Fuentes: La Nación / Cultura de Montaña.- Corrían los primeros días de febrero de 1954 cuando los preparativos del primer Festival de Cine de Mar del Plata fueron desplazados de los titulares de los diarios argentinos por una sorpresiva noticia que llegaba desde la Cordillera. Un grupo de militares argentinos había vencido la imponente y desafiante mole del cerro Aconcagua para colocar en su cima dos bustos. Uno de ellos, el de Juan Domingo Perón, y el otro, el de su fallecida esposa, Eva Perón.
Se trataba de una arriesgada y curiosa expedición, de la cual el 6 de febrero de este año se cumplieron exactamente 70 años.
¿Cómo surgió esta insólita iniciativa? ¿Quién fue el responsable de su realización? Estas son algunas de las preguntas que puede responder a La Nación el suboficial mayor (r) Andrés López, precisamente el responsable de haber generado el proyecto (Nota de la Redacción: la presente nota fue publicada originalmente el 25 de enero de 2004; el compañero Andrés López falleció en 2016 cuando estaba a punto de cumplir 93 años).
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López, fanático peronista («cómo el primer día» -asegura-), se desempeñó como custodio del general Juan Domingo Perón entre 1951 y 1955, y lo acompañó luego en su exilio venezolano.
A los 80 años, el suboficial retirado, de ojos claros y mirada fija, escrutadora, acompaña su relato con gestos marcados (que delatan, por supuesto, al militar de carrera). Una sonrisa gardeliana y la picardía porteña de muchas de sus anécdotas hacen su narración cautivante. Dejemos entonces que su propio relato nos transporte a aquellos ya lejanos tiempos de fanatismos exagerados pero, también, de ideales que no se claudicaban ni se canjeaban.
«La idea surgió así -cuenta-. Estaba yo en uno de esos días perdidos en la residencia (el palacio Unzué) y se me vino a la cabeza la idea de que podíamos hacerle un merecido homenaje a Perón y a su fallecida esposa, Eva, colocando en la cumbre del Aconcagua sus bustos. Debía viajar a Mendoza para organizar la partida, así que tuve que hablar con el general Perón para pedirle que me permitiera ausentarme de la residencia presidencial por tres o cuatro días para encontrarme con mis camaradas en ese destino. Esta charla tuvo lugar en presencia de Atilio Renzi, que era el intendente de la residencia, y de otro suboficial mayor. El general me permitió que viajara en avión a Mendoza, donde pude, sobre todo, conversar con el suboficial principal Felipe Aparicio (el responsable de la colocación de los refugios en el cerro Aconcagua) sobre las posibilidades y necesidades de la expedición. En seguida, Aparicio estuvo de acuerdo en realizarla si yo me encargaba de conseguir los medios en Buenos Aires».
«Vea mi general, los muchachos ya lo decidieron…»
De regreso a la residencia presidencial, López conversó nuevamente con el general Perón y le terminó por confesar la causa de tanto misterio. «Mi general -le dije-, el viaje a la ciudad de Mendoza fue para encontrarme en Uspallata con camaradas suboficiales, porque vamos a organizar una expedición al Aconcagua para rendirle un homenaje a usted y a la señora Evita, colocando sus bustos en la cumbre del cerro. ‘¿Ustedes están locos? -dijo Perón- ¿Cómo se van a exponer a eso? Es una locura’. Vea mi general -recalqué-, los muchachos ya lo decidieron y lo vamos a hacer. ‘Bueno -concluyó Perón-, es cosa suya, pero considero que es una locura'».
El suboficial recuerda que luego del encuentro con el primer mandatario se quedó conversando con Atilio Renzi sobre las necesidades de la expedición. Allí mismo surgió la idea de contactar a Raúl Alejandro Apold, subsecretario de Informaciones de la Presidencia, para conseguir los bustos que colocarían en la cima. Este último los envió a la Casa Mancuso, que se encargaba de realizar todos los bustos de los que hacía profusión por entonces el régimen (Nota de la Redacción: la expresión régimen pertenece a la nota original de La Nación, por lo cual se respeta, aunque no se comparte).
López señala que el busto de Perón era de duro aluminio, y que, junto al de Eva, pesaban más de 50 kilos. Eran desarmables, y sus fragmentos fueron colocados en cinco mochilas distintas de los miembros de la expedición. Una tarea peligrosa y adicional, entonces, consistía en armarlos en la cima misma del Aconcagua.
