El soldado, luego de atravesar la terrible experiencia de la guerra, sin contacto alguno con su familia desde bastante antes del 2 de abril de 1982, una noche volvió a su casa a las dos de la madrugada. Vivía en el partido bonaerense de Moreno, en un barrio muy humilde, y el taxista no quiso entrar. Lo dejó a 15 cuadras. Caminó, en absoluta soledad. No lo recibió nadie. Sólo la oscuridad profunda de la noche y varios perros callejeros que marcaban sus pasos con ladridos.
¿Qué iba a encontrar al llegar a su hogar? Se había ido casi seis meses atrás y jamás había tenido una sola noticia de su madre, menos aún de otros familiares. Su mamá ni siquiera supo, en todo ese tiempo, si él había estado en las islas Malvinas, si había participado de la guerra, si volvería algún día o si había muerto en el lejano sur.
Siguió desandando esas 15 cuadras. Cada una se hacía más larga que la anterior. La ansiedad, los nervios, la incertidumbre, lo ganaban metro a metro. Llegó. Tocó a la puerta. Y lo atendió su madre, quien jamás se había acostado. Como no lo hacía desde la última vez que pudo hablar con él. Lo atendió su mamá porque, al igual que todas y cada una de las larguísimas noches, se había quedado levantada, esperándolo.
No es un cuento o un fragmento de un relato literario. Es una historia real. Como hubo miles y miles desde bastante antes del 2 de abril de 1982 hasta mucho después del 14 de junio de aquel año, tras la rendición de los jerarcas militares. Porque los combatientes quedaron incomunicados. Pero también sus madres. Y sus padres, esposas, hijos si los hubo.
Es una historia real de un soldado real y de una mamá real, que contó a 90lineas.com Raúl Oroe, mecánico helicopterista que participó de la guerra a bordo del portaviones Veinticinco de Mayo hasta poco antes de junio, cuando el buque quedó fuera de combate y tanto él como su escuadrilla pasaron a cumplir tareas de defensa en el continente, frente al Canal de Beagle y al “frente con Chile”.
Raúl se dio de baja de la Armada el 3 de noviembre de 1987. El 12 de abril de 2004 empezó a trabajar en el Astillero Río Santiago de Ensenada, donde hoy integra la Comisión de Homenaje a los Héroes de Malvinas.

“Mi mamá estuvo seis meses sin saber nada de mí”
El 27 de marzo de 1982 a la noche, Raúl Oroe se encontraba prestando servicios en la Base Aeronaval Comandante Espora, en Villa Espora, Bahía Blanca. “Llegó la orden de que debíamos embarcarnos. No teníamos ni idea de que íbamos a tomar las islas Malvinas. Lo que nos llamó la atención fue que nos hicieron cargar todos los pertrechos de guerra”, recordó el veterano del conflicto del Atlántico Sur.
Añadió que en su caso, como mecánico helicopterista que era, también tuvo que cargar junto a sus compañeros los materiales y herramientas necesarios para el mantenimiento de la aeronave: un helicóptero de búsqueda y rescate que operó desde el portaviones Veinticinco de Mayo.
Un entonces joven Raúl, de 22 años, desde esa noche no tuvo contacto alguno con su madre. “Imaginate cuando el 2 de abril mi vieja se enteró del desembarco en las Malvinas”, casi exclamó el veterano de guerra. “Llamó por teléfono (a la escuadrilla) pero nadie la atendió. Ella jamás supo si yo estaba en el continente, en las islas, si vivía o no. Una situación desesperante. Igual o similar a la que vivieron todas las madres de Malvinas. ¿Viste cuando uno dice que una madre se aguanta todo por un hijo? Bueno, fue así. La mía no tuvo idea sobre su hijo durante casi seis meses”, subrayó.
O, mejor dicho, sí tuvo una noticia. Pero falsa. Tremenda. La única que una mamá no quiere escuchar jamás sobre un hijo. “Le llegaron a decir que yo había muerto en las islas. Una falsedad que no tengo idea de dónde surgió. ¡Esas cosas pasaron!”, exclamó Raúl.
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«Incapacidad absoluta»
Remarcó que “todo eso se enmarca en la incapacidad absoluta que los mandos militares, primero, y los gobernantes, después, demostraron para manejar la posguerra”. Ello incluye a los ex combatientes y la larguísima lista de problemáticas y obstáculos que, en muchos casos, persisten hasta hoy.
Pero Raúl y sus compañeros, en este 41º aniversario del desembarco en nuestras islas Malvinas, quieren subrayar el ninguneo, el olvido absoluto, la falta total de reconocimiento que soportaron y soportan esas madres que sufrieron en silencio, aferradas a una foto de sus hijos. O a una ropa de cuando eran chicos. O un cuaderno de la escuela. Un dibujo.
“Ellas pasaban las noches en vela abrazadas a esas cosas. Siempre esperando. Lo cierto es que, esperando, muchísimas ya se fueron de este mundo sin conocer la tumba de sus hijos. Peor aún, sin saber si tienen una tumba. Y en caso de que sí, dónde está”.
