El reciente estreno de Netflix, El Juego del calamar, está enmarcado en un fenómeno global de los últimos años donde la cultura de Corea del Sur está pisando fuerte en todo el mundo. Ya sea la música a través del K pop o hits inolvidables como el gangnam style, en formato de telenovelas o las obras cinematográficas que hoy están a la vanguardia como las obras de Bong Joon-ho y su obra maestra Parásitos (2018) que arrasó en los Oscars.
En este caso estamos frente a una serie que elige una trama que recuerda a otras producciones, pero parándose en un lugar nuevo. La historia cuenta sobre un grupo de personas cuyas vidas están marcadas por las deudas, la falta de empleo y las desgracias familiares. En ese contexto, son presa fácil para ser captados por una organización que los obligará a participar de un juego macabro donde sus vidas están en juego.
Esta serie está dentro de un género que podría nombrarse como Gamer, es decir que emula el modelo del videojuego, y pasando distintos desafíos cada uno más difícil que el anterior. Es destacable la dirección, principalmente a la hora de marcar la diferencia entre la vida normal de los personajes y el mundo del juego, está plagado de contrastes estéticos entre las coloridas ropas de los guardias y presos y el hormigón. Además, siempre puede entenderse a la serie como una gran producción por sus encuadres que denotan inmensidad.
Cuando vi la serie dos películas vinieron a mi mente, la japonesa Battlel Royal (2000) y la saga de los Juegos del hambre, en ambas cintas un grupo de jóvenes son sorteados para jugar un desafío donde quien ganaba se salvaba económicamente. En este caso la diferencia sustancial es que en esencia nadie es obligado, sino que estas personas eligen participar, es decir tienen que optar entre una vida de angustia por las deudas o una muerte violenta casi segura.
La serie plantea al juego como una sociedad propia, es decir como una estructura de jerarquías muy bien definida que funciona como metáfora del capitalismo. En ese mundo los participantes de juego serían el eslabón más bajo, y lo interesante es que aún entre ellos hay interesantes roles de poder. Por otra parte, está el mundo de los guardias, los garantes del orden, que se encuentran un escalón por encima de los jugadores, pero sus vidas son igualmente amenazadas todo el tiempo y cualquier paso en falso significa la muerte.
A su vez, dentro de las personas que comandan todo este juego macabro hay jerarquías, con lo cual la serie es una gran metáfora del sistema capitalista imperante, además hace una constante crítica al modelo económico surcoreano, donde parece que la tasa de endeudamiento familiar es enorme. De esta manera, el juego parece más bien una salida que las personas de a pie prefieren, en lugar de vivir con los acreedores como sus verdugos.
El cine surcoreano de la actualidad es producto de verdaderas políticas de Estado de su país, pero ha llegado al punto de ocupar el lugar de vanguardia que en gran parte del siglo XX tuvieron los cineastas italianos. Aquellos exponentes tenían una gran capacidad de tomar géneros hollywoodeses y adaptarlos de manera magistral, de ahí géneros como el Spaguetti Western o el Giallo, la versión tana del cine de terror, mucho más estética y cuyo máximo exponente es Darío Argento.
Los autores coreanos han demostrado una enorme capacidad para realizar obras que mezclan distintos tonos a la vez, Parásitos es un ejemplo claro de una cinta que mezcla la comedia, el suspenso y el drama a veces en un mismo plano. Otro ejemplo sería The host (2006) una película sobre un monstruo acuático que asola Seul y secuestra una niña, esto genera que su disfuncional familia deba salir a buscarla en una cinta que combina de forma magistral el terror, la sátira política y el humor.
En conclusión, esta serie marca un momento de época donde ya no hay un EE.UU todopoderoso en las industrias culturales, y donde el cine aún tiene mucho para dar en cuanto a exponer males que existen en Corea del Sur, pero que existen en la Argentina y tantos otros lugares. Un reflejo de un sistema que sigue haciendo de las miserias del hombre un espectáculo que unos pocos enmascarados siguen disfrutando.