En el año 1931 la ya extinta Liga de las Naciones (antecedente de la ONU) le encomendó al Instituto Internacional de Cooperación Intelectual que organizara un intercambio epistolar entre los intelectuales más importantes de la época. En 1932 Albert Einstein fue una de las personalidades invitadas y él mismo propuso como interlocutor a Sigmund Freud. En su misiva Einstein invita a Freud a reflexionar sobre la guerra mediante un interrogante central, que serviría de disparador de todo el análisis posterior: ¿hay algún camino para evitar a la humanidad los estragos de la guerra?
En el contexto actual de conflicto armado entre Rusia y Ucrania (junto a la OTAN) y de Palestina e Israel, se torna imperioso repasar algunos conceptos del padre del psicoanálisis, Freud, en su respuesta a Einstein.
Cuando Freud repasa la naturaleza de la violencia llega a la conclusión que es el método de resolución de los conflictos entre seres humanos. Seguramente ésta no sea la respuesta políticamente correcta ni la más adecuada, pero tal afirmación tiene un fundamento que al menos merece ser considerado seriamente. Si así es en todo el reino animal, Freud entiende que el ser humano no debe por qué excluirse, ya que al principio “en una pequeña horda de seres humanos, era la fuerza muscular la que decidía a quién pertenecía algo o de quien debía hacerse la voluntad”. Que luego se introduzcan armas al conflicto, no cambia la naturaleza de su resolución, sino que la fuerza bruta estrictamente es reemplazada por la superioridad mental al emplear las armas, pero el objetivo sigue siendo vencer el antagonismo que representa la otra parte de la lucha.
Pero dice Freud, que cierto camino llevó la violencia al derecho, y esto sólo fue posible cuando la unión de muchos débiles pudo dominar la voluntad de la fortaleza de uno solo. El derecho para Freud es entonces el poder de la comunidad, y si lo trasladamos a la disputa entre Estados, podemos concluir que el derecho internacional es el poder del conjunto de los Estados para evitar que un solo Estado, todo poderoso, imponga su voluntad mediante el uso de la fuerza.
Lamentablemente esto último lo hemos visto repetidamente en la historia reciente, a través del uso de la fuerza del imperialismo norteamericano en distintas partes del mundo. Esto fue posible ya que luego de la segunda Guerra Mundial, y aún más luego de la caída de la URSS, hegemonizó el poder global e impuso su voluntad mediante el uso de la fuerza en reiteradas ocasiones. Se concluye tomando la premisa básica de Freud, que entonces para evitar el uso de la violencia por un todo poderoso, debemos fortalecer el derecho. El derecho internacional debe ser el límite al poder hegemónico de cualquier potencia mundial que quiera imponer su voluntad a través de la fuerza.
Freud sin embargo va más allá y explica además que el derecho sigue siendo violencia, ya que se dirige contra cualquiera que le haga frente y tiene los mismos medios, sólo que ya no es la violencia de uno solo la que se impone sino la de toda la comunidad. Aquí Freud toma como elemento el carácter coactivo del derecho, su ejercicio concreto y su efectividad para ser cumplido, y más allá de llamarlo “violencia”, la realidad es que un derecho que queda a merced de la voluntad del poderoso será siempre estéril. ¿O acaso EE.UU y las grandes potencias occidentales se someten al derecho internacional? ¿Cumple por ejemplo el Reino Unido con las exigencias de la ONU respecto a tratar el conflicto de soberanía por las Islas Malvinas?
Pero el problema sigue complejizándose, ya que la renuncia de ejercer la violencia en forma individual para cederla a la comunidad, no funciona en forma ideal en la práctica, y esto porque tal como expresa Freud dentro de una sociedad desigual hay vencedores y vencidos, amos y esclavos. Transformándose así el derecho de la comunidad en expresión de las desigualdades imperantes. Para Freud a partir de ahí se producen dos fuentes de movimiento en el derecho. Por un lado, los intentos de ciertos individuos (y agrego Estados en el paralelismo que estamos expresando) entre los dominadores para elevarse por sobre el derecho, o sea para volver al estado original de violencia. Y por otro, los oprimidos (Estados sometidos) que buscan más poder y pasar de un derecho desparejo a la igualdad de derecho.
Para finalizar, Freud explica que las pulsiones de los seres humanos son de dos clases: aquellas que quieren conservar y unir, las llama eróticas o sexuales, el “eros”, y las otras que quieren destruir y matar. Esta dicotomía la traduce en el antagonismo básico y elemental entre el amor y el odio. Sigue diciendo que ambas pulsiones son indispensables y que se conjugan entre sí. Nunca actúan aisladas, sino que siempre una está conectada con su antagónica. Las acciones tienen en su seno “eros y destrucción” al mismo tiempo. Esta propia naturaleza es la que lo lleva a afirmar que “no se trata de eliminar por completo la inclinación de los hombres a agredir, puede intentarse desviarla lo bastante para que no deba encontrar su expresión en la guerra”.
Freud concluye que si por lo tanto la guerra es un desborde de la pulsión de muerte, se debe apelar a su contrario, el eros. Todo lo que establezca ligazones de sentimientos entre los seres humanos, ejercerá un efecto contrario a la guerra. Estos ligazones son de dos clases: los vínculos que se tienen con un objeto de amor y los que se producen a través de la identificación. Esta identificación se produce con relaciones de comunidad entre sus miembros. Y aquí entra a jugar un papel fundamental el proceso de cultura. Uno de sus caracteres psicológicos es el fortalecimiento del intelecto que gobierna la vida pulsional. Y siendo que la guerra contradice esa actitud psíquica que impone la cultura, el desarrollo de la cultura también es un elemento de lucha contra la guerra.
Por lo tanto, por un lado fortalecer el derecho de la comunidad en detrimento de la violencia unilateral y por el otro el proceso de cultura se tornan fundamentales en un contexto actual de conflictos armados que ponen en vilo al mundo entero.