Felicitas Guerrero.- En la excelente serie española “Isabel”, que cuenta la vida y obra de Isabel I de Castilla, popularmente conocida como Isabel la Católica, los trazos gruesos de la historia se respetan a rajatabla. Uno puede comprobarlo viéndola y, a la vez, leyendo a los historiadores (salvo que la reina es rubia de ojos celestes y la forma de hablar no siempre se corresponde con la del siglo XV, pero no dejan de ser recursos que utilizan casi todas las producciones de época para captar un público masivo).
Ahora bien, ¿cuánto de cierto hay en el relato de los propios historiadores? Y esto no pretende poner en tela de juicio, en absoluto, su trabajo, sino tener en cuenta que los documentos de hace años y siglos en los que se basan fueron escritos por hombres que tenían intereses personales o de clase. O, con una mirada muy benevolente, simplemente una forma de ver las cosas muy propia (la objetividad no existe, decía un gran profesor de periodismo de la UNLP).
Para terminar con esta introducción, vale destacar algo muy puntual de la serie “Isabel”. Allí tiene un rol central el cronista de la corte, a quien, en uno de los primeros capítulos, un influyente obispo le indica cómo debía contar los sucesos porque luego así serían recordados. Claro como el agua clara.
Tomando ese ejemplo, cuando uno se zambulle en la apasionante y trágica historia de la aristócrata argentina Felicitas Guerrero (26 de febrero de 1846 – 30 de enero de 1872) se encuentra con tantas aristas diferentes y hasta contradictorias -pese a que vivió a fines del siglo XIX en estas pampas y no en el siglo XV español- que se enfrenta al desafío de seguir hurgando y hurgando hasta componer, de algún modo, un relato coherente.
Felicitas Guerrero tuvo una corta e intensa vida, con un trágico final. Algunos dicen que fue el primer femicidio ‘acreditado’ de la República Argentina. ¿Quién la mató? Pese a la trama dramático-romántica de algunas películas o series que se basaron en la versión oficial, una de sus descendientes directas, su sobrina nieta Josefina Guerrero, siempre contó otra versión, muy distinta y mucho más verosímil
Felicitas Guerrero, así, podría describirse como una joven bellísima –“la más hermosa mujer de Argentina”, según el poeta Carlos Guido Spano-, dueña de una de las mayores fortunas de la naciente República y, sobre todas las cosas, víctima del primer femicidio (acreditado públicamente) de la aristocracia nativa.
Pero al margen de desfasajes en los distintos y numerosos relatos, su historia también es una muestra cabal de cómo vivía y quería vivir la burguesía terrateniente argentina.
En una época donde la riqueza de los propietarios de grandes estancias empezaba a ser insultante merced al «granero del mundo» y donde eran moneda corriente los casamientos arreglados para incrementar esa riqueza, la opulencia de la que hacían gala las familias aristócratas y el uso de las hijas como mercancía para perpetuarse en el poder nada tenían que envidiarle a los manejos de la nobleza europea.
En definitiva, ese fue el norte para el sector mayoritario de la oligarquía local: vivir como nobles europeos sin mayor esfuerzo y sin pensar, jamás, en el progreso de la nación sino en el de esa clase social. No habría que perder de vista que Felicitas Guerrero fue asesinada en la década de 1870, la misma en que Carlos Pellegrini, miembro de la misma clase, planteó utilizar los tremendos ingresos provenientes de la exportación de granos y carnes para industrializar al país al estilo de los Estados Unidos, una postura que fue desechada por la mayor parte de los latifundistas, con las consecuencias que conocemos hasta hoy.
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Riquezas provenientes de tierras conseguidas de manera non sancta (como los nobles europeos obtenían a dedo de un rey o reina las suyas); matrimonios arreglados generalmente contra la voluntad de la mujer para sumar más poder al poder (una práctica tan naturalizada en las cortes del viejo continente como tomar agua para calmar la sed); demostraciones de opulencia mediante construcciones tan fascinantes como innecesarias; fiestas dignas de una realeza y un estilo de vida lujurioso que contrastaba en forma violenta con la pobreza de la inmensa mayoría de la población (una réplica local de la vida dentro y fuera del palacio en Europa), dieron forma al contexto socioeconómico en el cual se produjo el primer femicidio (acreditado públicamente, vale la pena reiterarlo) de la aristocracia argentina.
