Por Alejandro Salamone.- A fines de los ´70 y principios de los ´80 las fábricas de bicicletas, como rezan los dichos populares, «tiraron la casa por la ventana» y «pusieron toda la carne al asador». Colocaron en el mercado prototipos no conocidos, nunca vistos, que salían de los modelos originales de las bicis de paseo y se acercaban más a diseños de motos, muy llamativos para aquella época. La rara bicicleta.
Aparecieron así, de un día para otro y sin dar tregua, la Toyama con cambios de velocidades «palanca al piso», la Musetta con una butaca larga y variados colores y de otras marcas de estilo cross. Fue algo así como una «revolución» del mercado de los biciclos en aquellos años en los que todavía se podía circular por las calles de La Plata, sin que te pase por encima un camión a 100 kilómetros por hora.
Claro, todo era muy lindo, y los pibes que salíamos a andar en bicis estábamos alucinados con semejantes modelos. Pero había un problema, no menor, el costo duplicaba y en casos hasta triplicaba al de una bici común o de paseo -que ya eran caras- aquellas rodados 20 tan queridas y usadas por «la barra» de purretes del barrio La Loma.
Las publicidades en la tele todavía en blanco y negro hacían alucinar y «enloquecer» aún más a mis amigos y por supuesto a mí. Esas propagandas no eran inocentes por parte de las fábricas de bicis, claro está, no iban a poner tanto dinero en promociones sin aprovechar al máximo la inversión.
Es que se acercaba Nochebuena y Navidad, Papá Noel en el que la gran mayoría de nosotros todavía estaba convencido de que vendría sin más, llegaría desde quien sabe dónde y seguramente dejaría al bajar, en cada arbolito prolijamente decorado, una Toyama o una Musetta, o alguna Cross que saliera de lo común.
Esperábamos con ansias ese momento y éste era el plan que teníamos para el día 26 de diciembre: pedalear con las revolucionarias bicis hasta Plaza Belgrano (13 y 40), luego por diagonal 77 hasta Plaza Italia y seguir hacia el Bosque, tramo que hacíamos con frecuencia para juntar latitas importadas de cerveza que coleccionábamos, tan comunes en esos años, y que quedaban tiradas al costado de los cordones de la calle.
A veces también íbamos a Punta Lara por diagonal 74, pero eso ya era una proeza y no estaba bien visto por nuestros padres que «temblaban» por temor a que nos pasara algo. Teníamos entre 8 y 12 años, los más grandes.
Ya todos habíamos hablado con Papá Noel y el horario pactado de salida de ese 26 de diciembre era a las 2 de la tarde, todos con sus bicis nuevas y modernas.
Fueron apareciendo de a poco. José Luis fue el primero, con su Toyama impecable, a su casa llegó Papá Noél sin problemas. Luego, impuntuales, vinieron Ricky, el «Totinga», Gustavo…éramos unos diez chicos y a decir verdad el esfuerzo de los papás noeles fue tremendo ese diciembre de 1980, pues sólo dos vinieron al lugar de encuentro con su «vieja» bicicleta, pero con un fútbol de cuero debajo del brazo cada uno, era lo que les habían dejado en sus arbolitos de navidad.
Estábamos por salir, ya eran casi las tres de la tarde, pero aún no venía uno de nuestros amigos que era de los infaltables, al que todos adorábamos, y le decíamos «el Kumpa». Su familia era muy humilde y a veces hasta tenían que salir a hacer pequeñas changas por el barrio para poder comer. Faltaba él y por eso no salíamos.
Mientras lo esperábamos, todos estábamos enloquecidos mirando y admirando, cada detalle, de las flamantes Toyama, Cross y Musetta. A quienes Papá Noel les había traído un fútbol tratábamos de consolarlos porque tenían una desilusión tan grande…tan grande…no sabíamos qué decirles. Y a la vez, todos nos preguntábamos: ¿al «Kumpa» le habrá traído una Toyama?
Su delgada figura empezó a asomar en la esquina de 23 y 37. El «Kumpa» venía en bicicleta, pero no era de las que habían revolucionado el mercado. Venía en una bicicleta rarísima que de lejos no entendíamos bien de qué se trataba, los rostros asombrados de mis amigos no me los olvidaré jamás.
El «Kumpa» por fin llegó y nuestras bicis quedaron en un segundo y tercer plano. La de él era algo de otro planeta, un cuadro color azul gastado y oxidado en partes, de rodado 20, de los más comunes, con freno contrapedal casero (característica con la que pocas contaban), y lo más loco, lo que nos dejó boquiabiertos e impactados a todos los pibes, no tenía manubrio sino en su lugar un volante de auto. Impresionante.
No había «cambio al piso», ni formato de moto, ni ruedas con rayos plásticos de colores, que pudieran igualar a ese volante de auto -tipo el del Torino que era de madera de lujo ¿se acuerdan?- que lucía la bicicleta del «Kumpa».
-¿¡Esa te trajo Papá Noel!? lanzó la pregunta el «loco» José Luis -de una de las familias más pudientes entre nuestros amigos- estupefacto, con gran asombro pero sin nada de maldad ni envidia, desde arriba de su flamante Toyama amarilla, para al instante pedirle casi suplicando –¡Por favor prestámela una vuelta!.
El «Kumpa» no tuvo drama, se la prestó y después nos dejó andar una vuelta de manzana a cada uno de nosotros, y nos olvidamos por completo de nuestras bicis que dejamos literalmente tiradas en las veredas. La excursión al Bosque fue un lujo, con el «Kumpa» y su biciclo como principales protagonistas.
Al otro día volvimos a encontrarnos como siempre en 23 y 36. José Luis contó algo angustiado que le pidió a su padre que le compre una bici igualita a la del «Kumpa», pero que su padre -que todo lo podía- esta vez no la pudo conseguir en ningún lado. Claro, en eso el «Kumpa» tenía una clara ventaja, y era su tío Juan -nos enteramos con el pasar de los años-.
El tío Juan, al saber que Papá Noel nunca dejaría una bici moderna en el arbolito de su sobrino, usó el ingenio y armó la que todos queríamos: la bici con volante de auto. No había dinero que pudiera comprarla, al menos en el mercado, porque sencillamente nadie las fabricaba, no existía.
Nota del redactor: A veces lo tenemos todo, y creemos que no tenemos nada. En memoria de mi tío Juan Salamone