(Fuente: “Dos deudas diferentes”, por Felipe Pigna – publicado en El Historiador)
San Martín había enviado desde Lima a un representante suyo (Gutiérrez de la Fuente) para solicitar ayuda a Buenos Aires para terminar la guerra en el Perú. A poco de negarle todo tipo de ayuda, el 19 de agosto de 1822, por iniciativa de Rivadavia, la Junta de Representantes de Buenos Aires facultó al gobierno de la provincia a negociar “dentro o fuera del país” un empréstito de “tres a cuatro millones de pesos” para: a) construir un puerto en Buenos Aires; b) fundar tres ciudades sobre la costa que sirvieran de puertos al exterior; c) levantar algunos pueblos sobre la nueva frontera de indios, y d) proveer de aguas corrientes a la capital provincial.
Otra ley, del 28 de noviembre del mismo año, disponía que el empréstito “no podrá circular sino en los mercados extranjeros”, que sería por cinco millones de pesos (un millón de libras) y que la base mínima de su colocación sería al tipo de 70%, o sea que por cada lámina de 100 al gobierno de Buenos Aires le quedarían 70 libras. Cuando los diputados Esteban Gascón, Juan José Paso y Alejo Castex cuestionaron el empréstito, el agente inglés y ministro de Hacienda, Manuel J. García, les contestó que la economía de la provincia era tan brillante que los presupuestos de los próximos cinco años darían un superávit de 600.000 pesos anuales. La ley quedó aprobada y se fijó como garantía la hipoteca sobre la tierra pública de la provincia.
Así, Rivadavia impulsaba el nacimiento de nuestra deuda externa a través de la toma de un empréstito que se contrataría finalmente en Londres. Nada de lo prometido se hizo, salvo endeudarnos y brindar un importantísimo capital para los especuladores nativos e ingleses residentes en Buenos Aires. La deuda contraída terminaría de pagarse, multiplicada casi por diez, en 1904.
así traicionó la oligarquía porteña a san martín
Mientras los rivadavianos negaban todo apoyo a la finalización de la guerra de Independencia y proyectaban endeudarnos e hipotecarnos a Inglaterra, nuestros patriotas encabezados por San Martín decidieron solicitar un préstamo de 50.000 pesos a dos comerciantes extranjeros, Godofredo Poygnard y Ricardo Orr, con el objeto de enviar una fuerza de 500 hombres al Alto Perú para librar la última batalla por la Independencia americana. El general Alvarado figura como garante junto al propio San Martín, quien firmó el siguiente documento: “Debiendo encaminarse a la mayor brevedad en auxilio de las fuerzas del Perú una división compuesta al menos de 500 veteranos al mando del coronel José María Pérez de Urdininea, y facultado el referido para solicitar y negociar el préstamo de 50.000 pesos aplicables a las precisas impensas de la expedición, el Sr. D. Rudecindo Alvarado, general en Jefe de los Ejércitos del Perú, prestará desde luego garantía a fin de responder de la satisfacción de este crédito, a cuyo efecto se hacen con esta fecha a dicho Sr. los más serios encargos, y se le comunican las correspondientes órdenes para que la cantidad sea inviolablemente satisfecha a los plazos que se estipulen y para que se observen religiosamente los contratos que por el indicado Sr. Urdininea se formalicen. Santiago de Chile, 14 de noviembre de 1822”. 1
El fracaso de la misión encomendada por San Martín a Gutiérrez de la Fuente cambió el curso de la historia. La egoísta y soberbia negativa de Buenos Aires a acompañar el último plan de batalla del Libertador lo obligó a recurrir a la ayuda de Bolívar y lo llevaría finalmente a abandonar el Perú y la gloria de culminar personalmente el sueño de poner fin a 300 años de dominación española de América.