Además de los dos bustos, debían colocar en el lugar el distintivo peronista, la nómina de la expedición y las leyendas para la parte inferior de las figuras de metal.
La inscripción de Perón, recuerda López, rezaba: «Al general Perón dedican los suboficiales del Ejército Argentino este esfuerzo, para que la cumbre más alta de América sirva de pedestal al más alto genio político del Continente. Este busto no será retirado como trofeo por las futuras expediciones, sino que debe permanecer en esta cima por los siglos de los siglos, para que el espíritu y las ideas del Conductor de la Nueva Argentina hermanen a los pueblos de América».
La de Evita decía: «A nuestra Compañera Evita, Jefa Espiritual de la Nación, para que sea la cumbre del Aconcagua el altar intermedio entre nuestras plegarias de agradecimiento y el lugar de su eterno descanso. Este busto no debe ser retirado sino que debe permanecer en esta cima por los siglos de los siglos, para que el intenso amor que la Martir del Trabajo profesó por la humanidad, se expanda por todos los pueblos del Orbe».
Veremos cómo, Revolución Libertadora mediante, esta última parte de la oración resultaría de muy fugaz cumplimiento.
La expedición se organizó aceleradamente y se logró incluso, mediante una gestión del mismo López, conseguir unos uniformes de alto vuelo (muy livianos y sumamente abrigados) que había adquirido por entonces la Fuerza Aérea y que, finalmente, se usaron muy poco.
perón y eva en el aconcagua
Parte la misión
La partida se hizo el 28 de enero desde Puente del Inca. Se había elegido la estación posterior al deshielo. La expedición recibió el nombre de «Sargento Miguel Farina». «Se eligió ese nombre -recuerda el suboficial- porque el 28 de septiembre de 1951, durante la sublevación de Benjamín Menéndez, Farina fue ultimado defendiendo al gobierno desde un tanque que no quiso rendir ante una columna revolucionaria. Además de realizar la ascensión y colocar los bustos, era objetivo de la expedición buscar los restos del sargento primero Elso Giraudo, desaparecido en una ascensión en enero de 1952».
Tras la partida desde Puente del Inca, la misión, integrada por veinte jóvenes suboficiales, fervientes amantes del andinismo todos, emprendió la ascensión.
Estaba compuesto el equipo por el suboficial principal Felipe Aparicio (al mando del grupo), los sargentos ayudantes Marcelino Severo Arballo, Miguel Grifol, Andrés López, Mauricio Alberto Rossi y Julio Vedela, además de los sargentos primeros Toribio Cecilio Zárate, Carlos Enrique Sosa, Angel Spetalieri, y los sargentos Aldo Saavedra y Hugo Cayetano Minardi. Todos ellos alcanzarían con éxito la cima del Aconcagua, recibiendo la medalla de oro «Al mérito». Se sumaban además a la partida el suboficial principal Carlos Alberto Rodríguez, el sargento ayudante Elías Enrique Olivera, los sargentos primeros Rodolfo O. Guarrochena, Rufino Ruiz, Luis Politti, Luis Barroeta, y los sargentos César Darvich, Juan Angel Aguerreberry y Dardo Adalberto Olivera, que también serían condecorados por sus esfuerzos.
perón y eva en el aconcagua
La expedición se dividió en dos escalones, uno más experimentado y otro que necesitaba aclimatación. Llegaron primero a Plaza de Mulas, el 30 de enero. El suboficial Aparicio dirigió la marcha de los hombres que el 1º de febrero alcanzaron el refugio Eva Perón y, posteriormente, el refugio Teniente Plantamura (situado a 6.400 metros de altura), donde dejaron los bustos desarmados de Perón y Eva. En las primeras horas del 3 de febrero se puso en marcha la acometida rumbo a la cima del Aconcagua, que fue alcanzada por el grupo de Aparicio a las 13 horas. Pudieron entonces dejar los bustos desarmados en la cima del cerro, pero debieron bajar inmediatamente al desatarse un violento temporal que complicó sus planes.