Condenada desde niña
Nacida el 24 de febrero de 1846 como Felicia Antonia Guadalupe Guerrero y Cueto, quien pasó a la posteridad como Felicitas Guerrero era apenas una adolescente cuando sus padres, Carlos José Guerrero y Reissig y Felicitas Cueto y Montes de Oca, le informaron que debía casarse con Martín Gregorio de Alzaga y Pérez Llorente, un hombre de 50 años poseedor de una de las mayores fortunas del país y nieto de Martín de Alzaga, héroe del rechazo a las invasiones inglesas, a quien, en 1812, Bernardino Rivadavia hizo fusilar por una supuesta conspiración contra el gobierno patrio: algo nunca demostrado. Teniendo en cuenta que “Rivadavia y Alvear quisieron matar a San Martín” (Felipe Pigna, portal 0223, 20 de enero de 2015), uno se inclina por pensar que la acusación fue falsa.
En fin, que la hermosísima joven -la primogénita de once hermanos- se opuso a tal imposición por la diferencia de edad y porque, además, dicen que ya estaba enamorada de Enrique Ocampo, alguien de su alcurnia y apenas 6 ó 7 años mayor que ella. Pero al igual que en la realeza europea, aquí no había lugar para rebeldías (salvo, en el primer caso, la de Isabel la Católica, quien podría considerarse la gran feminista de fines del medioevo pues rechazó con firmeza varios matrimonios arreglados y finalmente se casó con quien ella quiso).
El 2 de junio de 1864, es decir, cuando Felicitas tenía sólo 18 años, hubo boda. La flamante pareja se mudó a una mansión en Barracas, por entonces un gran descampado salpicado de quintas y establecimientos relacionados con la actividad portuaria. Ese día comenzó la gran tragedia de Felicitas Guerrero. Hasta entonces, «dicen que dicen», una chica feliz que el poeta Spano también definió como “la joya de los salones porteños”.
Felicitas y Martín Gregorio de Alzaga tuvieron dos hijos, Félix y Martín. El primero falleció en 1869, a los tres años, durante la terrible epidemia de fiebre amarilla que azotó Buenos Aires; el segundo murió al nacer, el 2 de marzo de 1870. Sólo quince días más tarde murió su esposo.
«La joya de los salones porteños»
Así las cosas, a los 24 años Felicitas Guerrero se convirtió en una joven bellísima y multimillonaria -pues heredó toda la fortuna de su marido-, de modo tal que pasó a ser la más codiciada de la alta sociedad porteña (antes de la boda, Martín Gregorio de Alzaga ya tenía cuatro hijos con una mujer brasileña llamada María Caminos, pero como no estaba casado por Iglesia, ellos no heredaron ni un céntimo).
Si Felicitas ya había atravesado tremendas tragedias en apenas un puñado de años, lo peor estaba por venir.
Amor a primera vista y sentencia de muerte
Se cuenta que su lugar preferido era la estancia La Postrera, ubicada en el actual partido de Castelli. Además tenía miles de hectáreas que iban desde el río Salado hasta General Madariaga, incluyendo, por caso, los que hoy conocemos como partidos o localidades de Pinamar, Valeria del Mar y Cariló, entre otros de la costa atlántica.
En la vida de Felicitas reapareció Enrique Ocampo. Si bien su antigua relación no era un secreto, no son pocos los que aseguran que la joven ya no estaba enamorada de él. Lo cierto es que en esos días ella vivió un episodio que terminó de reunir, en su corta vida, todos los elementos para producir una gran película (si bien las hay, se podría decir que el mundo del cine hasta hoy no estuvo a la altura de semejante historia).
Una tarde, mientras paseaba con su carruaje lejos del casco de la estancia, se desató una fuerte tormenta y se perdió. Fue entonces cuando apareció Samuel Pedro Sáenz Valiente Higuimbothom, un joven estanciero de su edad, descendiente de una familia patricia, que la tranquilizó y cobijó. El flechazo fue instantáneo, afirman.
El 29 de enero de 1872, Felicitas Guerrero organizó en su mansión de Barracas una reunión para anunciar su compromiso con Samuel Sáenz. Llegó hasta el lugar Enrique Ocampo y pidió hablar con ella a solas. Su amiga Albina la quiso acompañar, pero Felicitas le pidió que no lo hiciera. No obstante, uno de sus hermanos y un primo (o amigo) de nombre Cristian Demaría se colocaron cerca de la ventana de la habitación.
Fue todo muy rápido. Gritos, una amenaza –“¡O te casás conmigo o no te casás con nadie!”– y un disparo. Cuando los dos jóvenes entraron, Felicitas yacía en el piso con un tiro en la espalda. Agonizó hasta el día siguiente, 30 de enero, y murió.
