Quince mil obreros industriales trabajando cada día en una ciudad de diez mil habitantes. Chicos y chicas jugando en la vereda. Enormes camiones circulando con mercaderías e insumos. Familias que sacaban la mesa a la vereda para el vermut, para comer, jugar cartas, cantar; mesa a la que siempre se sumaban los vecinos. Sirenas anunciando los cambios de turno en los frigoríficos Swift y Armour y miles de trabajadores y trabajadoras saliendo y entrado, colmando las paradas del tranvía, los bares, haciendo las compras en los prósperos comercios del barrio.
La sola promesa de pago del cliente al comerciante como mejor “tarjeta de crédito”. El fútbol en los terrenos baldíos cercanos y la pesca en el canal del Río de la Plata que aseguraba una comida (no contaminada). Las charlas entre paisanos en un idioma que los demás no entendían, y así, más de diez diferentes lenguas que se mezclaban con los acentos de los hombres y mujeres llegados desde las provincias del interior. Los corsos por todo lo alto. Los bailes del Hogar Social. Las luchas obreras por mejores condiciones de trabajo que el 17 de octubre de 1945 viajaron hasta la Plaza de Mayo para protagonizar, sin saberlo entonces, el mayor quiebre en la historia argentina contemporánea.
La calle Nueva York de Berisso, en apenas cinco cuadras, condensó durante años, sobre todo los 40 y 50, un país pujante, con pleno empleo, industria y comercio prósperos, hijos que edificaban una mejor vida que sus padres, buenos vecinos, alegría popular, sueños que se soñaban sabiendo que se cumplirían, creciente toma de consciencia social y política, sentido de pertenencia para con ese lugar donde aquellos sueños se soñaban y cristalizaban con los amigos y familiares.
Algún día, todo empezó a derrumbarse. No fue de la noche a la mañana. Pero el golpe fue durísimo. Si la brillante escena inicial de la película Luna de Avellaneda, donde se pasa de un club desbordado de gente y alegría a otro vacío, con paredes descascaradas y goteras como metáfora del país que fue y que dejó de ser, se hubiese hecho contrastando imágenes de la calle Nueva York de los 40 ó 50 y pico con otras de la actualidad o de 10, 20, 40 años atrás, hubiese tenido el mismo impacto. O mayor.
Es que “la Nueva York”, como se la conoce en la otrora floreciente ciudad ribereña, en tan sólo cinco cuadras guarda bajo siete llaves, en cada uno de sus añosos adoquines, el recuerdo de la Argentina que pudo ser, sus sueños rotos, y su actual desconcierto.
En la Nueva York está ubicado el Kilómetro 0 del Peronismo. Más allá de que algunos historiadores digan que la columna que nació en Avellaneda fue la mayor que el 17 de octubre del 45 llegó a la Plaza de Mayo, a ningún berissense le van a discutir aquella idea, a punto tal que ya se corporizó en monumento.
“Si hasta tenían marcha propia: ‘somos los muchachos peronistas, del barrio la Nueva York, y tenemos un solo líder, que se llama Juan Perón’”, cuentan en la barriada.
Donde se levanta hasta hoy el edificio del Hogar Social, el líder sindical y fundador del Partido Laborista, Cipriano Reyes, habló a los trabajadores de los frigoríficos Armour y Swift en aquella fecha. Luego, una multitud que superó las diez mil almas marchó a la capital federal a pedir la libertad de Juan Domingo Perón.
La calle toda debería ser monumento nacional desde hace muchos años. Aunque no es ese el tema de esta nota. No obstante, vale recordar que desde 1983 se pudo reconvertir el barrio y no dejar que se convierta en el club derruido y con goteras que remata la escena inicial de Luna de Avellaneda.
Muy lejos de cuestiones políticas, un hijo dilecto de esa calle que abriga parte central de la historia argentina, Daniel Ridner, le dijo a 90lineas.com (seguinos en Facebook): “mi deseo es dejar testimonio, en estos últimos años de mi vida, de lo que fue, lo que es en la actualidad, y lo que me gustaría que sea pronto mi querida calle Nueva York. Como un Caminito, en la Boca, para poner un ejemplo. Pintaría los frentes de las casas de diferentes colores, pediría la colaboración de empresas y fábricas de pintura para darle brillo a esta calle”, comentó alguien que nació y creció en el lugar, que lo ama con devoción, y que hasta hoy lo rememora una y mil veces con escritos, dos de los cuales compartiremos más adelante.
(En rigor, la ley está. Hay que cumplirla. ¿Otra metáfora del país?) El 27 de junio de 2005 la calle Nueva York fue declarada sitio histórico nacional.
Nacida al calor de la industria de la carne en torno a los saladeros decimonónicos de Juan Berisso, que se extendían en el actual Parque Cívico, la ciudad ribereña fue testigo, en 1904, del desembarco del frigorífico de capitales sudafricanos La Plata Cold Storage. Tres años más tarde lo compró la Swift and Company de Chicago, primera compañía estadounidense dedicada a la actividad cárnica que puso sus pies en la Argentina.