Referencias:
1 El Centinela, N° 23, 29 de diciembre de 1822, en Biblioteca de Mayo cit., tomo Periodismo 9, I, pág. 82-84.
Todo había empezado en 1810
(Fuente: “Güemes y la lucha de clases”, por Pacho O’Donnell – publicado en Página 12)
El mismo 25 de mayo los bacanes insurrectos de Buenos Aires se adueñaron con exclusividad de los ingresos de la Aduana, los únicos significativos que entonces ingresaban a las arcas de la colonia del Río de la Plata, y sustituyeron a los funcionarios virreinales, jerarcas eclesiásticos y comerciantes españoles en el poder político sin profundizar las reformas sociales que las circunstancias hubiesen permitido. Además, dicha acción también les permitía controlar las economías provinciales al decidir los impuestos a pagar por las mercaderías que entraban y salían, condenando a la ruina a las artesanales industrias del interior.
Ello transformó a Mayo en no mucho más que un cambio de cúpula gobernante: la clase alta española por la criolla. Como en toda revolución que se precie de tal, los miembros de la pequeña burguesía que participaron se cuidaron bien de que la insurrección no fuera tan lejos como para amenazar sus privilegios.
Fue claro para los sectores populares, sobre todo provinciales, que el simple reemplazo del amo español por el amo porteño no cambiaría las miserables condiciones de vida a que las condenaba el feudalismo, cualquiera fuese su nacionalidad. La hasta entonces capital del Virreinato, ahora de las llamadas Provincias Unidas del Río de la Plata, se arrogaba también el derecho a nombrar gobernadores, funcionarios, jueces y legisladores en las provincias, castigando rebeldías con el envío de fuerzas militares.
La inevitable indignación de las provincias derivó en una guerra civil teñida de cruenta lucha de clases entre los sectores dominantes del puerto, dueños de los recursos económicos y de la relación con Gran Bretaña, aliados con las oligarquías provinciales, y las masas populares conducidas por jefes surgidos espontáneamente por su carisma, por su coraje, por su lealtad a los intereses de las clases bajas: los caudillos.
Entre dichos jefes populares se destacó el salteño Martín Miguel de Güemes, quien puso en evidencia que la guerra independentista contra España era también la guerra contra Buenos Aires, más aún, era la guerra contra la explotación feudal del pueblo bajo de gauchos, afrodescendientes, indígenas, condenados a la servitud esclavizante. He aquí la razón por la que en nuestro noroeste los sectores populares se comprometieron con la revuelta política en cuanto ésta prometía también el cambio social. Recordar el discurso de Castelli en Tiahuanaco.
Si bien los caudillos del Litoral coincidieron con el salteño en su representación popular, los diferenció que a su reivindicación se añadía también el reclamo del derecho de sus puertos orientales, entrerrianos, correntinos y santafesinos, de comerciar libremente con otros países, actividad que Buenos Aires ejercía en una exclusividad custodiada con las armas.
En Güemes, en cambio, las motivaciones eran esencialmente ideológicas. Lo movía su patriótica inquina con las clases feudales de su Salta que, asociadas con un clero retardatario, consideraban propio de sus estatus la explotación inhumana de sus trabajadores, calco de conquistadores y colonizadores españoles, a lo que agregaban su renuencia a considerar propia la lucha por la independencia, en la que no estaban interesados pues ella interfería con su secular comercio con las ciudades altoperuanas, como Cuzco y Potosí, ahora cortado por las acciones bélicas entre realistas y patriotas.
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La opinión del caudillo salteño sobre los “decentes” de su provincia está clara en su proclama del 23 de febrero de 1815: “Neutrales y egoístas: vosotros sois mucho más criminales que los enemigos declarados, como verdugos dispuestos a servir al vencedor de esta lid. Sois unos fiscales encapados y unos zorros pérfidos en quienes se ve extinguida la caridad, la religión, el honor y la luz de la justicia”.
