En sólo dos semanas, la política brasileña dio un giro de casi 180 grados. El cambio es directamente proporcional a la tragedia que vive el país a causa de la no-gestión de la pandemia por parte del presidente neofascista Jair Messias Bolsonaro, por lo cual se convirtió en la única nación del planeta que sufre más de 3.000 muertes diarias por Covid-19 (con un récord de 3.251 el 23 de marzo), mientras que las autoridades no cuentan con una estrategia clara para hacerle frente a semejante desmadre.
La sentencia “el país avanza hacia una catástrofe casi bíblica” que incluyeron en su carta a la ONU y a la Corte Penal Internacional numerosos artistas e intelectuales brasileños, donde compararon a Jair Messias con Adolf Hitler, lamentablemente va dejando de ser una metáfora.
Brasil ya cuenta con casi 300.000 muertos por coronavirus (298.676 el 23 de marzo). Y de no mediar un cambio rotundo de estrategia, lo cual a esta altura parece poco probable, se encamina a cumplir la proyección de la Organización Mundial de la Salud (OMS), que advirtió sobre la posibilidad concreta de que en el segundo semestre de este año el país latinoamericano supere en cantidad de fallecidos a los Estados Unidos (543.843 hasta hoy).
Es en ese contexto que, en apenas 15 días, la política brasileña dio un vuelco que nadie podía imaginar hasta hace nada. Que a Lula se le hayan anulado todas las condenas por corrupción –dictadas en procesos que estuvieron a cargo del otrora todopoderoso juez-estrella Sergio Moro- por un “conflicto de competencias”, y que dos semanas después el Tribunal Supremo Federal -equivalente a la Corte Suprema de Justicia argentina- decidiera que Moro “fue parcial” al juzgar al ex presidente en el marco de la operación Lava Jato, en una votación que la máxima instancia judicial de la nación hermana definió por 3 a 2 con una jueza que tomó su decisión a última hora, hace mucho ruido en esas tierras.
¿Por qué? Porque todos sabemos que la Justicia latinoamericana en general, y la de cada país del sucontinente en particular, en el 99,99% de las causas dicta sentencias por razones extrajudiciales; o sea, políticas.
Si en nuestras pampas, el lawfare (término de origen británico que se creó para definir el “uso indebido de instrumentos jurídicos para fines de persecución política, destrucción de imagen pública e inhabilitación de un adversario político” -celag-) estuvo y está a la orden del día, en Brasil llevó a la cárcel a Lula por la “profunda convicción” del juez Sergio Moro.
Sí, no es un mal chiste. Cuando Lula fue encarcelado el sábado 7 de abril de 2018 a las 22 horas, ante las preguntas de algunos periodistas sobre la falta de pruebas en la causa, el juez Moro, muy suelto de cuerpo, dijo que la culpabilidad del entonces número uno en las encuestas presidenciales -por 20 puntos de diferencia- surgía de su “profunda convicción”. Un esperpento jurídico, pero entonces apoyado por la clase dominante y los grandes medios del Brasil para evitar que el Partido de los Trabajadores (PT) con su lider histórico a la cabeza volviera a presidir el gobierno de la nación. Había que “terminar con el populismo a cualquier precio”.
Pero el precio resultó ser demasiado alto. Un oscuro ex capitán del ejército, que en 1986 fue encarcelado por encabezar un reclamo salarial, defensor a ultranza de la dictadura brasileña, apareció como el político anti-izquierda más popular. Faltaba poco para las elecciones, y con un fuerte impulso de los grandes medios y sobre todo de la poderosa Iglesia Universal del Reino de Dios, Jair Messias Bolsonaro alcanzó la presidencia en la segunda vuelta electoral ante el (casi) improvisado y poco carismático postulante del PT, Fernando Haddad.