En 1915, también en la zona del puerto, se levantó otro monstruo: el frigorífico Armour. A partir de los años 30, como se dijo, el Swift y el Armour empleaban a unos 15.000 trabajadores y trabajadoras. Berisso tenía menos de 10.000 habitantes fijos.
DE ALLÁ LEJOS Y DE AQUÍ NOMÁS
“El trabajo en los frigoríficos era pesado, sucio y con un ritmo extenuante. Los trabajadores varones predominaban en la playa de matanza. El matambrero se destacaba por su destreza en el uso del cuchillo, y el matador por la fuerza utilizada para asestar el golpe mortal a los animales. En las cámaras reinaba el frío intenso, mientras que en otras áreas el calor era insoportable”, se puede leer en el excelente sitio 1871 Museo de Berisso.
“Las mujeres realizaban su trabajo en los departamentos de tripería, en la despostadora y en el enlatado de conserva. Se destacaban en aquellas labores que requerían habilidad manual, prolijidad, orden y limpieza. Todas ellas ‘virtudes’ adjudicadas al trabajo femenino”, se añade.
Algunos relatos aseguran que los ingleses distribuían a muchos trabajadores en las distintas secciones de acuerdo a su origen. Por caso, quienes venían de tierras frías iban a las cámaras, y aquellos que provenían de países con clima mayormente cálido eran destinados a los sitios de alta temperatura.
Griegos y turcos, italianos y españoles, judíos y árabes, bulgaros y rusos, lituanos y polacos. Todos ellos y ellas, junto a los miles y miles que venían de las provincias, fueron haciendo de la Nueva York uno de los centros neurálgicos de un país que avanzaba. A los tumbos hasta los años 40. Con fuertes bríos a partir de 1945.
“Todos convivíamos perfectamente”, rememoró Daniel Ridner, para asegurar que la filosofía de vida era tan simple como posible de concretar: “trabajar para disfrutar y progresar”.
Hacia 1920 se creó la Mansión de los Obreros. Que, como poquísimas cosas, hace unos años se puso en valor.
CAMAS CALIENTES
En los hospedajes que albergaba la mansión llegaron a funcionar las denominadas “camas calientes”. Como los frigoríficos funcionaban las 24 horas, sobre todo los obreros recién llegados alquilaban una cama, dormían, y cuando se levantaban para ir a trabajar la ocupaba otro.
El micro Guaraní o “bañadera” -apodado así por los vecinos debido a su forma- fue muy anterior a los colectivos de la línea 214 que hasta la actualidad entran al barrio. Sin embargo, quienes nacieron y crecieron allí recuerdan que en la época de oro el transporte por excelencia era el tranvía. “El 25 y el 26 cubrían el trayecto Berisso-La Plata, mientras que el 23 y el 24 eran internos de Berisso”, apuntó Daniel.
Mientras sigue esperando que se la ponga en valor de punta a punta como su historia lo merece, la calle Nueva York acuna en sus adoquines desparejos los sueños de la Argentina que pudo ser. Y llora el país que no fue.
Hacia 1971, luego de varios cambios de manos, el Armour presentó quiebra. En 1977 comenzó a tambalear el Swift. También pasó de unos capitalistas a otros, hasta que en 1983 cerró para siempre dejando a casi 3.000 trabajadores y trabajadoras en la calle.
Los años de la dictadura cívico-militar, que golpearon al país para siempre, se ensañaron particularmente con el barrio “la Nueva York”. Los conventillos de madera y zinc enmudecieron. Los desocupados se multiplicaron. El Club Zona Nacional quedó como el Luna de Avellaneda en la película de Juan José Campanella. Recién hacia 1980, con la formación de un grupo juvenil en la humilde Capilla “Puerta del Cielo”, volvió algún tibio movimiento. Regresó la democracia en 1983. Pero el paisaje aquel prácticamente no cambió.
Los recuerdos de los años dorados sí que siguen vigentes.
“EL MÁSTIL DEL HOGAR SOCIAL”
“Recorrí la Nueva York y recordé las casas de mis vecinos…pero ellos no estaban. Me acerqué al mástil del Hogar Social donde conservo una foto de hace 66 años junto a mi abuela Ana, mi hermano José Luis y mi perrita Chita….pero ellos no estaban. Hablé con los vecinos donde yo nací y viví y pregunté por mis viejos y mis hermanos….pero ellos no estaban. Una foto sentado muy solo, en el mástil del Hogar Social junto a los recuerdos que me hacían compañía. Pregunté por los recuerdos….y ellos estaban” (Daniel Ridner).
*Esta nota es un pequeñísimo homenaje de 90 Líneas a Lito Cruz, hijo de la calle Nueva York y fiel a sus raíces hasta el último minuto de su vida