A pesar de venir de esa misma clase holgada, su compromiso vital fue con los humildes. Y sabido es que la traición de clase es un gravísimo pecado a castigar. Además, su vocación de justicia social hizo que cuando fue elegido gobernador por el voto popular, desconociendo las instrucciones contrarias de Buenos Aires, dictó medidas que favorecieron al pobrerío gaucho e indígena, como fue el caso de una reforma agraria en que se repartieron entre los humildes tierras incautadas a españoles y a “malos americanos” contrarios o indiferentes al movimiento libertario. También liberó del pago de arriendos a los incorporados a la guerrilla patriota.
Practicando lo que A. Shumway definió acertadamente como “radicalismo populista”, el jefe salteño sustituyó el concepto de propiedad privada por el de propiedad revolucionaria, y se arrogó el derecho a incautar fondos, animales, hombres y propiedades para sostener a las fuerzas que combatieron no sólo contra los godos de Fernando VII sino también, insólitamente, contra las fuerzas que enviaba el Puerto para domar a ese caudillo insolente, poniendo en riesgo el proyecto independentista.
Su vida y en especial su muerte son emblemáticas de cómo nuestra oligarquía portuaria, aliada con las provinciales, no tuvo nunca empacho en perseguir y finalmente destruir a todo aquel que atentase contra su conducción de los asuntos políticos y económicos que fundamentan su condición de clase dominante, en celosa y armada protección de sus privilegios cada vez que los sintió amenazados por la clase sometida. Aunque para ello hubiese que dejar de lado consideraciones patrióticas y aliarse con el enemigo, como fue la artera y eficaz emboscada de salteños y españoles conjurados para matar al gran jefe gaucho. Hecho que abierta o encubiertamente se repite hasta nuestros días (N. de la R. Junio de 2021), siendo ejemplo de ello el monstruoso e injustificado endeudamiento externo que hoy estrangula el desarrollo nacional e imposibilita el bienestar individual de la mayoría de argentinas y argentinos, solo posible por el acuerdo entre intereses antinacionales e imprescindibles socios interiores dispuestos a la traición.
Eliminado Güemes, la aristocracia salteña, dueña otra vez del poder, aliviada de volver a ver palas y no armas en manos de sus mineros y campesinos, feliz de ya no ser obligada a apoyar la emancipación, festejó su muerte e hizo desvergonzadamente pública su traición en el acta del Cabildo de Salta que ofrece la gobernación provincial al jefe español enemigo: “Fue (la ciudad de Salta) el siete del siguiente junio ocupada por las armas enemigas del mando del brigadier comandante general don Pedro Antonio de Olañeta que penetradas de la compasible situación en que se hallaban los ciudadanos entregados a la mano feroz del cruel Güemes, sorprendieron la plaza sin ser sentidas, logrando la ruina del tirano con su fallecimiento acaecido el diecisiete del mismo resultivo de una herida que recibió cuando más empapado se hallaba en ejecutar los horrores de su venganza (…)”. Firman apellidos de la más rancia aristocracia salteña: Saturnino Saravía, Baltasar de Usandivaras, Alejo Arias, Juan Francisco Valdez, Gaspar José de Solá, Dámaso de Uriburu, Mariano Antonio Echazú, Facundo de Zuviría, Francisco Fernández Maldonado y otros.
La Gazeta de Buenos Aires, en tiempos de Rivadavia, fue sincera en su odio: “Murió el abominable Güemes al huir de la sorpresa que le hicieron los enemigos con el favor de los comandantes Zerda, Zabala y Benítez, quienes se pasaron al enemigo. Ya tenemos un cacique menos”.
El perdón fue llegando con lentitud: su monumento no está emplazado en la plaza mayor de su amada provincia. El que hoy lo conmemora, bello por cierto, data recién de 1931, ciento diez años después de su muerte.
Es imperativo no insultar la memoria del gran Güemes limitándolo al rol del “gaucho que defendió la frontera norte” con que lo coagula y pasteuriza la historia que nos cuentan, sino reconocerle su identidad de jefe popular que dio su vida porque el país que nacía diese justicia y bienestar a las clases populares. No fue así.
(Los subrayados son de la Redacción de 90 Líneas)
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