Asociación Músicas/os Independientes Buenos Aires). Vive en Villa Crespo, Comuna 15. Bs As