Imagina que estás entregando comida en un comedor popular de un barrio pobrísimo, y cuando llega la señora 88, de una fila de 150, con cuatro chiquitos de entre uno y cinco años le tenés que decir “no hay más”. “Pero ayer tampoco comieron”, te dirá sollozando. “Es que el gobierno no nos entrega más alimentos”, le explicarás, pensando para tus adentros que estás dando la respuesta más estúpida que diste en tu vida.
Imagina que el día anterior te pasó algo similar. Y que mañana te pasará lo mismo. Entonces deciden juntarse las responsables de los comedores de muchos barrios y van al ministerio de Capital Humano a pedir comida. Nadie las recibe. Simplemente la policía les pega sin mediar palabra. Al volver a tu casa, lastimada por fuera y por dentro, te largás a llorar sin consuelo mientras te enterás que la ministra de Capital Humano dijo “Voy a atender uno por uno a la gente que tiene hambre, no a los referentes”. ¿Referente vos? ¿De qué? Simplemente hace un par de años decidiste ir a ayudar a ese barrio pobrísimo que está a unas cuadras de tu casa.
Imagina que sos empleada administrativa de un colegio privado confesional que supo tener una cuota baja y accesible para los sectores medio-bajos y hasta bajos. Estás recibiendo a quienes van a anotarse para el nuevo ciclo lectivo y llega Elsa, una madre de “toda la vida”, para inscribir a Juliana (15) en tercero de secundaria, a Mateo (10) en quinto de primaria y a Lucía (5) en el último año del Jardín. “Por los tres, son 390.400 pesos por mes”, le decís, sin mirarla a los ojos. “Pero si en octubre me dijeron que iba a tener que pagar 195.200”, te replica. “Sí Elsa… Pero ahora aumentó. Decisión de arriba”, te desligás. “Es imposible. A mi marido lo echaron del trabajo. Todos los que trabajaban en la construcción están igual. Yo te conté cuando nos encontramos en la verdulería, ¿te acordás?”, te interpela amablemente. Sí, te acordás. Pero sólo te queda decirle una y otra vez que no podés hacer nada. El colegio pierde a dos excelentes alumnos (Juliana y Mateo). Luego te vas a enterar que terminaron en tres escuelas diferentes, públicas y con aulas abarrotadas por la cantidad de chicos y chicas que tuvieron que cambiarse.
Imagina que te encontrás a Elsa, una mujer laburadora y buenísima, otra vez en la verdulería y no te saluda. Es lógico.
Imagina que sos empleada de una farmacia de barrio y llega Juana, la “abuela Juana” como le dicen todos. Tiene 82 años, es viuda desde los 50 y cobra la pensión mínima; unos 105.000 pesos congelados desde hace largos meses. Su hijo trabajaba bien en una Pyme del rubro metalúrgico y se quedó sin trabajo. Juana te pide los remedios de siempre. Te entrega las recetas. Son tres. Apenas le alcanza para uno, te dice. Y le das uno, sabiendo que está dejando de tomar los medicamentos para el corazón y el vértigo (ya se cayó en la calle dos veces; la última se salvó de milagro de golpearse la cabeza contra el cordón). “Pensar que antes me los daban gratis”, te dice. Y no le respondés nada: vos votaste en contra de eso porque lo llamabas “populismo”. Un mes más tarde te enterás que Juana está internada. Tuvo un “bobazo”. Lógico. Hace meses que a sus 82 no toma el remedio para el corazón.
Su hijo le contará a tu compañera de trabajo que fue a causa de una fuerte subida de presión. Cuando él llegó a la casa de la madre se encontró sobre la mesa con la factura de luz: en sólo un mes le había aumentado de 19.000 a 95.000 pesos.
Imagina que con tu esposa, cuando nació Mariana en 2005, la única hija de ambos, soñaban con que el día de mañana estudiara en la universidad como vos y tu mujer quisieron pero no pudieron, pese a que ambos llegaron hasta cuarto año de Derecho, porque los agarró la crisis del ’89, aquella hiperinflación del cinco mil por ciento anual que los obligó a dejar el departamento que alquilaban e irse a vivir tres años a lo de tus suegros. Hasta que un domingo a la mañana, mientras tomaban mate, Mariana les dijo: “Me voy a Brasil. Ana (la prima hermana que hace tiempo vive en Buzios) me consiguió trabajo en la empresa de turismo donde está ella. Voy a trabajar como traductora. Pagan bien. Tenían razón, al final era útil estudiar inglés”, bromeó, mientras a vos se te atragantaba la vida. “¿Y no vas a estudiar?”. “¿Para qué papá? ¿Para terminar como vos y mamá?”, te responde. La tratan de convencer por todos los medios posibles, pero los paros interminables en la universidad y las tomas de facultades por falta de presupuesto no los ayudan mucho. Además, ya tiene 18. Ella decide. Y ella se va.
Imagina que ese viaje soñado por vos y tu esposa al glaciar Perito Moreno ya no es posible porque es privado.
Imagina que tuvieron que vender el auto para arreglar cosas básicas de la casa.
Imagina que un día se ponen a mirar fotos de aquellas vacaciones de 2015 en Mar del Plata, cuando vos estabas re-contra-enojado porque había tanta gente que no se podía caminar por ningún lado. “Tengo la sensación de que fueron las últimas”, le decís a tu esposa, que enseguida te corrige: “¡Nooo! Después fuimos a Salta, cuando terminó la pandemia. ¿Te olvidaste?”, te pregunta. “No, no me olvidé. Pero fueron las últimas felices. Mariana tenía…” “Siete añitos”, completa tu mujer. Ahora vive en Brasil. Pero no hablan mucho del tema. Hija única. Duele.