Tras enviudar, con apenas 24 años, Felicitas Guerrero se convirtió en una de las mujeres más ricas y deseadas del país
Un femicidio público y un posterior homicidio ocultado por décadas
¿Qué ocurrió con Enrique Ocampo? La versión del suicidio o de un disparo accidental mientras forcejeaba con Demaría cerraron el caso. Lo cierto es que mucho tiempo después, Josefina Guerrero, sobrina nieta de Felicitas, mostró en el castillo que el padre de la víctima de femicidio hizo construir en su memoria en Domselaar, partido de San Vicente, el arma con que Ocampo mató a la dueña de su corazón y motivo de su enfermiza obsesión. Y aclaró: “Cristian Demaría se la arrebató en el forcejeo, se la puso en la boca, disparó y le destrozó el cráneo. Este es el arma que mi abuelo siempre escondió”, relató la mujer.
Ese castillo, como se dijo, fue construido por el padre de Felicitas en su honor, y también para alejarse junto con su esposa de la ciudad y de tanto dolor. Dolor del cual fue, quizás, el principal responsable por obligar a su hija a casarse con un hombre que le llevaba 32 años y a quien no quería, con el objetivo de asegurarse una vida acomodada para sí y su prole. Buscó, construyendo un palacete que se puso en venta hace unos años por 3,7 millones de dólares, una redención que quizás nunca llegará.
Otro castillo que perteneció a los Guerrero es el que se puede ver al costado de la Ruta 2 camino a Mar del Plata. Sin dudas, parte de todo viaje a la costa consiste en apreciar, durante escasos dos segundos debido a la frondosa arboleda que la tapa, esa fastuosa construcción situada a la altura de Castelli. Por esos lares solía pasear Felicitas cuando iba a la estancia La Postrera; en esas tierras, una tarde se perdió en medio de una tormenta y conoció a su verdadero amor, preludio de su sentencia de muerte.
De iglesias y fantasmas
Pero sin dudas, la construcción más popular que los padres de Felicitas dedicaron a su hija es la Iglesia de Santa Felicitas, que data de 1876 y está ubicada a la vera de la actual Plaza Colombia del barrio de Barracas, donde a fines del siglo XIX estaba la mansión en que vivió y murió la joven.
Pero además, allí se construyó en 1893 otro templo que nunca fue usado como tal. De estilo neogótico, está inspirado en el santuario francés de Lourdes. Se halla en el actual Instituto Santa Felicitas de San Vicente de Paul y cuenta con 28 extraordinarios vitrales (la Iglesia no lo reconoció nunca como espacio sacro).
“En esa época se pasaba del luto al semiluto y todo este proceso tomaba años. Como ella llevó muy poco tiempo el luto, la sociedad la juzgó duramente. Cuando sucedió el femicidio, la prensa dejó entrever que eso le sucedía a las coquetas. Para una viuda, no era fácil volver a vivir en sociedad”
Junto al colegio y a un ex comedor, que en aquellos años era utilizado para dar de comer a 1.000 obreros por día por parte de las Damas de Beneficencia y las monjas, el llamado templo escondido forma parte del Complejo Histórico Santa Felicitas. Los tres sitios (templo, colegio y ex comedor) están unidos por túneles de 150 metros de largo cada uno. Allí se realizan visitas guiadas.
Una joven que quiso ser libre, dueña de su vida, pero a quien la codicia y las (malas) costumbres de la clase alta de la época se la quitaron. Una historia de amores y tragedias. Un femicidio con el sello de la más rancia y opulenta aristocracia argentina
¿El fantasma de Felicitas? Dicen vecinos y vecinas que se aparece por la iglesia cada 30 de enero, vestido de novia o con una túnica mortuoria blanca, o bien con jirones de un vestido de ese color. Pero eso, como los gatos que cuidan del alma de Felicitas, o las cintas que las jóvenes atan a las rejas de la parroquia para ser bendecidas por el amor, son parte de una leyenda urbana.
“En esa época se pasaba del luto al semiluto y todo este proceso tomaba años. Como ella llevó muy poco tiempo el luto, la sociedad la juzgó duramente. Cuando sucedió el femicidio, la prensa dejó entrever que eso le sucedía a las coquetas. Para una viuda, no era fácil volver a vivir en sociedad”, contó al periodista Pablo Mascareño la profesora de Historia y encargada de las visitas guiadas al Complejo Santa Felicitas, Norma Demicheli.