«Ella jamás supo si yo estaba en el continente, en las islas, si vivía o no. Una situación desesperante. Igual a la que vivieron todas las madres de Malvinas… ¿Viste cuando uno dice que una madre se aguanta todo por un hijo? Bueno, fue así. La mía no tuvo idea sobre su hijo durante seis meses” (Raúl Oroe, Veterano de Guerra)
Raúl contó que su madre, que falleció en 2011 a los 84 años, lo volvió a ver por primera vez, tras la guerra, recién en septiembre del ’82.
“Es que tras aquel 14 de junio -día en que finalizó la guerra-, mientras la mayoría regresaba, muchos como prisioneros, otros a sus cuarteles, nosotros continuamos replegando todos los elementos de la escuadrilla, lo cual implicó más de dos meses durante los cuales seguimos en servicio”, comentó.
Sucedió que, pocos días antes de junio, al portaviones Veinticinco de Mayo se le averió la catapulta y no pudo salir más a navegar. “Entonces fuimos destinados al continente. Y allí, concretamente en la base del batallón de Infantería de Marina Nº 5, instalamos la base del helicóptero de búsqueda y rescate”, rememoró Raúl, para explicar que debían cubrir el frente del Canal de Beagle y el de Chile, pues “se pensaba que desde allí podía venir un ataque”.
Con una falsa noticia a cuestas de que su hijo había muerto en Malvinas, la mamá de Raúl volvió a verlo en Brandsen, donde vivían entonces, casi seis meses después de aquel 2 de abril, cuando le perdió el rastro por completo. Así como él perdió el de ella y el de la joven con quien salía.
“Cuando aparecí, cuando mi mamá me vio parado ahí, frente a ella… ¡No te imaginás la reacción de esa mujer!”
“La chica que salía conmigo tampoco tenía información. Apenas sabía algo de lo que ocurría, o se decía que ocurría, a través de la mamá de un oficial y compañero de escuadrilla. Eso y nada, era lo mismo”, afirmó.
«Es imperdonable el ninguneo, el olvido absoluto, la falta total de reconocimiento que soportaron y soportan esas madres que sufrieron en silencio, aferradas a una foto de sus hijos. O a una ropita de cuando eran chicos. O a un cuaderno de la escuela. Un dibujo»
¿Y la madre del soldado de Moreno que cada noche lo esperó despierta hasta que una vez regresó totalmente solo? “A esa mamá nunca la entrevistaron, nunca pudo contar su historia, todo lo que habrá padecido, la incertidumbre absoluta, la carga emocional. Nuestras viejas soportaron cualquier cosa. Pero jamás se reunieron entre ellas, nunca reclamaron haciéndose ver. Se quedaron abrazando una foto, un recuerdo escolar, una ropa. Fueron varias las que nos contaron que se aferraban, día tras día, a cosas que guardaron de cuando sus hijos eran bebés”, dijo Raúl.
Y las madres de aquellos que no volvieron de la guerra “se quedaron con eso, porque muchísimas ya se fueron de este mundo sin siquiera saber en qué tumba estaba su hijo. O si tenía una”.

«Acá está, es él»
Una madre, cuando fue a Malvinas, recorrió todas las cruces, muchas de las cuales dicen “soldado solo conocido por Dios”. Y en un momento aseguró que había sentido a su hijo, que le hablaba. Señaló una tumba y exclamó “acá está, es él”. “Esas cosas padecieron las madres de Malvinas. Es muy pero muy doloroso. Y jamás tuvieron un reconocimiento. Jamás se contaron sus historias”, realzó Raúl Oroe.
“Los veteranos de guerra padecimos el dolor del combate. Las mamás, sin haber disparado un solo tiro, sin haber combatido con nadie, sufrieron el mismo dolor. O mayor. El dolor de no saber nada. De la incertidumbre. Del poco o nulo interés por sus historias, ¿no?”, preguntó.
Y qué decir de las esposas que debieron lidiar con ex combatientes que bebían para olvidar. O que se levantaban a mitad de la madrugada diciéndoles que se cubran porque los iban a atacar. O que se iban a volar la cabeza. Que estuvieron a su lado cuando se quedaban horas en silencio, mirando hacia la nada, perdidos en pensamientos que ellas nunca pudieron develar. Y todo eso lo vivieron solas, entre las cuatro paredes de sus casas.
“Yo no pude conocer a las esposas de mis compañeros de escuadrilla porque ni la división, y menos aún las Fuerzas Armadas, organizaron actos de reconocimiento. Jamás supieron abordar el tema de la posguerra. ¿Es una enorme deuda, no?”, finalizó Raúl.
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90 Líneas dedica esta nota a todas las Madres de Malvinas. A quienes pasaron meses y meses sin saber si sus hijos estaban en la guerra o no, si volverían a verlos. A aquellas que se fueron sin conocer las tumbas de su hijos. A las que aún están entre nosotros pero siguen sin saber dónde están. Y hacemos un llamado a esas madres (padres, esposas, hijos, hijas) para empezar, de una buena vez, a ponerle voz a sus historias. Que son las nuestras.