Por Alejandro Salamone
Pasó mucho tiempo o quizás no tanto, según desde donde se lo mire. Lo cierto es que hubo una época en nuestra querida ciudad de La Plata, durante la década de los ´70 y principios de los ´80, no mucho más que eso, en la que la confianza del comerciante al vecino, al cliente o el consumidor, como quiera llamárselo, ganaba por goleada en los negocios del barrio, fundamentalmente en los almacenes de ramos generales, algo que hoy es una quimera.
Los medios de pagos eran pocos: las tarjetas de crédito y débito casi no existían, Mercado Pago o Modo eran entonces de películas de ciencia ficción como lo eran también la telefonía móvil y las computadoras. Por ende, tampoco había cuenta DNI. Sí existían los cheques en sus distintas modalidades y, claro, el efectivo, los billetes pesos nacional y argentinos.
Sin embargo, había una forma de pago sin tener un sólo centavo en el bolsillo en el momento de hacer la compra. Imagínese ahora ir a un almacén de barrio -de las que ya escasean absorbidas por las grandes cadenas de hipermercados- pararse frente al dueño y llevarse mercadería en dos o tres bolsas sin tener efectivo en la mano, ni cuenta DNI, ni tampoco tarjeta de crédito o débito. ¿Es posible? y le diría que casi un milagro si somos personas de buen vivir porque ladrones hubo toda la vida.
Muchas mañanas mi abuelo o mis padres me pedían hacer los mandados, me daban una bolsa y una libreta tipo «verdulera», bastante grande, no del tamaño de un cuaderno de renglones pero casi…Se vendían en los kioscos y las librerías y muchos vecinos, por no decir casi todos, la tenían.
Con la libreta en la mano pedía la mercadería del día y siempre agregaba un Chocolatín Jack, el famoso de Felfort con sorpresas que en ese entonces eran los muñequitos personajes de García Ferré o bien de Titanes en el Ring, y sin más le decía al «Gordo Ochoa» del almacén de 36 entre 17 y 18: «Anotalo en la libreta».
Entonces volvía con toda la mercadería y devolvía la libreta a mi abuelo o a mis padres que controlaban los gastos para no pasarse del límite (el que ponía uno mismo y no un Banco); ese control casi siempre incluía el reto por el agregado del Jack.
Un detalle para nada menor: las anotaciones ni siquiera eran con lapicera, recuerdo que el gordo Ochoa usaba un lápiz de punta gruesa que se podía borrar hasta con migas de pan hechas un bollito (así borrábamos cuando perdíamos la goma «Dos Banderas») Y sí…hasta ese punto llegaba la confianza que el almacenero le tenía al cliente por aquellos años.
¿Y cuando pagábamos? A principios de mes se cobrara el sueldo o la jubilación -eso pasa también ahora pero el dinero se lo «chupan» las tarjetas de crédito- y entonces íbamos con la liberta y el propio comerciante hacía la cuenta y se abonaba el total sin excusas, ni un peso más ni un peso menos. Y el mes volvía a comenzar con las anotaciones.
«Hoy no se fía mañana tampoco», o «se fía a personas mayores de 90 años que vengan acompañadas por sus padres»; o el clásico «No se fía», son los carteles que solemos ver con frecuencia cuando entramos a algún almacén de barrio.
La falta de confianza en primer lugar, y luego la inflación y la necesidad de reponer rápidamente productos por el escaso stock, son los motivos de la colocación de ese tipo de cartelería que resultan chocantes. Hubo una época en la que sí se fiaba, en la que la inflación dejaba vivir más tranquilo (aunque recuerdo que empezaba a subir) y en la que fundamentalmente la confianza era el medio que permitía pagar sin el vil billete en la mano. ¿Volverá? No creo, ¿y ustedes?