Imagina que, después de una vida de laburo, vos y tu esposo, ambos docentes, no llegan a fin de mes. “Menos mal que los chicos se independizaron, si no, ¿qué haríamos?”, decís mientras preparás el mate. “Se independizaron pero no los vemos ni en figuritas. Andrea en España y Matías en Brasil”, lanzás sobre la mesa. “Bueno, veamos el lado positivo. Los dos están bien”, intenta consolarte él. Y sonreís. De día. De noche, jamás te dormís sin lágrimas en los ojos. Habían imaginado otra vida. En “otro país”. Ustedes, dos jubilados que se dedicaban a viajar, y los chicos, dos profesionales. No pudo ser. Andrea no entró al Conicet porque la “freezaron” justo cuando estaba por empezar la carrera científica a principios de 2024. Matías dejó la carrera de arquitectura después de perder el año por los paros de los profesores, que tenían los sueldos congelados desde hacía siete meses.
Imagina que sos cajera del autoservicio “Manolo” y entran Marcos y Susana, una pareja de jubilados con sus dos nietos de 3 y 5 años. Se llevan medio paquete de yerba, 150 gramos de paleta común y otro tanto de queso, cinco flautitas, un detergente de cocina, papel higiénico y galletitas dulces, surtidas. No les alcanza. Te dejan las galletitas y te piden de nuevo la cuenta final. Te das cuenta de que son para los nietos: ellos no comen con azúcar. “Llevenlás”, les decís, guiñándoles el ojo. “Gracias”, te responden. Y te acordás cuando Marcos y Susana llevaban cinco bolsas repletas de mercadería sin siquiera reparar en los precios. Pero vos votaste contra aquella época porque te convencieron por la tele y las redes que si seguíamos así íbamos a terminar como Venezuela (que ni siquiera ubicabas bien en el mapa) y que el gobierno era súper corrupto. El tiempo te demostró que todo era mentira. Pero te diste cuenta muy tarde.
Imagina que el edificio de la escuela pública a la que fuiste de chica, excelente escuela, se está viniendo abajo. En 2021 la habían puesto como nueva, y te dio tanto orgullo que le sacaste fotos con el celular. Ahora está derruida, aunque llena de alumnos: a la matrícula de siempre se fueron sumando decenas y decenas de chicos y chicas que tuvieron que abandonar los colegios “de monjas” y “de curas” por el valor de la cuota. Vos siempre mirabas esas fotos, porque esa escuela de punta en blanco te hacía acordar a la que habías ido de chico. Pero votaste por los que decían que la educación no tiene porqué pagarla el Estado, y como para vos el Estado era sinónimo de “vagancia” y “corrupción”, pensaste que tenían razón.
Imagina que tu vereda y tu calle están destrozadas, literalmente. Te quejás todo el tiempo. Un día decidís presentar una nota en la Municipalidad. Te llega en tiempo récord -48 horas- una respuesta estandarizada: “El Estado municipal no puede hacerse cargo de las obras de infraestructura porque debe priorizar la atención de los comedores populares a raíz de la delicada situación social”. Ese día decidiste ir al comedor del barrio pobrísimo que queda cerca de tu casa a dar una mano. Días después volviste llorando porque le tuviste que decir a una señora con cuatro chiquitos de entre uno y cinco años “no hay más comida”. “Pero ayer tampoco comieron”, te dijo sollozando. “Es que el gobierno no nos entrega más alimentos”, le explicaste, pensando para tus adentros que estabas dando la respuesta más estúpida de tu vida. Y sí.
Imagina que el diario te informa que la desocupación llegó al 21 por ciento, la pobreza al 62 por ciento y la indigencia al 15 por ciento. Pero también te da una buena noticia: el FMI le garantizó al gobierno un nuevo desembolso por 25.000 millones de dólares, y Argentina pasó a convertirse en la nación más endeudada de Latinoamérica y en la tercera más endeudada del mundo.
Imagina que todo lo antedicho se pudo evitar. Pero no se evitó. Y hoy, la República Argentina es la que tiene los índices de desempleo, pobreza, inflación e inseguridad más altos de Sudamérica, y los sueldos más bajos. Y leés la nota 1974. Por qué marcó un antes y un después en la historia. Y sos vos el que dice “esta debacle total se podría haber evitado”. Y sí… Pero preferiste creer todo lo que te decían en la tele y en las redes en vez de imaginarte otro país, otro mundo, y pelear por él cada día. Decisiones. Todo en la vida pasa por decisiones.
…
Ahora…
Imagina que no hay cielo,
es fácil si lo intentas.
Sin infierno bajo nosotros,
encima de nosotros, solo el cielo.
Imagina a todo el mundo
viviendo el día a día…
Imagina que no hay países,
no es difícil hacerlo.
Nada por lo que matar o morir,
ni tampoco religión.
Imagina a todo el mundo
viviendo la vida en paz…
Puedes decir que soy un soñador,
pero no soy el único.
Espero que algún día te unas a nosotros,
y el mundo será uno solo.
Imagina que no hay posesiones,
me pregunto si puedes.
Sin necesidad de gula o hambruna,
una hermandad de hombres.
Imagínate a todo el mundo,
compartiendo el mundo…
Puedes decir que soy un soñador,
pero no soy el único.
Espero que algún día te unas a nosotros,
y el mundo será uno solo.
John Lennon