Por Jorge Garacotche *
Cuando Sui Generis se despidió en el Luna Park, el 5 de septiembre de 1975, sólo llegué hasta la puerta. Fuimos con el negro Leonardo a acompañar a Koki que sí entró al recital. Tenía los discos del dúo, fui a la presentación del álbum “Instituciones”, pero no me decidí a presenciar ese concierto de adioses, lo cual con los años me condujo a varios arrepentimientos. Ahí empecé a seguir una serie de reportajes a Charly donde contaba algo de sus proyectos. Recuerdo uno en donde declaraba: “Daría todo por irme y ser tecladista de Joni Mitchell, o al menos ir de plomo”. Por esos días le pregunté a mi amigo Daniel Flanagan, un coleccionista de jazz, “¿quién este chabón Joni Mitchell?”. Luego de putearme un rato por teléfono, Daniel me aclaró que era una chabona, canadiense, enorme cantante y compositora. Para documentarlo me prestó el disco “Blue”; de inmediato ingresé a su club de fans. Siempre hay algún amigo melómano que nos informa y nos rescata.
En la vieja Revista Pelo leí que Charly tenía una nueva banda junto a musicazos que yo conocía de otros grupos: Moro, Cutaia, José Luis Fernández, y un violero que había escuchado por ahí, Gustavo Bazterrica. Sonreí cuando vi que la banda se llamaba como una historieta: “García y la máquina de hacer pájaros”, un nombre algo cómico y muy alocado. A mediados de noviembre fui a ver la presentación de su primer disco al Teatro Astral; no recuerdo si ya tenía el álbum. Salí esa noche fascinado. Recuerdo que estuvimos con un grupo de amigas y amigos hasta la madrugada en el bar La Giralda hablando de este concierto, de la instrumentación sorprendente, los arreglos, las canciones, y, sobre todo, del tremendo salto artístico dado por Charly… Lástima que todo terminó en un feo episodio que ya contaré. Esta nueva etapa parecía una versión de Sui Generis enfrascado en lo sinfónico y cierto jazz rock, pero con melodías bien argentas. Días después leí a Charly declarar: “En este grupo hago lo que me gusta, con aires de Génesis y Steely Dan, somos el Yes del subdesarrollo”.
Esa noche, Marita, que estudiaba Letras en la UBA, me dejó algunas frases para la reflexión. Todas abrevaban en lo mismo, que la canción “Como mata el viento norte” era una metáfora sobre la dictadura cívico-militar, idea en la que no había reparado. Me gustaba en la letra la inclusión de la palabra “mata”, que por ese entonces significaba “algo copado, me encanta, me gusta mucho”. Cuando algo nos había impactado decíamos “mató”, “mató mil”, mientras alrededor otros pensaban en matar de verdad y terminaron sumando hasta 30.000.
Claro, Marita hacía hincapié en esa palabra, en la analogía con el viento norte, que interpretó como un viento portador de desgracias, inoculador de pestes, peligroso para los cultivos, portador de un calor inbancable. Yo había recibido esta canción como muy fresca, bien onda acústica, con una hermosa melodía, sabiendo que en la grabación habían participado María Rosa Yorio y Nito Mestre. Volvió a la carga tomando nota de la frase “un mendigo muestra joyas a los ciegos de la esquina, un cachorro del señor nos alucina…”. Yo la escuchaba algo desorientado, pero empezaba a pensar que era posible que Charly, gambeteando a la censura, hablara de buchones, secuestradores, ciegos, en medio de la tragedia y el espanto. Había un antecedente en el disco “Pequeñas anécdotas…”, allí hubo autocensura porque ya no se podía escribir libremente, teniendo que apelar a los vericuetos del lenguaje, la creatividad, y a los códigos rockeros para hacerse entender.
Marita era fanática de Sui Generis, los seguía desde los primeros recitales, se había hecho amiga de María Rosa y conversado con Charly acerca de sus canciones. Quizás esto le daba cierta credibilidad como para asegurar estas teorías que sonaban a muy bajo volumen en la aterrorizada noche porteña. En un momento puso un tono insinuando una disculpa y aclaró que entendía la presencia de un agotamiento, por acumulación de dolores, en la capacidad de análisis de Charly. Como una necesidad de salirse de la órbita de la desolación. La comprensible idea de aislarse buscando la evasión para después volver con mayor lucidez. Entonces recitó: “Háblame solo de nubes y sol, no quiero saber nada con la miseria del mundo hoy. Hoy es un buen día, hay algo de paz, la tierra es nuestra hermana”.
La riojana Nora pareció darle la razón teorizando que a veces si uno no toma respiro frente a un desfile de tristezas es muy probable que pierda contacto con lo que está sintiendo.
