(Esta nota se publicó originalmente el 23 de marzo de 2021)
En un artículo acerca del avance de la ultraderecha en Europa publicado en un reconocido periódico de ese continente, se remarca con preocupación que a medida que pasa el tiempo se van difuminando las experiencias del fascismo y el nazismo de la memoria colectiva, y que, peligrosamente, para las nuevas generaciones esos nefastos fenómenos entran en una categoría prehistórica.
Así las cosas, “no es de extrañar que sean fundamentalmente los jóvenes, justificadamente desencantados por un presente de empleo precario, desigualdad flagrante e incertidumbres a diestra y siniestra, quienes más se ven seducidos por los discursos racistas (el extranjero viene a quitarme el trabajo), contra un Estado burocrático y contra la política tradicional que esgrimen los partidos de ultraderecha”, hacen notar los autores, para preguntarse si esos jóvenes, casi adolescentes en muchos casos, sabrán dónde terminan, indefectiblemente, los procesos que nacen prometiendo una “limpieza” en todos los ámbitos.
En el fragor de la nativa discusión política cotidiana, generalmente marcada por un bajísimo nivel (con un aporte imprescindible de los medios), nunca se llega a debatir con un mínimo de profundidad el origen de los problemas que actualmente nos atraviesan.
El efecto que se está notando en Europa, es decir, la impunidad de (generalmente) nuevas fuerzas políticas para galopar sobre discursos fascistas y tener éxito entre un gran porcentaje de la población, se puede aplicar perfectamente a Sudamérica y a nuestro país en particular. A medida que se alejó en el tiempo la sangrienta dictadura cívico-militar de 1976-1983, proliferaron, y con éxito, los discursos de odio; de ‘mano dura’; los que petardean al Estado como sinónimo de ineficiencia (que la tiene, pero que no se soluciona reduciéndolo a una ínfima expresión ni mucho menos); de planes sociales para “vagos que no trabajan”; de corrupción (ya veremos que el mayor caso de corrupción de nuestra historia lo protagonizaron los privados en dictadura), y contra “los políticos”.
Estas derivas llevaron a la Casa Rosada al primer gobierno de extrema derecha de la historia democrática argentina, con el aporte de los denominados ‘halcones’ de Juntos por el Cambio y, para sorpresa de muchos, de la mayoría de la UCR. Gente joven, casi sin experiencia laboral, adhiere (o adhirió hasta que el boomerang que tiró en las urnas pegó la vuelta) a propuestas de desregulación económica total, un Estado ínfimo y preponderancia de lo privado en todos los órdenes, además de mano dura para todo el que se ponga en el camino.
¿No se estudia la dictadura en las escuelas? Y si se la estudia, la pregunta es cómo. ¿Se explica que ese fue el comienzo del fin de un país que tenía el mismo porcentaje de clase media que Francia (65% en 1974) y donde el 90% de los chicos y chicas iban a escuelas públicas de las cuales salían con una excelente educación?
¿Se dice que el nivel de industrialización en aquel 1974 fue el mayor de la historia argentina?
¿Se profundiza en un tema clave como el de la distribución de la riqueza haciendo notar que en aquel año ’74 los trabajadores recibieron el 51% de la «torta económica» y el capital el 49%, y que se registró el menor índice de Gini (coeficiente que mide la desigualdad social) de toda la historia? ¿Que el índice de pobreza era del 8%, la informalidad laboral (trabajo en negro) del 10% y la desocupación del 2,7% (o sea, pleno empleo en términos técnicos)?
Todo eso se logró merced a un Estado fuerte; a empresas estatales poderosas (con un sinfín de problemas, pero cuya solución no era venderlas a “dos con cincuenta” como se hizo luego en los nefastos ’90, continuidad de la política económica trunca de la dictadura por el desenlace de la guerra de Malvinas); se logró gracias a una sociedad que estaba convencida de que la educación debía ser pública y que era muy exigente en ese sentido; con trabajadores organizados; empresarios (mayormente pymes) con espíritu nacional; con un sistema de partidos políticos donde la derecha liberal era minoritaria, casi marginal. Esa posición ideológica estaba representada por los militares: hoy, nuevamente en la Casa Rosada por el voto de casi 6 de cada 10 argentinos y argentinas que el 19 de noviembre de 2023 parecen haber perdido la memoria.
