Domingo 2 de mayo de 1982. Se cumplían treinta días desde el desembarco en las Islas Malvinas de soldados argentinos, quienes habían llegado hasta ese territorio nacional robado por Inglaterra en 1833 en una flota encabezada por el destructor ARA Santísima Trinidad, un buque construido íntegramente en el Astillero Río Santiago de la Ensenada de Barragán en los primeros años 70.
Faltaba nada para las cuatro de la tarde. En aquel instante no había fuego cruzado. Reinaba una tensa calma. El Gobierno de la hermana República del Perú, presidido por Fernando Belaúnde Terry, había hecho una propuesta de paz para ponerle fin al conflicto armado, y la dictadura cívico-militar argentina esperaba la respuesta de la administración británica, liderada por la ultraconservadora Margaret Thatcher.
Las naves argentinas, que se habían preparado para una acción naval, recibieron la orden de replegarse al continente.
A esa hora, el crucero ARA General Belgrano, con 1.093 tripulantes a bordo entre oficiales, personal subalterno y chicos que cumplían el servicio militar obligatorio, comenzó a alejarse de las Malvinas con rumbo a la Isla de los Estados.

El submarino nuclear inglés Conqueror, que los había seguido durante cuatro horas, lo tenía enfocado 35 millas al sur de la zona de exclusión, un área de 200 millas alrededor de las Malvinas fijada unilateralmente por Gran Bretaña.

A más de 12.000 kilómetros de distancia, aquel domingo por la mañana se reunió el gabinete de guerra inglés en Chequers, la casa de campo oficial de la primera ministra Margaret Thatcher, en las afueras de Londres. “Debía decidirse si se ordenaba el ataque al crucero fuera de la zona de exclusión. Se debatió cuál era su amenaza real. Si podía averiárselo pero no hundirlo”.
“Disparen a hundir”
El comandante del submarino Conqueror, capitán Christopher Wreford-Brown, recibió la orden de disparar.
“El comandante no podía creer las órdenes cuando notificó el cambio de dirección del Belgrano y pidió verificaciones (algunas fuentes dicen que hasta tres veces). No podía creerlo”, afirmó el reconocido periodista inglés David Frost en 1985.
-Disparen a hundir –fue la tajante respuesta.
Lo había decidido Margaret Thatcher.
A las 16,02, desde el Conqueror dispararon tres torpedos Mk.8 desde una distancia de 5 kilómetros. El primero impactó de lleno en la sala de máquinas del Belgrano. El segundo le destruyó la proa. El tercero golpeó en el casco sin explotar. El buque comenzó a hundirse. A las 16,23, el comandante Héctor Bonzo dio la orden de abandonar la embarcación.
Murieron 323 soldados argentinos (102, pibes que estaban haciendo el servicio militar), casi la mitad del total de bajas que hubo en todo el conflicto (649). Fue un auténtico crimen de guerra condenado a nivel internacional.

Thatcher: “Hundirlo era lo correcto. Y lo haría de nuevo”
Cuando David Frost, durante una entrevista a Thatcher en 1985 le hizo notar que el comandante pidió que le reiteren la orden, dado que el Belgrano estaba fuera de la zona de exclusión y que navegaba en sentido contrario a las islas, la líder ultraconservadora, con su habitual tono amenazante, le repreguntó al periodista:
-Discúlpeme, ¿qué ha dicho usted?
-El comandante pidió una reconfirmación de esa orden.
-Yo sé cuando le dimos la orden de hundir al Belgrano –afirmó Thatcher-. Sé que hundirlo era lo correcto. Y lo haría de nuevo -remató, con su mirada gélida, inhumana.
David Frost entrevista a Margaret Thatcher – 1985
Muerte por hipotermia
A las cinco de la tarde, el Belgrano se hundió por completo. Desde ese momento, 770 marinos lucharon por sobrevivir en las balsas.
El rescate no fue fácil ni rápido. Algunos combatientes lograron ser evacuados cerca de las ocho de la noche del día siguiente, lunes 3 de mayo, mientras otros recién estuvieron a salvo en las primeras horas del martes 4.
Unos 300 soldados argentinos se hundieron con el buque. Los demás murieron por hipotermia, pues en las balsas inflables debieron esperar varios días en el mar hasta ser rescatados, con temperaturas bajo cero.
El ataque al Belgrano marcó la primera pérdida de vidas en la guerra; alejó cualquier posibilidad de cese al fuego, y avivó el conflicto.
Cuando la periodista y profesora Diana Gould interpeló en forma vehemente a Thatcher por su accionar, ésta insistió en que el buque era un peligro para sus soldados. Gould le dijo que el hundimiento fue un acto de sabotaje a la paz, y le recordó a Thatcher que “tenía 14 horas para considerar el plan de paz peruano”.
El Informe Rattenbach(1), en su último párrafo, indica: “Al Reino Unido, vencedor de la contienda, le queda hoy el análisis desapasionado de su conducta durante el conflicto (…) De este análisis surgirá, a no dudarlo, el hecho intrínsecamente cruel, por innecesario, cual fue el hundimiento del Crucero ARA General Belgrano. Su responsabilidad por este acontecimiento, además de otros de menor cuantía, es insoslayable”.
(1)En diciembre de 1982, la dictadura cívico-militar encargó a una comisión de las tres armas que evaluara las responsabilidades de los jefes en la conducción de la guerra. El resultado de esa tarea, encabezada por el teniente general retirado Benjamín Rattenbach -conocido como Informe Rattenbach- expuso las deficiencias en el mando, las contradicciones internas, el silenciamiento y la voluntad de autoprotección con que la última Junta Militar intentó mantener bajo control la revisión del conflicto. Por tal motivo, el informe fue ocultado y enmendado. Con el tiempo salió a la luz: era demoledor para los mandos de la dictadura.


Fuentes consultadas: La Nación; El Historiador; BBC; Infobae; Télam; La Opinión Austral; Perfil