Si Brasil es “un laboratorio natural” que el mundo debe observar para saber qué pasa cuando se minimiza o niega el coronavirus, como definieron científicos de todo el planeta, hoy también se ha convertido en un sitio para analizar con atención qué sucede cuando la miopía y la codicia sinfín llevan a los poderosos a desplazar o impedir la llegada al gobierno, por medios non sanctos y a cualquier precio, de las fuerzas políticas populares
La carrera política de Bolsonaro comenzó en 1988, cuando se presentó como candidato a concejal de Río de Janeiro por el partido Demócrata Cristiano “para evitar la persecución de sus jefes militares”, según contó su hijo Flavio.
Luego se convirtió en una suerte de diputado federal (nacional) crónico. Ejerció ese cargo desde el 1º de febrero de 1991 hasta el 1º de enero de 2019, cuando asumió la presidencia del país. Es decir, a lo largo de 28 años, durante los cuales sólo fue noticia por sus exabruptos racistas, macartistas, misóginos y homofóbicos. A punto tal llegó esa prédica en la campaña electoral, que la lider de la ultraderecha francesa, Marine Le Pen, salió a condenarlo y a diferenciarse por presión de sus seguidores. “Dice cosas realmente desagradables que no pueden trasladarse a nuestro país, Francia” (11 de octubre de 2018).
“Pensaron que sería una persona maleable. Lo importante era cumplir con el plan económico ultraliberal y privatizador y mantener a la izquierda dividida y reducida a su núcleo duro de votantes”, dijo un politólogo brasileño en los últimos días, para agregar que “Bolsonaro no sólo no fue maleable, sino que se convirtió en un personaje altamente peligroso, capaz de apostar deliberadamente al caos social antes de dar el brazo a torcer”.
Cabe recordar cuando grupos armados se apostaron en carpas frente a la Plaza de los Tres Poderes, en Brasilia, con la joven Sara Giromin a la cabeza, en defensa del presidente en mayo de 2020. Su lider estaba siendo cuestionado, y los denominados a sí mismos “Los 300” tomaron armas, se instalaron en la capital, y entre otras cosas propusieron que los miembros del Tribunal Supremo Federal -la Corte Suprema brasileña- sean “eliminados por la ley o por las manos del pueblo” y que los militantes y dirigentes de la izquierda fuesen directamente “exterminados”.
El mismo Tribunal que hace 24 horas dijo que Sergio Moro juzgó con parcialidad a Lula, dándole así otro envión al popular ex presidente de izquierda. Pero en medio de una pandemia que está haciendo estragos en el país y con los poderes fácticos desentendiéndose cada vez más del jefe del Ejecutivo brasileño, hoy no parece haber lugar para “Los 300”. Por ahora, al menos.
En Brasil muchos creen que la derecha hoy prefiere a Lula antes que al Frankenstein que ayudaron a crear y que ahora, como en la clásica novela, se les ha vuelto en contra e incontrolable.
“Al menos Lula es previsible, más allá de las diferencias que puedan tener con él”, subrayó un reconocido politólogo carioca.
No fueron pocos los que, en ese sentido, se pronunciaron públicamente. El diputado y ex presidente de la Cámara de Diputados de Brasil por el derechista Partido Demócratas, Rodrigo Maia (un puntal en la destitución de Dilma Rousseff), publicó en su cuenta de twitter: “no es necesario que te guste Lula para entender su diferencia con Bolsonaro. Uno tiene visión de país; el otro sólo ve su propio ombligo. Uno defiende la vacuna, la ciencia, el sistema de salud; el otro defiende la cloroquina y un tal spray isrealí (…) Tengo grandes diferencias con Lula, principalmente en la economía, pero no hace falta ser un fanático para reconocer la diferencia entre el ex presidente y el actual”.
Si Brasil es “un laboratorio natural” que el mundo debe observar para saber qué pasa cuando se minimiza o niega el coronavirus, como definieron científicos de todo el planeta, hoy también se ha convertido en un sitio para analizar con atención qué sucede cuando la miopía y la codicia sinfín llevan a los poderosos a desplazar o impedir la llegada al gobierno, por medios non sanctos y a cualquier precio, de las fuerzas políticas populares.