A todo esto yo seguía enganchado reparando en lo musical del tema. El rasgueo beatle de la acústica, la onda “Genesis” del bajo, con esos cortes que me alucinaban, los sonidos oníricos del sintetizador, las hermosas notas que llegaban desde el piano, la sorprendente habilidad de Moro para ponerle una línea de batería tan rítmica a un tema que nunca sale de la dulzura. Y por sobre todo el tema despliega una hermosísima melodía que se clava en cada sentido, para eso la voz de Charly es especial, siempre me saqué el sombrero por su modo de cantar, su estilo intimista y melancólico, siempre hay un aire tanguero en sus dibujos melódicos.
Por ese tiempo yo estudiaba guitarra en la Escuela Superior de Jazz de Walter Malosetti. Allí no solo en cada clase ascendía un escalón como músico y como persona, como debe ser, sino que conectaba con pibes que intentaban transformarse en buenos músicos. Todos veníamos del rock pero la mayoría hacía un curso veloz de jazzero y a los quince días quemaba un corcho y se pintaba la cara para parecer solo un negro de utilería. Yo resistía a capa y espada sabiendo que el rock no solo era un ritmo musical, sino un movimiento político-cultural que nos conducía a un estado de lucidez, que nos arrancaba de cuajo de la maldad reinante, de la estupidez total que engrasaba desde los medios trabajando una indiferencia que nos convierta en cómplices pasivos.
Ya se había ido lentamente la primera ronda de cafés y cortados, entonces fue el momento de planear una nueva ingesta de bebidas calentitas. Me incliné por una de mis favoritas, un submarino. Luisito, el mozo entrerriano, me lo trajo. Llegó al toque. Y me dispuse a abrir los sobrecitos de azúcar de la colaboracionista empresa Ledesma cuando escuché unos gritos. Una patota de la policía de civil entró al bar exigiendo documentos, mirando a cada uno de los parroquianos, buscando a alguien, o no. Puteaban a diestra y siniestra, empujaban, agarraron de los pelos a una chica y le arrebataron el pañuelo que tenía en el pelo. Se acercaron a nuestra mesa ferozmente y uno de los turros pateó la mesa tirando todo lo que había, traté de esquivar la leche caliente que saltó para todas partes, pero logró quemarme la pierna. “¡Callate, puto!, ¿qué te pasa, te quemaste la concha, falopero?”, fue el grito provocador del asesino a sueldo. Por supuesto que no le contesté a la basura que cargaba una pistola, que se puso como loco al verme la mirada, seguro que me leyó la mente mientras pensaba, desde mi código de barrio: “Si a este lo agarro afuera y sin el arma le rompo la boca a trompadas”; pero no iba a suceder. Dieron vuelta cuatro mesas, tiraron varias sillas y en el piso se veían sánguches, tazas, platos, vasos, y, sobre todo, la mierda que chorreaba de esas cuatro ratas, con el perdón de las ratas. Se fueron. Uno largó una carcajada fuerte en la vereda mientras Luisito nos pedía disculpas con la mayor de las timideces. Yo alcancé a prometerle desde el odio: “Alguna vez vamos a volver y los vamos a matar a todos…”.
Estaba a la vista la impotencia en carne viva, en cada mesa, en cada silla. Nos miramos, nadie dijo nada, entre todos armamos un silencio que explotó en mil pedazos. Putear en la cabeza no alcanza a ser una catarsis. No fue la primera ni la última vez que presenciamos algo de esta índole. Nos fuimos acomodando mientras la desazón y la desesperanza se repartían por cada mesa, se quedó como invitada toda la noche y seguro que se fue a dormir con cada una de las personas que estuvimos ahí. Seguramente se escuchaba una voz suave que venía desde el fondo de la soledad cantando “mientras nosotros, morimos aquí, con los ojos cerrados no vemos más que nuestra nariz”.
Salimos tristes, nunca nos íbamos a acostumbrar a convivir con los monstruos. La despedida fue con las palabras justas, nadie expresó nada que nos consuele, ya no era necesario. Acompañé a Marita rumbo a Plaza Once a tomar La Lujanera, porque vivía en General Rodríguez. Ella era hermosa, con ese pelo negro, los ojos tan oscuros, pero lo fue más aún cuando me tomó del brazo para cruzar una desolada avenida Corrientes, apoyó la cabeza en mi hombro, se apretó junto a mis mejores sensaciones y cantó en susurros: “Mi pequeña almita baila de alegría ahahah… de alegría ahahah… de alegría aaaaaaaahhhhhhhh…”
*Jorge Garacotche: músico, compositor, integrante del grupo Canturbe y Presidente de AMIBA (Asociación Músicas/os Independientes Buenos Aires). Vive en Villa Crespo, Comuna 15. Bs As