«Además de los bustos -aclara López- llevábamos un pararrayos que yo hice confeccionar especialmente en el Arsenal, para que las descargas eléctricas no terminaran por hacer añicos las piezas recordatorias. Era rebatible, de tres metros que se podían reducir a uno».
perón y eva en el aconcagua
Un perro negro
Los integrantes de la expedición no llevaban con ellos tanques de oxígeno, así que al llegar a la cima del cerro (ubicada alrededor de los 6.959 metros) tuvieron algunos problemas. «A esa altura -relata López-, a veces la mente nos jugaba una mala pasada. Así, por ejemplo, cuando ya veníamos de bajada, yo me sentía como borracho y me puse a protestar porque se me cruzaba un enorme perro negro. ‘Sáquenme ese perro negro que me va a hacer caer’, dicen mis compañeros que gritaba. Por supuesto que el perro sólo estaba en mi imaginación, pero a mí me parecía terriblemente real. Algunos se largaban a reír, otros a llorar. Recuerdo que al flaco Ruiz (el sargento primero Rufino Ruiz), ya fallecido -aclara el militar-, lo habíamos perdido en la bajada y lo encontramos sentado frente a una piedra grande. El tipo estaba hablando y discutiendo como un loco. Aparicio se le acercó y le preguntó qué le pasaba. ‘Dejame -le contestó señalando la roca-, que estoy discutiendo con este indio'».
La ascensión, entonces, tuvo dos etapas bien definidas. El 3 de febrero se dejaron en la cima los bustos y el pararrayos, y el 6, en el segundo escalón (en el que subía López), se armaron los bustos y se emprendió la bajada, tanto o más riesgosa que la ascensión. Cumplida finalmente la misión, mientras sus compañeros permanecieron en Mendoza, Andrés López regresó a sus funciones en la residencia presidencial.
«El general me recibió en el chalet -recuerda- y me dijo: ‘Cuénteme’. Estaba muy contento, se había enterado de nuestro éxito por los diarios que seguían nuestra expedición. ‘Bueno López -concluyó Perón-, dígale a los muchachos que les agradezco mucho y que después de que termine el Festival de Cine de Mar del Plata los voy a recibir'».
Así ocurriría. Perón recibió a los andinistas en presencia de los generales José Domingo Molina, José Manuel de Olano, Juan José Valle y Franklin Lucero. En la ocasión, en la que el mandatario estuvo muy contento -según el testigo- y conversó cordialmente con los suboficiales, López no desperdició la oportunidad para referirse al caso del sargento primero Zárate, que estaba con prisión preventiva. Zárate solucionó su problema pero, por hablar en una reunión oficial del tema, el custodio recibiría un arresto en su legajo (que no sería de cumplimiento efectivo, eso sí).
«Pero hijo…»
«Años después, estando con Perón en el exilio en Venezuela -aclara Andrés López-, le conté lo de mi sanción al general y éste me preguntó: ‘Pero hijo, ¿cómo no me dijo nada?’ (…) El calavera no chilla -le contesté-. A mí sólo me importaba defender a Zárate'».
Otra gestión de López, tras el encuentro de los escaladores con el presidente, permitió que estos permanecieran una semana en Buenos Aires, paseando por los lugares más típicos y atrayentes de la ciudad.
Para quienes piensen que semejante expedición, en la que militares argentinos arriesgaron sus vidas para colocar en la cima de una de las cumbres de los Andes los bustos mencionados, sólo era explicable en el clima de acalorado fervor partidario de las postrimerías del régimen peronista, habría que señalar que, tras la Revolución Libertadora, precisamente en 1956, otra expedición similar desafió nuevamente los rigores de la temible cima cordillerana para desmontar las esculturas partidarias, de las que, por supuesto, no se volvió a tener mención alguna.
perón y eva en el aconcagua
Mucho tiempo después, ya con Perón de regreso a la Argentina y al poder, en 1973, Andrés López sugirió al líder justicialista a través de un intermediario la idea de volver a organizar a un grupo de andinistas (jóvenes suboficiales reclutados en Mendoza) para colocar nuevamente otro busto suyo en la cima del Aconcagua. En esa ocasión, la negativa de Perón fue terminante: «Dígale a Lopecito que está loco. Ya está viejo, cachuzo, que se deje de joder».
A pesar de tan categórica negativa, el decidido e incorregible suboficial retirado emprendió nuevamente el camino a Mendoza, tratando de convencer de la idea a los remisos jovenes suboficiales estacionados en Puente del Inca, que no demostraron demasiado interés por el tema.
Claro que esos eran tiempos de otras lealtades y otros fanatismos.
perón y eva en el aconcagua
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