Como bien resume el título de esta nota, en el auge de la dictadura militar (es decir, mientras miles de personas desaparecían) hubo una publicidad emblemática, muy bien realizada por cierto, que tuvo la ‘virtud’ de sintetizar en apenas 57 segundos lo que iba a venir. Literalmente, anunció el principio del fin.
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En la actualidad, esa publicidad fue revalorizada. Increíble, pero real.
“Antes la competencia era insuficiente, teníamos productos buenos pero muchas veces el consumidor debía conformarse con lo que había sin poder comparar”, decía una voz en off, y en ese momento el protagonista del anuncio se sentaba en una silla hecha en Argentina que, por supuesto, se rompía. “Ahora tiene para elegir, además de los productos nacionales, los importados”, casi exclamaba el locutor y el actor sonreía de oreja a oreja mirando decenas de sillas con la leyenda “made in…”.
Así se anunció la liberación de las importaciones, que destruyeron una industria nacional con muchos problemas pero con una solidez que hoy pagaríamos por volver a tener. Y es que si bien el proceso industrial que inauguró el primer peronismo -que dio como resultado una nueva clase media de empresarios pyme, comerciantes y obreros calificados- se truncó con el sangriento golpe de 1955, la experiencia de Arturo Illia (1963-1966), por un lado, y sobre todo la resistencia del movimiento obrero para defender sus conquistas, por el otro, no permitieron que todo lo conseguido se perdiera.
Historiadores consultados nos recuerdan que “en los primeros meses del año 1976, la política económica de Martínez de Hoz (José Alfredo, titular del ministerio de Economía) provocó una caída de, al menos, un 35% en los salarios reales, la que se mantuvo en niveles variables en los años siguientes (…) Esto llevó, a la vez, a una caída en la participación de los asalariados en el ingreso, que (como se indicó) había alcanzado en 1974 un nivel en torno al 50% y que bajó al 22% al terminar la dictadura”.
Se derogaron leyes de protección y derechos laborales. La dictadura modificó por decreto una cantidad de artículos de la Ley de Contrato de Trabajo aprobada en 1974, y derogó otras leyes y decretos, todo ello en la dirección de eliminar condiciones favorables que los trabajadores habían conquistado durante la etapa previa.
Es decir, se debían “recuperar posiciones a favor del capital” respecto a una “estructura de derechos y condiciones laborales que la clase obrera había ido conquistando, al menos, desde el primer gobierno peronista”. La represión, por un lado, y estas políticas, por el otro, apuntaron a desbalancear una relación de fuerzas en el ámbito de las relaciones laborales que “afectaban el nivel de rentabilidad de las empresas”.
Y es que “la dictadura desplegó un proyecto de clase, un proyecto que viene de antes y que sigue existiendo y dando batalla hoy”. Por ello, la semejanza de las políticas del periodo 1976-1983 con ciertas etapas democráticas (1989-2001, 2015-2019 y sobre todo la actualidad) no es casualidad, como tampoco el ataque feroz a cualquier iniciativa que pretenda retomar el sendero abandonado en 1974.
“El golpe de 1976 se produjo porque el gobierno existente en ese momento era un desastre, la Argentina era un caos, la economía un desorden, había que ‘poner orden’”. Esto se escuchó y hasta hoy se escucha por ahí, pero lo que nadie dice es que había elecciones a la vuelta de la esquina y que para poner orden no hacía falta una dictadura ni un gobierno autoritario. También se escuchó y se escucha que el golpe tuvo como objetivo terminar con el “terrorismo”. ¿Y qué tenía que ver el proyecto económico clasista que hizo retroceder el país 50 años con eso?
Conclusión: la dictadura vino a imponer un modelo económico en favor de la clase dominante y en detrimento de las mayorías, el cual, como nunca antes, ha sido retomado en la actualidad.
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Tampoco la teoría de los dos demonios (guerrilla versus fuerzas armadas) tiene sustento para explicar el objetivo de fondo que, con muchos adornos, explicó el propio Jorge Rafael Videla: “Nuestro objetivo era disciplinar a una sociedad anarquizada; volverla a sus principios, a sus cauces naturales. Con respecto al peronismo, salir de una visión populista demagógica, que impregnaba a vastos sectores; con relación a la economía, ir a una economía de mercado, liberal. Un nuevo modelo económico, un cambio bastante radical; a la sociedad había que disciplinarla para que fuera más eficiente. Queríamos también disciplinar al sindicalismo y al capitalismo prebendario (Ceferino Reato, 2012, Disposición Final. Editorial Sudamericana)”. A confesión de parte, relevo de pruebas.
Lo que Videla no llegó a explicar es porqué semejante proyecto multiplicó en ese periodo 7,4 veces la deuda externa pública y 3,7 veces la privada, o porqué se destruyó el tejido productivo nacional (en septiembre de 2015 el titular de la UIA, Héctor Méndez, dijo que “en 1974 la Argentina alcanzó su máximo nivel de industrialización y las menores tasas de desempleo y desigualdad”; el desempleo, como vimos, era del 2,7 por ciento, el mínimo histórico).
Es que no se trataba de un proyecto de Nación, sino de un proyecto de clase. Igual que hoy en día.
El objetivo era -como ahora- retomar el espíritu de la Argentina del Centenario. Para ello había que destruir la industria nacional, pues de ese modo no habría trabajadores sindicalizados. Así se terminaría el sindicalismo. Y, por extensión, el peronismo. Era el camino elegido para destruir a ese movimiento nacional, luego de que quedase demostrado que ni Perón en el exilio ni su muerte lograrían hacerlo desaparecer.
“Ese proyecto se propuso desarticular y disciplinar a una clase obrera que, desde los años 40 en adelante, tuvo altos niveles relativos de organización y de capacidad de resistencia a las ofensivas patronales, y gozó de un conjunto de derechos sociales y laborales que constituyeron un límite a la rentabilidad empresaria”, apuntaron los historiadores consultados.
«Nuestro objetivo era ir a una economía de mercado, liberal (…) Con respecto al peronismo, salir de una visión populista demagógica, que impregnaba a vastos sectores», dijo Jorge Rafael Videla. ¿No llama la atención la similitud de la terminología que utilizaba con la que usa a diario la derecha ultra nativa?
Un capítulo aparte merece «el gran empresariado argentino”, promotor y principal beneficiario de la dictadura. Además de que la dictadura estatizó sus deudas, que todos los argentinos y argentinas pagamos hasta hoy (ver nota La estatización de la deuda privada en este mismo diario), multiplicaron de manera exponencial, en esos siete años, su capital. A saber: en 1973 Bunge & Born tenía 60 empresas y en 1983, 63. En esos diez años, Pérez Companc pasó de 10 a 54. Y el Grupo Macri, de 7 a 47.
Sigue la lista: Techint (de 30 a 46), Bridas (4 a 43), Garovaglio y Zorraquín (12 a 41), Soldati (15 a 35), Corcemar (23 a 30), Alpargatas-Roberts (9 a 24), Celulosa Argentina (14 a 23).
Hay más: Arcor (5 a 20), Fate-Aluar-Madanes (8 a 15), Bagley (6 a 14), BGH (6 a 14), Bagó (2 a 14), y Massuh de 1 a 10 (Castellani, 2007, página 148).
En varios casos, el salto en la cantidad de empresas controladas por estos grupos entre 1976 y 1983 es “impresionante”, más aún teniendo en cuenta que, paralelamente, se destruyó la industria nacional, se multiplicó por casi 500% la deuda externa, se crearon la pobreza y la desocupación estructural y apareció el hambre en vastas zonas del país, algo que en 1974 se había erradicado por completo. Cabe señalar, además, que la mayor parte de esas empresas “suponían inversiones en los ámbitos de acumulación más favorecidos por las políticas de la dictadura. Por ejemplo, los que involucran negocios con el Estado. O las ramas industriales que siguieron estando protegidas escapando a la competencia internacional a la que se caían, sometidas, las empresas afectadas por la apertura (Pymes)”, remató.
Como subrayábamos más arriba: cuando los defensores de las mismas políticas que se aplicaron en dictadura, defensores a su vez de estos grandes grupos económicos (que hasta gobernaron el país con nombre y apellido y nos siguen diciendo qué hacer), ponen la carga de todos los males en el Estado y lanzan alaridos pidiendo su achicamiento, debemos saber que son los mismos de aquella vez. O sus herederos. O socios.
Para terminar, qué mejor que hacerlo con música, recordando la excelente canción que en 1981 compuso y grabó Serú Girán en el disco Peperina, como una sátira perfecta al furor por comprar productos importados.
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